¿Quién se atrevería a decir que los uruguayos no estamos politizados? No pretendo esgrimir un gran desarrollo sobre el concepto de politización y el exceso de información a veces sin tener muy claro para qué; tampoco traer a discusión a Bertolt Brecht hablando de que el peor analfabeto es el analfabeto político, sino limitar la pregunta a quién se atrevería a decir que no estamos politizados. E intentar simplificar la respuesta.
En determinadas ocasiones parece que tendemos a perder de vista la dimensión de los lugares comunes (en el mejor y más genuino significado del término) que van construyendo nuestro sentido, tanto en palabras como en hechos. Como si esa dimensión, para que tome un mayor valor, debiera expresarse con determinado lenguaje, forma, espacio y solemnidad y así, la recepción de la misma esté vinculada a una politización válida y abstracta.
Pero resulta que esas características decorativas, que tantas veces otorgan el valor de lo que se dice más que su propio contenido, sólo excluye otros lenguajes, formas, espacios y sin solemnidad, generando distancia y ajenidad hacia las diferentes lecturas de la realidad. Para quienes tienen buenas intenciones, nada positivo puede surgir de sentirse distante de aquello que es un poco de todos y también la historia de cada uno.
Siguiendo esa línea, si pasamos por un momento al plano de la política partidaria, se debe entender –por parte de quienes integramos diferentes partidos– que el hecho de que gran parte de la ciudadanía no integre espacios formales para volcar opiniones, o ni siquiera lo haga explícitamente en espacios informales, no es sinónimo de desvinculación de lo que sucede; por el contrario, la politización es tan abrumadora en cada centímetro de nuestras calles (o paredes, dentro de nuestras casas) que el desborde se pronuncia aún más en los lugares donde a simple vista puede considerarse más alejada.
Colectas entre vecinos para ayudar a una casa que se incendió, donaciones de juguetes para el día del niño, brigadas solidarias que reparan hogares, denuncias virtuales sobre situaciones vinculadas a la salud. Clubes de baby fútbol peleando por mejores luminarias en sus canchas mientras los padres organizan alguna mano extra, la cantina que recauda para algún viaje al departamento rival y vecino.
El comercio que dona algún alimento para la rifa de la canasta, los bares que escuchan proyectos sobre la apertura de algún negocio para intentar salir adelante. Los asados con amigos, los pueblos lejos de las capitales, la construcción en el fondo que quedó a medias hasta el próximo aguinaldo, las iglesias y la venta de pastas para beneficencia, las peluquerías y sus horas eternas, las charlas en las reposeras en la vereda cuando refresca un poco en verano para poder tomar aire, el cantante del pueblo diciendo presente en cada festival, la familia usando los ahorros de meses para festejar un cumpleaños, la canasta de útiles de la cooperativa para los estudiantes del hogar. Podría estar horas relatando estas situaciones, pero creo que se entendió la idea.
Promover la escucha atenta y real parece ser una buena señal para despejar el ruido y poder ver con mayor claridad demandas que no son fantasiosas: sólo la búsqueda de vivir un poco mejor.
Una inagotable fuente de temas de conversación pueden entrecruzarse, sí. Pero no somos tan distintos entre nosotros mismos, entre las grandes mayorías sin mayores distinciones. Así como las situaciones son lugares comunes, también lo que nos atraviesa lo es. Es innegable que los tópicos compartidos en grupo no tienen grandes diferencias: seguridad, empleo, economía, educación, vivienda, salud. Sean percepciones positivas o negativas. Creer que hay una distancia social entre lo que se enfrenta día a día y la opinión formada al respecto es mínimo, soberbio. Pretender imponer un relato que dista de lo que se vive, más soberbio aún.
Entonces, la burda formalidad que a veces se le quiere adjudicar a los temas que nos ocupan a las mayorías sólo subestima la capacidad de aprehensión de los mismos. Por lo tanto, en un panorama de críticas a lo avasallante que puede ser la política partidaria (especialmente en tiempos electorales), quizás nos toque entender que a veces con la realidad alcanza, que a veces la realidad supera, atomiza, se vuelve insoportable, desestabiliza, que a veces no se necesita una lectura externa de lo que se vive, no se necesita a alguien que venga a explicar cómo son las cosas. Y en el peor de los casos, soportar que alguien nos cuente una realidad que no vivimos, que nos diga que estamos mejor cuando no lo estamos, que podemos sentirnos seguros cuando los barrios recrudecen de violencia, escuchar sobre mejoras macroeconómicas cuando, en la micro, cómo llegar a fin de mes y elegir qué cuentas pagar produce insomnios eternos.
En ese marco, también hay un componente altanero en los gritos de desinterés social, cuando por el contrario, hay un interés desbordante, sencillamente porque no podemos escaparnos de nuestras rutinas y porque se anhela vivir mejor o por lo menos, resolver lo posible. En todo caso, el desinterés puede ser buscado intencionalmente de forma ferviente en escapes que permitan distender un rato de los tópicos que nos interceptan constantemente. A veces sólo se busca un respiro a lo que nos rodea y no la persistente y agotadora intromisión de cómo debemos entenderlo, canalizarlo y, sobre todo, aceptarlo.
Entonces, si lo que hay son pretensiones de acercar discursivamente ideas o propuestas, habrá que entender el cansancio de ser parte en lugar de seguir intentando, erróneamente, entender una percepción de ajenidad y extrañeza que no existe. Porque no vivimos aislados, porque no estamos por fuera, porque somos más parte de lo que muchas veces se cree y lo entendemos también, desde el lugar de ser parte.
Promover la escucha atenta y real parece ser una buena señal para despejar el ruido y poder ver con mayor claridad demandas que no son fantasiosas: sólo la búsqueda de vivir un poco mejor. Quizás es la forma de no aturdir ni exigir más que lo que se vive, que ya es demasiado para muchísimas personas.
Está en quienes integramos diferentes organizaciones demostrar que tenemos la capacidad de construir un proyecto-país que dé el valor que corresponde a los lugares comunes como síntesis política de la realidad en que vivimos.
Julieta Sierra es integrante de la Dirección Nacional del Movimiento de Participación Popular, Frente Amplio.