Hay palabras que son un límite para la política, un chaleco de fuerza. Tal vez haya sido por eso que Wittgenstein nos advirtió: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. En efecto, hay palabras que están malditas, que nos llegan con sentidos que cuesta desactivar, que se nos imponen y obligan a hacer cosas que no queremos hacer. Una de ellas es la palabra “seguridad”, y otra, “prevención”. Juntas son una muralla contra la que solemos rebotar todo el tiempo.
Contraseñas culturales
Los que nos dedicamos al delito y las violencias solemos ser asediados con narrativas que no elegimos, es decir, somos objeto de retóricas que no siempre pueden controlarse, que hablan por nosotros, que nos hacen decir cosas que no pensamos, no sentimos ni queremos. Estas categorías no son inocentes, vienen cargadas de ideología y sirven para hacer ver o no ver determinados problemas. Son jergas que se nos imponen como una verdad irrefutable.
La “seguridad preventiva” se ha convertido en una de las contraseñas culturales de la época que organizan gran parte de la conversación pública. A través de esta categoría se nos cuelan propuestas que suelen poner las cosas en lugares cada vez más difíciles para luego encarar lo que se quiere resolver apelando a esas palabras.
Hablar los problemas del barrio a través de la “seguridad” o, mejor aún, con la “seguridad preventiva” implica encuadrar y procesar las situaciones problemáticas apelando al policiamiento. Los problemas sociales se vuelven problemas policiales, cuestiones que pueden enfrentarse con los agentes policiales y sus rutinas.
Caballo de Troya
Las palabras “seguridad preventiva” vienen con policías, patrulleros, cuadrículas y mapas de calor, cámaras de vigilancia, botones antipánico, corredores seguros, pero también con toda la parafernalia que se carga a la cuenta de cada vecino consumidor inseguro, esto es, viene con serpentinas aceradas, reforzamiento de las cerraduras, contratación de alarmas monitoreadas, aprendizaje de técnicas de autodefensa, equiparse con un arma o comprarse un perro con cara de malo, elevar los muros, reforzar las ventanas con rejas y un largo etcétera.
Si le hemos enseñado a la ciudadanía que seguridad es igual a policía, entonces, cada vez que la gente se sienta insegura no va a reclamar más trabajo o trabajo digno, clubes o espacios juveniles equipados, sino que estará demandando más policías en las esquinas, más móviles patrullando el barrio, que el intendente o gobernador disponga más cámaras de vigilancia, reparta botones antipánico, instale paradas seguras o haga un corredor seguro.
La seguridad ha sido tomada por la prevención, y esta, a su vez, acotada a la prevención situacional. Las políticas de prevención han redefinido el rol de las policías al redefinir su objeto. Policías que ya no están para perseguir el delito sino para prevenirlo. Y prevenir significa demorarse en aquellos colectivos de pares, dueños de estilos de vida, que suscitan temor en el barrio.
Como escribí en Prudencialismo, la prevención es un caballo de Troya, porque con la prevención llega la punición, es decir, llegan las facultades discrecionales, pero también los vecinos alertas. Por un lado, no hay que atar las manos a la Policía porque esta no tiene la bola de cristal para saber dónde se producirá la próxima transgresión, es decir, la Policía tiene que tener la posibilidad de detener y cachear a cualquier persona en cualquier momento. Y por el otro, hay que participar a los ciudadanos en las tareas de control, hay que convertir a los ciudadanos en policías amateurs, porque son estos los que, en última instancia, saben mejor cuál es la deriva de los colectivos de pares que tanto peligro introducen en el barrio.
La prevención policial instala la desconfianza en el barrio. El énfasis se traslada de las causas a los escenarios. A la Policía no le interesa saber nada sobre los eventuales ofensores. Un control que se dirige hacia los lazos de interacción social, hacia aquellas formas de interacción referenciadas como problemáticas, un control tendiente a obstaculizar o impedir los encuentros en el espacio público, que tiende a fragilizar aún más los lazos sociales en la comunidad. Pensemos que el telón de fondo de la prevención es una ciudad cada vez más fragmentada, con barrios con tramas sociales que se han ido desfondando, deshilachando, una comunidad donde se fueron desdibujando los contratos sociales que pautaban la vida de relación, que enmarcaban los diálogos entre las diferentes generaciones a través de distintos ritos de paso. La “seguridad preventiva” es una categoría que nos invita a creer que los conflictos pueden atajarse con más policías en la calle.
Dicho esto, hay que aclarar que tampoco estoy sosteniendo que la Policía sea un actor completamente ajeno, inútil. Pero está visto que se mide con problemas que le quedan cada vez más grandes a cualquier policía. Peor aún, en algunos casos, las intervenciones policiales, lejos de ponerles paños fríos a las cosas, pueden contribuir a escalar los conflictos a los extremos, a echar leña al fuego, sobre todo cuando las situaciones referenciadas como problemáticas involucran a jóvenes o grupos de jóvenes que suelen tomarse las cosas demasiado en serio, porque en la resistencia o aguante a la violencia policial se juega gran parte de sus identidades y la cultura de la dureza.
La pereza de la política: entre la urgencia y la falta de imaginación
Se sabe que problemas multicausales requieren respuestas multiagenciales. Sin embargo, los funcionarios, esto es, aquellos políticos que ocupan cargos temporales, insisten en aplanar los problemas cuando apelan a la seguridad preventiva, cargando los problemas a la cuenta de la Policía. Esto los policías lo saben y lo padecen. Pero como suele ser una institución que, al menos públicamente, suele estar muy desautorizada, no solemos escuchar sus advertencias.
La tentación punitiva que llega con la “seguridad preventiva” está vinculada a la modorra intelectual de muchos funcionarios apremiados por la urgencia que plantean los conflictos en tiempos electorales. Más aún cuando la seguridad se ha convertido en la vidriera de la política y resulta imposible contar con tiempos largos para encarar procesos de reformas.
Ante la imposibilidad de componer acuerdos entre las distintas fuerzas políticas que le permitan a la gestión de turno contar con la duración necesaria que sustente las políticas públicas de largo aliento, los funcionarios suelen dedicarse al bacheo electoral para calmar la ansiedad de los vecinos y llegar a las próximas elecciones. Este no es un tema menor, porque está comprobado también que la indignación vecinal avivada por las oposiciones –a las que, dicho sea de paso, no suelen caérseles muchas ideas– licúa la imagen de los funcionarios. Así las cosas, los funcionarios apuestan al habitual cotillón policial que les permita transitar las coyunturas electorales sin demasiado ruido, pateando con ello, una vez más, los problemas para más adelante.
Esta concepción prudencialista de la seguridad es lo contrario a construcción de comunidad. Es una perspectiva que invita a que desertemos de los espacios públicos, que transforma los espacios de encuentro en espacios de circulación o tránsito. Cuando se securitizan los espacios, estos ya no son espacios plurales para encontrarse, discutir y decidir entre todos y todas cómo queremos vivir juntos.
La seguridad vacía los espacios públicos y tiende a desautorizar la política. Porque, como suele escucharse, “la inseguridad no es de izquierda ni de derecha”, el delito no pregunta la posición política que tenemos. Allí donde hay inseguridad sobra la política, sólo necesitamos una respuesta policial urgente.
Núcleos de buen sentido
Ahora bien, después de tanta inseguridad, tantas conflictividades sociales acumuladas, resulta difícil soltar la palabra “seguridad”. Me temo que será otra palabra que nos va a acompañar por mucho tiempo. Por eso no se me ocurriría aconsejarle a ningún funcionario que elimine esa palabra de su vocabulario; menos aún me atrevería a decirle a mi tía que los problemas del delito se resuelven con cualquier cosa menos que con más Policía.
De modo que no hay que renegar de estas palabras. Hay que retomarlas, pero con imaginación, sin alimentar expectativas, pero sobre todo ensayando a su alrededor otras intervenciones creativas.
Acá se impone una tarea gramsciana: hay que recalar en los núcleos de buen sentido alojados en esas palabras, para, desde allí, cargarlas de nuevos contenidos, vincularlas con otras palabras que nos lleven a otras agencias, a estar más cerca de ensayar otras alianzas que nos pongan más cerca de los problemas que tienen los distintos actores que componen “la gente”.
La prevención es un caballo de Troya, porque con la prevención llega la punición, es decir, llegan las facultades discrecionales, pero también los vecinos alertas.
Pongamos un ejemplo: hace un tiempo, un funcionario me pidió una opinión sobre las llamadas “mesas de seguridad” para abordar los conflictos sociales en los barrios plebeyos. Le dije que la palabra “seguridad” era palabra tacaña, que cargaba los problemas a la cuenta de la Policía, que simplificaba las cosas. Le dije también que necesitábamos palabras que pudieran abrir y no cerrar los problemas, palabras diplomáticas, generosas, que hicieran puente entre los distintos actores de un barrio.
Por ejemplo, no es lo mismo crear una “mesa de seguridad” que una “mesa de vivir bien”. Si se convoca a los vecinos de un barrio alrededor de la palabra “seguridad”, se los está reuniendo a pedir más policías, más camaritas de vigilancia, que la Policía detenga y cachee o corra a los gurises. Una mesa, dicho sea de paso, donde difícilmente acudan los jóvenes del barrio, mucho menos aquellos que tantos dolores de cabeza provocan al resto de los vecinos.
Por el contrario, si se convoca y reúne a los vecinos alrededor de la palabra “vivir bien” o “buen vivir”, se los está reuniendo alrededor de otros problemas. Porque vivir bien no sólo es que haya Policía en el barrio o arreglen las luminarias, sino que junten la basura, que haya equipamiento urbano, que presupuesten al club, que equipen la sala de salud, que vengan los fiscales a investigar, etcétera. “Vivir bien” no implica solamente que pase un patrullero cada media hora o que este se haga presente cuando se reclama su presencia a través de una llamada de emergencia porque los jóvenes se están peleando o haciendo mucho ruido, sino que los jóvenes tengan un espacio donde puedan también reunirse y puedan hacerlo según sus propios estilos de vida.
Si los jóvenes están en la esquina no es porque les gusta la intemperie, sino porque no tienen otro espacio para reunirse. La creación y financiamiento de espacios de encuentro, sean casas juveniles o clubes de barrio, puede ser una manera de relajar y abordar las tensiones entre las distintas generaciones. Por supuesto que no se trata de compartimentar a los jóvenes para que los adultos se queden seguros en sus hogares, sino hacer de esos espacios un puente entre las distintas generaciones.
Cuando se lee o mapea el barrio a través de la “seguridad preventiva” estamos contribuyendo a fragmentar el barrio, desencontrando a las distintas generaciones, recortando los problemas y descontextualizándolos. Es decir, estamos proponiendo que se lea un problema más allá de los otros problemas que tiene el prójimo, desacoplarlos de la pobreza crónica, la desigualdad social, la fragmentación social, la estigmatización del ocio y el consumo encantado, del hostigamiento policial, del encarcelamiento expansivo y preventivo, la impotencia instituyente, etcétera.
Por el contrario, cuando se lee el barrio a través del “vivir bien” se propone pensar las cosas de manera ampliada, buscando leer un problema al lado de otro problema, es decir, queriendo que el vecino o la vecina lea su problema con los problemas que tienen los jóvenes, que el vecino o la vecina se ponga en el lugar de los jóvenes, pero también que los jóvenes se pongan en el lugar de esos vecinos que, por ejemplo, tienen que levantarse temprano para ir a trabajar o llevar a sus hijes a la escuela y necesitan descansar. Ya sabemos que las juntas de jóvenes en las esquinas son un problema para los adultos. No sólo por el ruido que meten, sino porque muchos vecinos fueron objeto de titeos, peajes o ventajeos por parte de sus integrantes. Pero los vecinos tienen que saber que si aquellos jóvenes eligen la esquina para encontrarse lo hacen porque no existen otros lugares para hacerlo. Y si se burlan de ello será porque muchas veces fueron estigmatizados por ellos mismos.
Cuando hablamos de “vivir bien” no necesariamente estamos hablando del “buen vivir”, no estamos queriendo incluir en la experiencia de los vecinos la cosmología de otros pueblos originarios. Cada barrio, en cada ciudad, puede ir celebrando sus propios diálogos que los pondrán en sintonía con otros estilos de vida y rituales que habrá que negociar. “Vivir bien” es una categoría abierta que puede ser repensada de un barrio a otro, que puede ser rellenada con distintas experiencias, sensibilidades y discusiones en común. No se trata de hacer un trasplante cultural, sino desarrollar otras experiencias que contemplen expectativas y horizontes de sus vecinos, que bien pueden encontrar un punto de apoyo en los núcleos de buen sentido que habrá que aprender a interpelar para luego desplegar la batería de intervenciones multiagenciales.
La imaginación política: contraclichés
Con todo, lo que quiero decir es que las palabras que se utilizan para nombrar los problemas forman parte del problema toda vez que pueden encerrarnos en torno a lugares comunes que simplifican la conflictividad social, como si la realidad se pudiera cortar en fetas, y la intervención del Estado andarivelizar.
Al elegir otras palabras no pretendemos ensayar tampoco un giro naíf para las cosas. Al contrario: buscamos complejizarlas, pretendemos que se lea un problema al lado de los otros problemas, registrando los distintos pliegues que tiene la realidad, reconociendo que estamos parados sobre suelos movedizos.
El “terraplanismo” de algunos funcionarios suele estar hecho de urgencias y mucha ignorancia. Reponer la complejidad exige, además de recursos, mucha paciencia. La paciencia que se necesita para componer los marcos que permitan el diálogo entre los distintos actores que tienen diferentes vivencias sobre esos mismos problemas, que tienen diferentes expectativas sobre las instituciones que intervienen o pueden intervenir. La paciencia que se necesita, además, para recomponer las confianzas entre todos los actores y las instituciones que entrarán en juego. No hay respuestas urgentes. Hay que parar la pelota y mirar para los costados. Una intervención que tenga la capacidad de constelar los distintos problemas necesita tiempos largos. Implica sortear las coyunturas electorales, dejar de reclamar el cotillón policial de rigor.
Dicho en otras palabras: el desafío consiste en construir contraclichés que tengan la capacidad de suspender y deconstruir las retóricas punitivistas, que puedan objetar y desarmar las frases hechas que se nos presentan como incuestionables, que alarman, angustian, enloquecen y, sobre todo, suspenden la capacidad de pensar y el juicio de los y las ciudadanas. Contraclichés que puedan competir con los clichés que propalan las derechas, que empezaron a permear los progresismos hasta hacer mella en los sectores plebeyos.
Ya sabemos que la política aborrece el vacío, y sabemos también que, si no se los ocupa oportunamente, si no se procesan políticamente esos conflictos de manera creativa, aparecerán otros actores que lo hagan con su propia cháchara y pirotecnia verbal.
A ese fin hay que construir nuevas palabras que tengan la capacidad de interpelar, como diría Gramsci, los núcleos de buen sentido que surcan todavía el imaginario social. Porque ese imaginario no está solamente poblado de fantasmas sino colmado de buenas intenciones, de otras experiencias felices. De lo que se trata, entonces, es de encontrar esas nuevas palabras que puedan pescar esos núcleos colmados de otras intenciones.
Como dijo Richard Rorty: “Cambiar el lenguaje es cambiar la realidad”. Difícilmente puedan interpelarse esos núcleos de buen sentido con categorías demagógicas como la “seguridad preventiva”. Con ella sólo vamos a llevar al barrio a la Policía, las cámaras de vigilancia, porque vamos a trabajar con el miedo de la gente y sus ansiedades. Lo que no significa que ese miedo no exista y haya que ignorarlo. Pero hay que proponerle otras palabras que puedan pescar otras experiencias de vida a través de las cuales pueda enfrentar esos mismos problemas. Otras palabras que interpelen otros sentimientos, otros valores, otras esperanzas. La vida de un barrio no está hecha de pasiones tristes. Las pasiones alegres necesitan otras palabras, necesitan de la imaginación de la política.
La seguridad en debate es un espacio que promovemos desde la diaria para dar una discusión a fondo sobre sociedad y políticas de seguridad. Profesionales en la materia brindan sus aportes para abrir un debate necesario en estos tiempos.
Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Profesor de Sociología del Delito en la Especialización y Maestría en Criminología de la UNQ. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales de la UNQ y de la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Temor y control; La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; Prudencialismo: el gobierno de la prevención; La vejez oculta y Desarmar al pibe chorro.