Desde niño había sentido los rumores de lo que luego sería su vocación. Hijo de anarquista, su destino no parecía haber estado en las conversaciones que desde niño había escuchado en su casa, ámbito cálido en el que se iban dibujando, casi como en pinceladas en la tela del pintor, las líneas que en su trazo fueron delineando los hechos históricos que conforman los fundamentos del siglo XX.
Ingresó a la escuela militar muy joven y no pasó inadvertido; su inteligencia, su perspicacia, su capacidad para leer e interpretar la realidad, su visión estratégica que ya asomaba hicieron que sus superiores pusieran atención en él.
Cuando estalló la guerra civil española, Liber Seregni acababa de graduarse de alférez. Durante la década del 20 los problemas españoles habían sido motivo de diálogo y preocupación en su familia y él conocía muy bien los avatares de Primo de Rivera. “No me puedo olvidar de la muerte de Batlle y Ordóñez, no me puedo olvidar del golpe de Estado del 33, del asesinato de Grauert”, comentó Seregni en su charla con Mauricio Rosencof. En esa época era cadete de la escuela militar y esos hechos lo marcaron muy fuerte.
Mientras tanto, el mundo se sacudía frente a la segunda conflagración mundial del siglo, y a partir de ella se reorganizó; del liderazgo de Inglaterra se pasó al de Estados Unidos, verdadero ganador del conflicto, lo que trajo nuevos paradigmas y otros posicionamientos. La Guerra Fría obligó a los gobiernos de estos países a alinearse detrás de uno de los dos grandes, y eso fue condicionando a las instituciones. Acá la elección fue obvia, vivimos bajo su zona de influencia, Estados Unidos pasó a condicionar nuestras decisiones mucho más que en años anteriores. En esos años tan convulsionados irrumpió este joven oficial.
“A veces pienso en los sueños que teníamos, y básicamente son los mismos sueños”, comenta en otro pasaje del diálogo, tratando de enganchar unos hechos con otros.
Terminado su curso para ascender a capitán, le ofrecen una beca para ir a un observatorio de astrofísica en Ciudad de México. Allí, en ese país que luego albergó a tantos uruguayos, dejó su impronta.
Hace algunos años, Elena Poniatowska, mujer de Guillermo Haro, compañero de tareas en ese laboratorio, pasó por Montevideo y almorzó con él; quería recordar aquellos tiempos tan fecundos no sólo para la investigación científica.
En 1966 Seregni era comandante en jefe de la región militar 2, en San José, y posteriormente de la 1, en Montevideo. Cada vez sus obligaciones eran mayores y las asumía con la responsabilidad que siempre le caracterizó y con el compromiso de defender la democracia.
Llegó 1968, año crucial para la vida de este oficial. La institucionalidad no estaba quebrada pero sí muy débil, diferentes hechos se sucedían y agitaban la vida política del país. El asesinato de Líber Arce constituyó una prueba de fuego para el general. El gobierno de Pacheco Areco lo tenía marcado y lo esperaba, el enorme prestigio que tenía era un obstáculo insalvable para el nuevo autoritarismo que se preparaba. En la noche del entierro las bandas parapoliciales acechaban, el gobierno quería que él sacara el ejército a la calle y se negó. Esta vez no pudieron.
Desde 1965, confesó, dormía con un revólver bajo su almohada, y para comunicarse con otros oficiales que pensaban como él no podía utilizar los medios convencionales, lo hacía a través de radioaficionados.
Los hechos se precipitaron y en noviembre de 1968 afloró lo que para él ya era indeclinable: o pedía el pase a retiro o, como algunos querían, debía empuñar las armas para utilizarlas en el mal sentido de la palabra. Fue siempre muy reflexivo, sus respuestas no eran impulsivas, obedecían a un proceso de maduración que desde algunos años lo inquietaba.
Y entonces dijo basta, y pidió su pase a retiro. Terminaban así 35 años de vida militar activa. Al gobierno no le gustó lo que hizo Seregni, de modo que mandó ponerlo bajo arresto.
¿Cómo asume alguien que es absolutamente racional, oficial de artillería y de estado mayor, de formación académica militar, general del Ejército, esa ardua tarea de ponerse al frente de la izquierda, de generar la inquietud de que es posible aunar voluntades para juntos enfrentar ese decaimiento de la democracia, ese derrumbe de los valores sobre los cuales habíamos nacido a la vida independiente?
El general rápidamente respondió y se iluminaron sus ojos de viejo sabio. “Se compatibiliza perfectamente, porque estaba inscripto en mi formación desde que era niño. Estaba inscripto en eso del sueño incumplido, de la promesa con el viejo Artigas. Estaba inscripto en lo que era una renovación, en el padecimiento de lo que era el quietismo de aquel Uruguay, con la aceptación de las cosas como eran. Acá no hay ningún destino manifiesto, el destino lo hacen los hombres. Son los hombres los que hacen el movimiento, los que crean la historia, y no la historia la que condiciona los hechos. En mi caso particular, siendo profundamente militar, no perdí el contacto con la vida civil, con la vida universitaria, con la vida sindical”.
¿Cómo asume alguien que es absolutamente racional, oficial de artillería y de estado mayor, de formación académica militar, general del ejército, esa ardua tarea de ponerse al frente de la izquierda?
Esa nueva realidad la veía como la forma que iba tomando aquel sueño que tenía desde que se inició en la vida: el sueño de cambiar el mundo.
Cuando nació el Frente Amplio, afirmó: “Todo nuestro accionar está adscripto a una línea estratégica y de carácter histórico, siempre mirando al futuro, aferrándose y creando esperanza y confianza, pero en los hechos aquel potencial inmenso tiene que dedicarse fundamentalmente a aguantar. Aguantar y aguantar”.
Su pensamiento abrevó en el ideario artiguista, al que hacía referencia cada vez que se dirigía a sus correligionarios. El 26 de marzo de 1971, en la presentación pública de la nueva fuerza política, recordó al prócer con estas palabras: “Padre Artigas, aquí está otra vez tu pueblo; te invoca con emoción y con devoción bajo tu primera bandera, rodeando tu estatua, este pueblo te dice otra vez, como en la patria vieja, ¡padre Artigas, guíanos!”.
Los hechos se precipitaron, y durante aquella inolvidable manifestación de repudio al golpe de Estado lo apresaron. Comenzaron así los años de encierro y aislamiento.
Fue arrestado por quienes habían sido sus subordinados, llevado a un cuartel y aislado. Un año y medio estuvo confinado solo. Dos centinelas y un cabo lo vigilaban día y noche. “Yo era un preso caro, absurdamente caro”, afirmaba Seregni.
Con algo de pudor, confesó: “Cuando estaba solo no podía leer, no podía escribir; me dije: ‘Seregni, la cárcel persigue el deterioro físico y el deterioro moral e intelectual, el frente de batalla es ese. El enemigo es ese y tienes que luchar contra eso’. Trataba de trotar en el sitio donde estaba, lo que podía, y por otro lado trataba de mover la cabeza, ejercitar las neuronas. A mí siempre me gustó la geometría y en el cuarto donde estaba encerrado había un ángulo tridimensional y yo intentaba plantear problemas de geometría del espacio. Planos y líneas que se cortaban”.
En una carta que le dirige a Lilí, su compañera, dice: “Y tenemos todos momentos y días grises de angustia. Lo que importa es, sufriendo y todo, sobreponerse a la situación y aguantar. Nos ha tocado vivir una época muy difícil del país y, en el reparto, el pedazo de torta que tenemos que comer es bastante duro y amargo. Bueno, a masticar entonces y a digerirlo”.
Estuvo luego ocho años en Cárcel Central, conviviendo primero con 24 compañeros en un ambiente muy pequeño de 42 metros cuadrados y un solo baño.
En esa época aprovechó a leer, pero no sólo por el gusto de hacerlo, sino como una forma de dejar que pasara el tiempo. El tiempo tenía otra dimensión. Empezó entonces a pensar en el futuro, con la cabeza puesta hacia delante, con la conciencia plena de que eso terminaría algún día y que iba a volver…
Sucedió el 19 de marzo de 1984 y la historia recordará sus palabras: “Ni una sola palabra negativa, ni una sola consigna negativa. Fuimos, somos y seremos una fuerza constructora, obreros de la construcción de la patria del futuro”. Una multitud lo saludaba y coreaba su nombre, ocupando con pancartas y banderas la zona de Bulevar Artigas y Bulevar España.
El 5 de febrero de 1996, durante su discurso en el festejo de los 25 años del Frente Amplio, volvió a sorprender con su decisión de abandonar la presidencia. “Estoy casado con el Frente Amplio desde hace 25 años, estoy casado por toda la vida con el Frente Amplio, pero no estoy casado con la presidencia del Frente Amplio”.
Esta decisión la tomó a partir de un análisis cuidadoso de los hechos, formó parte de un proceso lento, de un proceso racional. Le costó mucho aceptar su alejamiento pero lo hizo convencido de que era lo mejor para la fuerza política de la que hasta ese momento había sido su presidente. En aquel momento expresaba: “Mira, mira cómo cambia el mundo, tenemos que ayudar al cambio del mundo y a lo que es el recambio generacional y a saber que en la vida hay un tiempo para cada cosa”.
Seguía siendo el mismo que cuando había egresado del Ejército, perseguía los sueños, los sueños de cambiar el mundo.
En su último discurso público, pronunciado en la Universidad de la República en conmemoración de los 20 años de su liberación, ante un Paraninfo desbordante en el que se destacaban muchos jóvenes que querían conocerlo, escucharlo, conmovió nuevamente a su auditorio: “Todo lo que hice, lo bueno y lo malo, lo acertado y erróneo, fue a plena conciencia. Traté de perseguir el paradigma de decir lo que se piensa y hacer lo que se dice”.
Se dirigió a los jóvenes para invitarlos a pensar, para ayudarlos a entender lo que nos había pasado. “El problema individual de cada uno de nosotros, y el de la sociedad entera, es saber olvidar, para mejor recordar aquello que no puede ni debe olvidarse”.
Y como si presintiera la muerte acechándolo, la espantó con un guiño, con ese vigor que siempre lo caracterizó, que lo alimentaba con su amor a la vida, y así terminó su discurso esa noche: “Tengo plena conciencia de que cuando uno abandona la vida pública se confina en el ropero del desván, valga la expresión un poco arcaica. Yo lo decidí y, ustedes me conocen, lo voy a cumplir. Pero quiero decirles esto: a mí me gusta vivir, amo la vida, no me aferro a ella… He dicho mil veces, la vida es pugna, la vida es lucha, pero si es cierto el precepto latino de cogito ergo sum, no menos cierto es que si yo vivo, existo, soy y puedo pensar, y entonces, mis amigos, dentro del ropero seguiré pensando. Y si en un momento siento la necesidad de pelear, lo haré contra las puertas del ropero”.
Martha Jauge fue secretaria de Liber Seregni.