A pesar de contar con estabilidad política y desarrollo socioeconómico, Uruguay ha experimentado un aumento significativo en sus índices de criminalidad desde el retorno a la democracia. El país, tradicionalmente reconocido por sus bajos niveles de violencia, enfrenta desde hace una década tasas de homicidio que duplican el promedio global y superan a la mayoría de los países vecinos. Este fenómeno se enmarca en una tendencia regional que ha transformado a América Latina en la región más violenta del mundo, impulsada por el crecimiento de mercados ilegales, el crimen organizado y la corrupción.
Más allá de este deterioro, Uruguay destaca en la región por la legitimidad de sus fuerzas policiales y por las certezas que brinda su sistema judicial. La Policía Nacional de Uruguay es una de las pocas fuerzas policiales de América Latina que se asemeja a los criterios de una “policía democrática”. Es decir, una organización policial que rinde cuentas a la ley y no al gobierno, protege los derechos humanos, está restringida en el uso de la fuerza y tiene la protección de los ciudadanos como su máxima prioridad. El sistema judicial, por su parte, goza de altos niveles de legitimidad, incluso habiendo transitado recientemente desde un modelo inquisitivo a un proceso acusatorio. En términos generales, se caracteriza por la integridad de su impartición de justicia y por brindar amplias garantías para el sostenimiento del Estado de derecho.
El eslabón más débil del sistema penal uruguayo es sin dudas el sistema penitenciario, cuya situación no sólo contrasta fuertemente con los elementos ya mencionados, sino también con nuestros niveles generales de desarrollo social y político. Tal como lo hiciera en 2009 el relator de Naciones Unidas contra la Tortura, en 2023 la Estrategia de Seguridad Integral y Preventiva1 definió sus deficiencias como estructurales, marcadas por el hacinamiento de varias unidades, la escasez general de recursos y la incapacidad de brindar servicios educativos y laborales de calidad, así como asistencia sanitaria y en materia de salud mental y adicciones. Esta situación impide garantizar derechos básicos y trabajar por la reinserción social.
El indicador de reincidencia, medido por el Ministerio del Interior por primera vez en 2022, revela que cerca del 65% de los excarcelados vuelve a delinquir en un plazo de tres años2. Esta cifra evidencia no sólo la ineficacia del sistema penitenciario en la resocialización, sino también su contribución al aumento sostenido de la población carcelaria. Al igual que en la mayoría de los países de América Latina, en Uruguay el número de personas privadas de libertad experimentó un crecimiento constante y exponencial desde las últimas décadas del siglo XX. Entre 2000 y 2023, mientras la población general creció 2,8%, la cantidad de personas privadas de libertad aumentó 243%, alcanzando una tasa de 432 reclusos por cada 100.000 habitantes, la más alta de América del Sur y la octava más alta del mundo3.
Ambos indicadores revelan cómo las carencias del sistema penitenciario se han vuelto parte y causa fundamental de la inseguridad y el delito. La combinación de sistemas policiales y judiciales cada vez más robustos con un sistema penitenciario deficiente genera un ciclo que perpetúa el delito y expande la población carcelaria. Este patrón, común en América Latina, subraya la necesidad de políticas preventivas dentro y fuera de prisión, tal como propone el enfoque dual de la Estrategia de Seguridad Integral y Preventiva del Ministerio del Interior. Este enfoque va en línea con el paradigma de seguridad ciudadana y reconoce que la disuasión y represión son indispensables para controlar la expansión del crimen, pero que su reducción sostenible requiere trabajar sobre sus causas.
Reformar el sistema penitenciario uruguayo implica un desafío complejo pero realizable. En España, un país culturalmente similar al nuestro, políticas concertadas y basadas en evidencia ya consiguen tasas de reincidencia menores al 30%4. En las últimas décadas ha habido numerosas propuestas de cambio en nuestro país, pero las carencias estructurales persisten, evidenciando la reticencia política y social a adoptar reformas integrales y de largo aliento. En gran medida, ello se debe a la dificultad para reconocer cómo sus carencias afectan de manera decisiva a la sociedad en su conjunto. Una transformación efectiva del sistema penitenciario es un imperativo ético, pero también una inversión estratégica para reducir costos y combatir la delincuencia de manera efectiva.
Sistemas penitenciarios que logran prevenir la reincidencia disminuyen los costos públicos y privados del crimen, liberando recursos para áreas como educación, vivienda y desarrollo. Por el contrario, estimaciones del Banco Interamericano de Desarrollo indican que la situación actual le genera a Uruguay pérdidas equivalentes al 2,67% del PIB anual en costos directos e indirectos, afectando el desarrollo del capital humano, limitando la productividad y la confianza en las instituciones5.
El desafío del sistema penitenciario no puede ser pospuesto. Reformarlo de manera integral es imprescindible para reducir los niveles de criminalidad y evitar la expansión del crimen organizado.
La crisis carcelaria también impacta directamente en la marginalidad social, alimentando un círculo vicioso entre encarcelamiento y exclusión. Los sucesivos relevamientos de las personas en situación de calle no sólo reflejan un aumento sostenido desde el primer censo realizado en 2006, sino también que la mayoría de ellas tienen antecedentes penitenciarios y problemas de adicción que se originaron o agravaron en prisión6. En lugar de abordar estos factores, el sistema actual agudiza la vulnerabilidad e impulsa el crecimiento de las personas en situación de calle.
Por último, las condiciones críticas de las cárceles en América Latina han convertido estos espacios en incubadoras de crimen organizado, donde bandas criminales menores evolucionan hasta convertirse en organizaciones capaces de disputar la autoridad estatal abiertamente. El hacinamiento, el abandono y las condiciones inhumanas han demostrado ser un caldo de cultivo ideal para la formación y el fortalecimiento de grupos criminales, que explotan la desesperación de los presos para organizarse y reclutar a la población entrante. Ya sea seguridad, ropa, alimento, medicamentos o estupefacientes, los grupos criminales aprovechan las economías criminales intracarcelarias para suplir las necesidades de los presos y expandirse.
Esta tendencia se ha ido imponiendo gradualmente en la mayoría de los países de la región. En países como Brasil, Ecuador, Honduras o Venezuela, los estados debieron ceder a dinámicas generalizadas de gobernanza criminal con organizaciones delictivas que surgieron y se expandieron desde las cárceles. En otros, como Bolivia, Chile, Colombia o Perú, las fuerzas de seguridad ya han debido intervenir o declarar estados de emergencia carcelaria para combatir a grupos criminales que dominan su funcionamiento y empiezan a disputar otras áreas. Las situaciones son heterogéneas, pero suelen tener puntos en común: prisiones que no suplen las necesidades básicas de los penados y grupos criminales que se fortalecen con el hacinamiento y las políticas de segregación.
Uruguay mantiene el control de todos sus centros carcelarios, pero la tendencia subraya la urgencia de implementar reformas que prioricen la rehabilitación y la prevención del delito. El desafío del sistema penitenciario no puede ser pospuesto. Reformarlo de manera integral es imprescindible para reducir los niveles de criminalidad y evitar la expansión del crimen organizado.
El Libro blanco de reforma penitenciaria7 que presentó esta semana el Ministerio del Interior representa un primer paso hacia este objetivo. Este documento examina las fortalezas y debilidades del sistema penitenciario y ofrece líneas estratégicas para construir una política de Estado orientada a su transformación integral. Su elaboración estuvo a cargo de la doctora Ana Vigna, quien lideró una revisión exhaustiva de experiencias internacionales y un proceso participativo diseñado para diagnosticar y analizar las múltiples dimensiones de la crisis estructural que afecta al sistema. Identifica barreras, oportunidades y retos específicos del contexto nacional y hace un llamado al compromiso de los futuros gobiernos para abordar una crisis que desde hace tiempo se ha transformado en una de las principales causas del delito en nuestro país.
Diego Sanjurjo es coordinador de Estrategias de Seguridad Integrales y Preventivas del Ministerio del Interior.
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Ministerio del Interior (2023). “Estrategia de seguridad integral y preventiva: Informe final de discusión interpartidaria”. Montevideo. ↩
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Ministerio del Interior (2023). “Reincidencia penitenciaria”. Montevideo. ↩
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World Prison Brief. 2023. “Highest to Lowest - Prison Population Total”. Londres: Institute for Criminal Policy Research. ↩
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España-Ministerio del Interior (2022). Estudio de reincidencia penitenciaria 2009-2019. Documentos penitenciarios 30. Secretaría General de Instituciones Penitenciarias. ↩
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Perez-Vincent, Santiago M, David Puebla, Nathalie Alvarado, Luis Fernando Mejía, Ximena Cadena, Sebastián Higuera y José David Niño (2024). “Los costos del crimen y la violencia: ampliación y actualización de las estimaciones para América Latina y el Caribe”. Banco Interamericano de Desarrollo. http://dx.doi.org/10.18235/0013238 ↩
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Mides (2023). “Presentación de datos del relevamiento de personas en situación de calle en Montevideo, agosto 2023”. Dirección Nacional de Transferencias y Análisis de Datos. Montevideo. ↩
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Ministerio del Interior (2024). Libro blanco de reforma penitenciaria. Montevideo. ↩