Del discurso del electo presidente Yamandú Orsi, en la noche del domingo 24 de noviembre, resonaron fuerte algunos pasajes. Resonó su voluntad de construir puentes y no de volarlos, su mano tendida y no el puño crispado, y hasta resonó fuerte su “rescate” de los valores porfiadamente actuales y tozudamente revolucionarios de 1789: “Y es por eso que triunfa una vez más el país de la libertad, de la igualdad. También de la fraternidad, que es nada más ni nada menos que la solidaridad y el respeto por los demás. Sigamos en ese camino”.
Orsi anunció la construcción de una sociedad donde, más allá de las diferencias, incluso a pesar de ellas, nadie pueda quedarse atrás, ni económica ni social ni políticamente: “Voy a ser el presidente que construya una sociedad más integrada, un país más integrado, donde además, a pesar incluso de las diferencias, jamás nadie podrá quedarse atrás. Desde el punto de vista económico, social y también político”.
Desde una perspectiva exclusivamente económica, las grandes diferencias y las grandes desigualdades se interponen como un puente roto a la construcción de esa “sociedad más integrada” a la que aspira el presidente electo.
Para Dubet (2023)1, desde una perspectiva social y política, las pequeñas diferencias y las pequeñas desigualdades, reales o construidas, tienen hoy un peso enorme, porque “determinan las experiencias sociales, las iras y las indignaciones: fortalecen o destruyen los mecanismos de solidaridad”. Las desigualdades sociales y hasta la propia estructura de ellas, explicadas hasta hoy por el sistema de clases, se han fragmentado, se han difractado “en una serie de problemas particulares de los que se encargan actores especializados, a riesgo, también en este caso, de acentuar una competencia entre las desigualdades”.
“¿Cómo querés que no me caliente, que no esté con bronca todo el día, cuando veo que otros reciben o se benefician con algo que yo no puedo porque estoy fuera del rango, o porque soy muy viejo o demasiado joven, o porque vivo en tal barrio y no vivo en aquel, o porque ese día, ¡oh, casualidad!, ¡mala suerte de mierda!, justo yo no estaba en la mira de los que venían regalando y beneficiando?”. Así es que se disparan las “pasiones tristes”, afirma Dubet (2023): la ira, la indignación, la “bronca” y la “calentura”.
Pero adviértase que toda esa ira cuando alguien recibe algo del Estado que a mí no me toca, esa indignación por estar fuera de la mira, la desconfianza, la mirada torva, la bronca y la calentura, en fin, todas esas “pasiones tristes” las apuntamos y las disparamos hacia quienes son tan pobres como nosotros, sufren tanto o más que nosotros, o son tan bastardeados y explotados como nosotros en sus lugares de trabajo formales e informales, o en sus “no lugares”. Hemos convertido a muchos compatriotas en enemigos cotidianos... y los odiamos.
Académicos y cientistas sociales afirman que el neoliberalismo es el gran responsable de esas profundas transformaciones ocurridas tanto en las estructuras económicas como en el pensamiento, los sentimientos y las percepciones.
Para Garland (2005)2, la opción por el neoliberalismo fue “fatídica”, tanto en el plano económico como en el ámbito de las emociones. A partir de él, los individuos no han tenido más remedio que incorporar las actitudes propias del empresario, responsabilidad y espíritu competitivo, mientras que su “actitud psíquica” es la propia de aquellos que están tensos, que sospechan y que tienen escasa o nula confianza en los demás. “En este escenario cultural, no es sorprendente que los pobres indignos sean temidos y odiados. ‘Elegir la libertad’ tiene su precio y casi siempre son los pobres y los débiles los que tienen que pagarlo”.
Para Del Rosal (2009)3, es la “dimensión subjetiva” finalmente la que guía cuán tolerantes somos ante la diferencia, y ante las demandas de mayor seguridad ciudadana. Dichas demandas no están asociadas directamente con la delincuencia, sino que básicamente expresan falta de certidumbre, de cohesión y de solidaridad social: “De modo que en la medida en que se debilitan las relaciones y los compromisos entre las personas se genera inseguridad y, por eso, el mayor reto que tiene la seguridad es fortalecer los vínculos de la comunidad en una sociedad que tiende a debilitarlos”.
Desde una perspectiva exclusivamente económica, las grandes diferencias y las grandes desigualdades se interponen como un puente roto a la construcción de esa “sociedad más integrada” a la que aspira el presidente electo.
Nuestros enemigos cotidianos
“Es el pichi que apenas piso la calle me pide ‘un pesito’, que seguro sea para comprarse un vino o para aspirarse o fumarse algo. Son estos vagos de mierda que reciben plata del Mides y que después se la gastan en celulares o en plasmas que ni yo, que me rompo el culo todos los días laburando, puedo tener. ¿Y de los otros vagos de mierda que cortan la calle, ensucian todo y hacen ruido para que les paguen más por no hacer nada qué me decís? ¡Pah!, y no te digo nada de este pichi mugriento que todas las santas noches se acuesta en la entrada del edificio. ¡Te la deja con un olor! Unos pinchos habría que ponerle, mirá”. La lista es extensa y la violencia intensa. Y de hecho ambas cosas crecen todos los días un poquito más, porque las “enriquecemos” continuamente con nuevas incorporaciones de enemigos cotidianos.
Para Winters (2024)4, frente a un escenario de precarización e inseguridad crecientes que debilita la confianza en las instituciones y en la propia democracia, la pregunta es qué explicación encuentran las clases medias y medias-bajas sobre lo que les está pasando.
La primera explicación sería apuntar hacia arriba y culpar a los que concentran la riqueza, a los gobernantes de turno, a la oligarquía, a la clase dominante o a los “malla oro”. Es decir, verticalizar la culpabilidad. “Y la segunda es horizontal, lo que implica que las clases medias, que antes sentían cierto grado de privilegio y seguridad y tenían esperanza en el futuro… miran a las personas que tienen al lado y dicen ‘mi problema es que tú estás recibiendo algo que no mereces, estás recibiendo asistencia social, me estás quitando el trabajo’”.
Los oligarcas y los demagogos han sido muy buenos y han tenido mucho éxito transmitiendo ese mensaje: “Al que debes odiar es al que está a tu izquierda y a tu derecha. Ese argumento se expande con mucha velocidad porque apunta a la experiencia cotidiana de las personas” (Winters, 2024). Pero claro: pensar a los enemigos “en términos de concentración de la riqueza es más difícil porque hay todo un aparato ideológico construido para no abordar ese punto” (Winters, 2024).
Emanados de ese mismo aparato ideológico son también los esfuerzos por separar y enfrentar a los que todos los días, cotidianamente, son “humillados y ofendidos”, diría Dostoyevski, por el capitalismo.
Jorge Olivari Peloche es doctor en Derecho y licenciado en Ciencia Política por la Universidad de la República.
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Dubet, F (2023). La época de las pasiones tristes. De cómo este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo XXI Editores. ↩
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Garland, D (2005). La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea. Barcelona: Gedisa. ↩
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Del Rosal, B (2009). ¿Hacia el derecho penal de la posmodernidad? Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología (en línea), 11-08, pp. 08:1-08:64. ↩
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Winters, J (2024). Jeffrey Winters, politólogo de la Northwestern University, autor del libro Oligarquía. Tercera Dosis. ↩