Las palabras del alcalde de Maipú, Tomás Vodanovic, en torno a la participación de militares chilenos en labores de seguridad pública remeció la semana pasada el debate político. En una reunión con la ministra del Interior, el edil dijo haberle solicitado al gobierno “la presencia de apoyo militar para ciertas labores de seguridad en la comuna, que tengan responsabilidad bien acotada”, debido a la falta de dotación policial y a la crisis de seguridad. Al día siguiente, su par en Providencia, Evelyn Matthei, describió la solicitud como “una falta de responsabilidad” mientras no se resuelvan asuntos sobre el uso de la fuerza (“los militares están entrenados para la guerra, no para las ciudades [...]. Y si llegan a tener que disparar, ¿los van a defender o los van a acusar por violación a los derechos humanos?”, fueron parte de las declaraciones de la alcaldesa).
Además del hecho irónico de ver a un representante de izquierda promoviendo esta idea y a una de derecha llamando a la cordura, la participación de las fuerzas armadas en tareas internas ha cautivado las conversaciones en redes sociales, donde algunos la consideran una solución casi mágica para resolver la inseguridad (cualquier otra opción se advierte como lejana, burocrática o de largo plazo). Se insiste en que hay una fuerza militar desaprovechada que podría ayudar a restaurar un orden público perdido.
Lo que sorprende de esta discusión es su extremo provincialismo; esto es, que no toma en cuenta décadas de debates y experiencias en otras latitudes. Tampoco se habla sobre la experiencia policial y militar respecto de los protocolos de uso de la fuerza con poblaciones civiles y en operaciones internacionales, ni se abordan múltiples preguntas que deben resolverse para sacar los militares a la calle.
En las Américas los militares ya salieron a la calle
El debate sobre la participación de los militares en seguridad pública emergió en el continente americano a comienzos del siglo XXI. Hace ya 24 años la Organización de los Estados Americanos (OEA) debatió intensamente sobre el concepto de “seguridad multidimensional”, que no era otra cosa que la inclusión de los militares en tareas de control del narcotráfico y el crimen organizado internacional. En un informe publicado por la Junta Interamericana de Defensa en 2012, se hacía notar el importante incremento de dicha participación en América del Norte y del Sur. Pero, al mismo tiempo, se advertía en esta tendencia la gran disparidad en los estándares, normas y reglas que definían dichos roles. Al analizar estos cuerpos jurídicos, Coimbra (2012) sugiere dos trayectorias: países que incorporan más explícitamente funciones de seguridad pública para los militares, y países que establecen su participación sólo en casos excepcionales, con plazos y responsabilidades acotadas.
Un elemento llamativo del tema es la escasez de evaluaciones sistemáticas respecto de la participación de efectivos militares en tareas de combate del delito. Los reportes que existen suelen centrarse sólo en algunos aspectos que, aunque muy relevantes, no permiten tener un panorama completo del efecto de este involucramiento. Por ejemplo, lo que suele divulgarse son estudios sobre abusos de los derechos humanos o respecto de la confianza social en las instituciones armadas (WOLA 2020).1 Menos estudios se conocen sobre los niveles de coordinación con las fuerzas policiales, el impacto en la reducción de delitos, o el efecto en los niveles de corrupción de los propios uniformados. Estudios más recientes han mostrado una segunda ola de ampliación de poderes militares para incidir en seguridad interna y que coinciden con un proceso de deslegitimación de los sistemas democráticos y de las propias policías.
La lista de casos es extensa. En México, aproximadamente 85.000 soldados se encuentran desplegados en el territorio, habiéndose incrementado la cifra significativamente durante el gobierno de López Obrador. Pese a ello, los militares se han involucrado en un menor número de enfrentamientos, se ha reducido el número de armas de fuego, y han evitado el contacto directo con delincuentes armados.
En Brasil, la agudización de la violencia urbana en las favelas llevó a distintos gobiernos a incorporar a los militares en el control del crimen organizado y la lucha contra el narcotráfico. Entre 2011 y 2019 se registraron en ese país 21 incidentes que involucraron personal militar, y que resultaron en la muerte de 35 civiles. En similar período se han registrado 29.000 muertes de civiles por parte de la Policía. Por ello, a nivel legislativo se ha intensificado el debate sobre la exención de responsabilidad penal de los militares en el uso de armas de fuego en el cumplimiento de sus deberes.
Para 2014, en 19 de los 20 países de América Latina las fuerzas armadas habían realizado operaciones que involucraban seguridad pública, y en 13 de ellos estas mantenían programas regulares sobre seguridad ciudadana. Para ese año, 13 países de las Américas habían realizado operaciones contra el crimen organizado y el narcotráfico. Asimismo, en 14 países las fuerzas armadas habían realizado operaciones de control de crimen en las fronteras. A lo anterior se suman las experiencias recientes de involucramiento de los militares en tareas de seguridad pública en Europa (Italia, España y Francia, por citar algunos ejemplos), que también han sido objeto de análisis y evaluación.
Parecería preferible no involucrar a las fuerzas armadas en el control del orden público, salvo que se trate de muy específicas y serias amenazas a la seguridad interna. Si la autoridad pública toma la decisión de incorporarlas, resultaría extremadamente relevante establecer claros criterios sobre coordinación militar-policial, uso de la fuerza, control de identidad, arresto y custodia de civiles, procedimientos investigativos, y control interno y externo del actuar militar, entre otras materias. Indefiniciones en cualquiera de estos aspectos podrían no sólo afectar los derechos humanos de civiles inocentes, sino que además podrían debilitar a las propias policías en el cumplimiento de sus funciones.
Claudio Fuentes es doctor en Ciencia Política. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en Ciper.