Tragedia en Rivera, titulan algunos medios de prensa frente a la violencia machista, estructural y crónica que una vez más nos golpea fuertemente. Esta vez, dos niños pequeños, cruelmente asesinados por su padre, y una madre agonizando, aún sin saber el infierno que le espera si sobrevive. Horas después, una mujer de 28 años, trabajadora sexual, es apuñalada por desavenencias del momento. Nos matan como moscas. La frustración, la rabia, las ganas de quemar todo, la angustia y la desesperanza se apoderan de muchas personas, en su mayoría mujeres, que venimos trabajando sobre este problema desde diversos ámbitos (profesionales, académicos, sindicales, comunitarios, políticos, institucionales, internacionales, legislativos, jurídicos y sociales, entre otros).

Los avances que se han logrado en el abordaje del problema de la violencia hacia las mujeres, niños, niñas y adolescentes han sido muy importantes porque partíamos de cero, pero siguen siendo insuficientes frente a la magnitud del problema.

La visibilización del problema, las políticas y respuestas de abordaje, la legislación, la incorporación del problema en la agenda han sido resultado de los esfuerzos constantes e insistentes de los movimientos feministas. Estos avances han tocado los intereses de un orden social injusto, opresor, violento y discriminatorio. El machismo se ha visto interpelado y atacado por estos avances, pero no hemos logrado transformar esta ideología de muerte y violencia, esta ideología que promueve la cultura de la violación, la violencia feminicida, la explotación y la desigualdad.

Ya en 2017, la Comisión Interamericana de Mujeres (CIM) de la Organización de los Estados Americanos (OEA) advertía sobre movimientos reaccionarios, antiderechos, que pretendían frenar los avances en los derechos de las mujeres e infancias y adolescencias. Estos movimientos utilizan como herramienta la posverdad, que, según la Real Academia Española (RAE), implica la distorsión deliberada de una realidad en la que priman las emociones y las creencias personales frente a los hechos objetivos, con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales.

En el documento “Lineamientos interamericanos por la igualdad de género como bien de la humanidad”1 (CIM/OEA, 2017) se plantea que los discursos antiderechos en distintos países de la región utilizan una amplia gama de conceptos falsos y distorsiones de la realidad. Sus principales emisores son grupos religiosos de distintas iglesias, medios de prensa, profesionales de distintos ámbitos, organizaciones que dicen defender a la familia, organizaciones que se denominan como grupos científicos o de defensa de derechos, y los perfiles falsos en las redes sociales. Dentro de los discursos de posverdad más extendidos en la región sobre violencia basada en género se encuentra la posverdad sobre las falsas denuncias, el quebrantamiento del principio de inocencia y el exceso de derechos que hoy tienen las mujeres.

“La descalificación de una vida libre de violencia lleva a absurdas e inaceptables justificaciones de la violencia de género, convirtiendo a las víctimas en victimarias y encubriendo múltiples formas de abuso sexual contra niñas, niños, adolescentes e incluso violaciones sexuales de mujeres, dejando a los agresores en relativa o total impunidad. La absurda equiparación del feminismo con el machismo y la proliferación de la ‘feminazi’ o la idea del feminismo como revancha contra el patriarcado; la negación de la existencia de la violencia ‘de género’ y la magnificación exponencial del número de denuncias falsas de violencia que se presentan ante distintas instancias de justicia (que en realidad comprenden el 0,01% de las denuncias presentadas), o el llamado ‘síndrome de alienación parental’, que busca imponer la custodia compartida en casos de separación y divorcio para invalidar la existencia de la violencia doméstica y/o evitar el pago de pensiones” (CIM, 2017).

En estos últimos años, en Uruguay hemos venido sufriendo un embate de estos discursos antiderechos y de posverdad. La aprobación de la Ley 20.141 de corresponsabilidad en la crianza y la campaña actual para modificar la Ley 19.580 de violencia basada en género son dos ejemplos.

En los últimos tiempos hemos escuchado varios discursos descalificando y exponiendo a víctimas de violación, acusándolas de mentir, de estar arrepentidas de haber mantenido relaciones sexuales y por eso inventan haber sido violadas, entre otros absurdos argumentos. Hemos visto cómo se intenta justificar un delito execrable como la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes diciendo que los señores poderosos fueron engañados por las adolescentes lascivas.

Preocupa que en un país donde aumentan los femicidios, donde las denuncias no decrecen, donde las infancias son asesinadas por sus progenitores, donde la violencia sexual es una constante se pretenda desmantelar una ley que es de las pocas herramientas jurídicas que tenemos las mujeres, niños, niñas y adolescentes. Preocupa que se pretenda convencer a la población de que la Ley 19.580 es injusta, que perjudica a los varones y ampara a mujeres despechadas y mentirosas que te mandan preso cuando quieren, con sólo decir “fulanito me violó”. Sostener estas premisas es una canallada, una vil mentira que sólo les es funcional a los violentos, violadores, femicidas, explotadores. La Ley 19.580 establece garantías para todas las partes, establece protección para las víctimas, establece medidas para prevenir y erradicar la violencia basada en género, pero el sistema político nunca tuvo voluntad de financiarla.

El machismo se ha visto interpelado y atacado por estos avances, pero no hemos logrado transformar esta ideología de muerte y violencia.

Es una ley que se está aplicando con mínimos recursos materiales y humanos y, en muchos casos, con recursos no calificados. No alcanzan los peritos, los equipos técnicos, los defensores de oficio, los y las juezas están desbordados de casos graves y complejos, no hay formación continua en la temática, ni una formación académica básica en las universidades que garanticen que todo profesional tenga conocimientos sobre la violencia basada en género y la violencia hacia las infancias y adolescencias. Dicen que la mejor forma de encajonar un problema es armar una comisión para tratarlo. En este caso, la mejor forma de hacer que una ley no se aplique o se aplique de una forma inadecuada, generando injusticias, riesgos, desprotección y reproducción de la violencia, es retaceándole recursos.

Cabe hacernos la pregunta de por qué el sistema político nunca tuvo voluntad de financiar la Ley 19.580. No es posible financiar una parte, hay que financiar toda la ley para que realmente se pueda avanzar.

Uruguay es un país machista y lo es en forma democrática: el machismo atraviesa los diferentes partidos políticos, los territorios, las profesiones, los contextos socioeconómicos, los niveles educativos y las comunidades, entre otros. Transformar el machismo implica construir relaciones de igualdad y eso implica transformar relaciones de poder opresivas, implica cuestionar los modelos hegemónicos, la subjetividad, las identidades, los privilegios, las concepciones supremacistas y de dueñidad.

El sistema político ha sido un activo reproductor de este machismo y los acontecimientos de múltiples denuncias en filas de diversos partidos y las reacciones que se han suscitado dan muestras de ello. Pero lo que resulta más revulsivo es la falta de ética de muchos actores políticos que se rasgan las vestiduras cuando la violencia de género aparece en las filas opositoras y salen indignados a buscar réditos con un problema grave al que nunca le han dado prioridad, presupuesto y jerarquía. O tienen el descaro de decir que la Ley 19.580 hay que modificarla cuando no le han dado los recursos necesarios para una correcta implementación. O son tan indecentes que usan las denuncias de violencia de género para atacar a sus oponentes o silencian a las víctimas, tratándolas de mentirosas o malintencionadas para proteger a sus correligionarios. Algunas voces que se escuchan en forma reiterada pretenden convencernos de que hoy son los varones quienes están siendo discriminados, que las mujeres nos pasamos de “rosca”, que ahora las víctimas de violencia son los varones y las victimarias somos las mujeres. Es un discurso que toma situaciones puntuales y con ellas pretende hacernos creer que hoy las mujeres tenemos el poder de denunciar a cualquier varón y, sin mediar nada, destruirlo.

Pero la población no se deja manipular; cada 8 de marzo la gente sale a las calles en todo el país a manifestar su indignación en forma masiva. A manifestar su hartazgo de tanta violencia y discriminación hacia las mujeres y exigir compromisos reales.

El enfrentamiento de las violencias hacia las mujeres, niños, niñas y adolescentes y la promoción de la igualdad de género deberían trascender las trincheras político partidarias y convocar a un pacto social amplio que involucre a los partidos políticos, sindicatos, colectivos profesionales, comunidades, organizaciones sociales, estudiantiles, empresariales, culturales, entre otras.

Lograr un pacto social amplio con el objetivo de transformar el machismo y transformar las relaciones de poder patriarcales es urgente. Ponernos de acuerdo en algunas medidas de mínima también; algunas de ellas deberían ser: crear un Ministerio de Igualdad y una política nacional de enfrentamiento de las desigualdades de género y la promoción de una vida libre de violencia; blindar la Ley 19.580 y aprobar el presupuesto necesario para que se implemente adecuadamente, y derogar la Ley 20.141 de corresponsabilidad en la crianza.

Cada año, el 8 de Marzo nos muestra que somos muchas, muchísimas, las personas que queremos una sociedad libre de machismo, violencia y opresión.

Andrea Tuana es licenciada en Trabajo Social, magíster en Políticas Públicas y Género, y directora de la ONG El Paso.