El domingo 21 de abril, la consulta popular convocada por el presidente, Daniel Noboa, tuvo resultados mixtos. En una votación bastante homogénea a lo largo del país, el pueblo ecuatoriano aprobó las nueve preguntas sobre seguridad y rechazó las dos preguntas sobre economía: la legalización de la contratación por horas y la constitucionalización del arbitraje internacional de inversiones, comercio y deuda.
Un día antes, anticipándose a los resultados, el oficialismo hizo público un comunicado en el que culpaba a uno de los partidos aliados –el movimiento Construye, liderado por María Paula Romo, ministra de gobierno de Lenín Moreno– por la inclusión de la pregunta sobre la contratación por horas, la más polémica del paquete de reformas constitucionales y una iniciativa que el propio Noboa había rechazado durante la campaña. Aunque el gobierno nunca pudo disimular que la consulta fue convocada exclusivamente con fines de legitimación electoral, con miras a las elecciones de febrero de 2025, a la luz de los resultados es difícil interpretar la votación como un apoyo incondicional al gobierno.
Noboa sí recibió un espaldarazo a su agenda de seguridad. Está claro que el electorado confía en que el aumento de penas, la participación permanente del Ejército en el combate contra el crimen organizado y la limitación en el ejercicio de las garantías constitucionales para los detenidos contribuirán decisivamente a devolver algo de tranquilidad a las calles, aquejadas por un incremento sin precedentes de la violencia criminal desde hace tres años. En este marco, en medio de una promocionada crisis fiscal, el gobierno decidió priorizar el gasto de más de 60 millones de dólares en una consulta popular convocada fuera del calendario electoral, para aprobar herramientas legales nuevas para combatir la delincuencia. Las urnas respaldaron el diagnóstico y la promesa de Noboa, el hijo del magnate bananero Álvaro Noboa, que llegó a la presidencia en noviembre de 2023 tras la salida anticipada del poder del banquero Guillermo Lasso. Aunque sea perfectamente claro que el problema central no es la fragilidad de las penas sino la impunidad –los criminales no salen libres tras cumplir condenas demasiado bajas, sino que nunca llegan a ser apresados–, el relato de la mano dura, con cierta estética tomada del salvadoreño Nayib Bukele, ha calado en la opinión pública.
El problema de fondo es que las cifras de homicidios no han disminuido significativamente. Dos alcaldes de zonas mineras del sur del país fueron asesinados en las vísperas de la consulta popular. El detalle decisivo es que en todo este período de crisis de seguridad, desde febrero de 2021, se han decretado 15 estados de excepción, es decir, los militares están en las calles junto a la Policía desde hace tres años de manera casi ininterrumpida. Justo lo que la consulta popular busca facilitar. Medidas como la autorización para usar material bélico decomisado a las bandas criminales o la tipificación como delito de la tenencia de armas de uso exclusivo de las fuerzas del orden, algo que ya existía en la legislación, tampoco suenan especialmente imaginativas para combatir el crimen organizado.
Fundado en el mismo diagnóstico y en la promesa de pacificación, el gobierno mantiene elevadas cifras de apoyo social. La respuesta hay que buscarla, en gran parte, en lo ocurrido en enero de este año. Toda la imagen del gobierno está marcada por los acontecimientos del 9 de enero, cuando se produjo un “pico” sin precedentes en la violencia criminal: tomas simultáneas de seis cárceles el día anterior, una decena de coches bomba artesanales en ocho provincias, secuestros de policías y la toma de un canal de televisión público por un grupo de adolescentes vinculados al crimen organizado. Ante la conmoción social producida, el gobierno decretó la existencia de un “conflicto armado interno” para combatir a 22 grupos del crimen organizado, lo que produjo un momentáneo retraimiento de la violencia en las calles. La razón de esta reducción probablemente recae en una estrategia de repliegue de las principales bandas criminales luego de que provocaran el desborde de incidentes del 8 y 9 de enero con el fin de facilitar la fuga de dos de sus principales dirigentes de las cárceles en las que estaban detenidos, uno en Riobamba y otro en Guayaquil: Fabián Colón Pico, líder de los Lobos, recientemente recapturado, y Adolfo Macías, alias Fito, el líder de la banda de Los Choneros, ligada al cartel de Sinaloa.
Envalentonado por este éxito efímero, el gobierno se ha dedicado a multiplicar los golpes de efecto. El mayor y de más hondas consecuencias fue la invasión policial a la embajada de México para apresar a Jorge Glas Espinel, exvicepresidente de Rafael Correa y de Lenín Moreno, condenado por recibir 18 millones de dólares de los sobornos de la firma brasileña Odebrecht y refugiado en esa legación. Además del bochorno diplomático de proporciones planetarias, la operación significó la ruptura de la alianza política que mantenía el gobierno con el correísmo en el Parlamento. Noboa decidió que ya no necesita la Revolución Ciudadana, la fuerza del expresidente Correa, exiliado en Bélgica.
Las principales leyes que promovía el nuevo gobierno conservador ya han sido aprobadas, a veces recurriendo a los votos correístas, a veces sin ellos, como cuando consiguió la aprobación del tratado comercial con China. Es probable que entre los cálculos gubernamentales para llevar a cabo una violación tan obtusa de una de las más apreciadas reglas de la diplomacia internacional haya figurado la conveniencia de acercarse decididamente al voto anticorreísta atacando a la figura más desprestigiada de ese espacio político. Fue un acto de fuerza ilegal del joven presidente que le granjeó, sin embargo, popularidad en el ámbito doméstico.
Otro golpe de efecto ocurrió más recientemente, cuando tras tres meses de inoperancia, lentitud e imprevisión, el país se vio nuevamente sometido al racionamiento de energía eléctrica, esta vez, sin previo aviso y con el gobierno haciendo uso del eufemismo de la “desconexión” en lugar del corte de electricidad. Enseguida, Noboa impulsó un juicio político contra su propia ministra de Energía, Andrea Arrobo, y otros 22 funcionarios, en medio de acusaciones de boicot y sabotaje en complicidad con el crimen organizado. Uno de sus más autorizados voceros llegó a denunciar que se habían abierto deliberadamente las compuertas de la presa Mazar, en el sur del país, para vaciarla e impedir su funcionamiento. La citada presa carece de compuertas. Una bravuconada que replica en el ámbito local el papelón ganado a pulso en la arena internacional.
Sin resultados prácticos en la agenda de seguridad, en la que hoy tiene mayor apoyo popular, la agenda económica de austeridad, que incluye un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y que concitó un apoyo ostensiblemente menor, posiblemente tambalee. El tiempo corre en contra de Noboa. Pero el ambiente de inseguridad, el miedo y la desesperación corren a favor de la búsqueda de orden a cualquier precio.
Pablo Ospina Peralta es historiador y docente ecuatoriano. Una versión más extensa de este artículo se publicó originalmente en Nueva Sociedad.