El historiador francés Marc Bloch sostenía que ciertamente no podíamos modificar el pasado pero sí podía evolucionar nuestro conocimiento sobre él. En ese sentido planteo lo siguiente, referente a nuestra rica y digna historia oriental.

El 19 de agosto de 1975, un decreto firmado por Juan María Bordaberry y Ravenna instituyó el 18 de mayo como fecha para celebrar el Día del Ejército Nacional. La iniciativa surgió desde el Comando General del Ejército porque dicha institución no tenía un determinado día para que se le recordara y honrara.

Sugerían el 18 de mayo entendiendo que la Batalla de Las Piedras había sido la “primera victoria por la independencia de la patria” y que constituía “un símbolo del valor y habilidad en la conducción, puestos de manifiesto por el Ejército oriental en el marco de las operaciones terrestres”.

Apuntemos que según orden de la Inspección General del Ejército 197, del 13 de abril de 1937, cada 18 de mayo se debía celebrar el Día del Soldado. Ignoramos si en 1975 las autoridades sabían eso y a propósito dejaron que coincidieran las dos celebraciones.

Evidentemente algo se desconectó, porque en 2002 el Comando General del Ejército gestionó que se estableciera el 24 de mayo como Día del Soldado Oriental. El argumento para el pedido expresaba que ese día de 1811 marcaba “el acontecimiento histórico de mayor relevancia y antigüedad, al fallecer el capitán Manuel Antonio Artigas, a consecuencia de las graves heridas que sufriera durante el Combate de San José, que tuvo lugar el 26 de abril de dicho año durante la primera campaña del general don José Artigas”. Eso nos induce a pensar que alguien en 2002 no conocía que ya había un Día del Soldado que se celebraba cada 18 de mayo desde 1937 y que desde 1975 coincidía con el Día del Ejército.

Aprobando todo, el expresidente Jorge Batlle firmó un decreto el 29 de octubre de 2002. Constaba de tres artículos y el último rezaba: “La presente disposición deja sin efecto las existentes al respecto a nivel de la Fuerza”; lo que da a entender que sí sabían lo de 1937 y entonces de esta manera eliminaban aquella resolución y se ordenaba mejor el mes de mayo, quedando “libre” el 18 sólo para celebrar la Batalla de Las Piedras y el 24 para el soldado (agregando la palabra “oriental” y la frase “a todos los caídos gloriosamente en cumplimiento del deber militar, en todas las épocas, circunstancias y lugares”).

Quedaba más claro. Sí, pero no. Hace 14 años el gobierno encabezado por José Mujica entendió que ese tercer artículo de 2002 no dejaba “sin efecto las disposiciones existentes al respecto a nivel de la Fuerza” y por tanto el Día del Soldado de 1937 (celebrado el 18 de mayo) seguía vigente.

Así que, pretendiendo aclarar, dejaron el 18 de mayo para la batalla y para el ejército y quedó el 24 para el soldado, pero con otro nombre: “Día del soldado caído en acto del servicio” (lo de “en cualquier tiempo y circunstancia” se mantuvo).

Quien lea pensará que no hay nada de malo en todo este cuasi entrevero. De malo nada, pero sí de errado. La Batalla de Las Piedras no fue la “primera victoria por la independencia de la patria”. Porque en aquellos días no se perseguía la “independencia”, y la “patria” no era Uruguay (por supuesto) ni tampoco la Banda Oriental.

En forma sencilla y resumida, revisemos. En mayo de 1810, en Buenos Aires, se instaló una revolución clásica y típica. Había circunstancias geopolíticas que la impulsaban (invasiones inglesas al Río de la Plata e invasión de Napoleón a España, amén de razones económicas); había sustento ideológico (el joven ilustrado Mariano Moreno con sus ideas rousseaunianas); había quienes sin ser militares organizaban y dirigían estrategias de lucha armada (el terrateniente Cornelio Saavedra y el abogado Manuel Belgrano); y había un enemigo declarado: Francia invasora y españoles que no supieron evitarlo. Y había poder económico que suministrara recursos esenciales como dinero para sueldos, armas y municiones: eran los hacendados dueños del alimento vacuno y sobre todo de las caballadas, que eran tal cual tanques y F-16 juntos.

Cuando gritaban “¡libertad!”, no se referían a la libertad respecto de España; cuando decían “nuestra patria” ¡era España!, la de los reyes católicos, la de la brillante rojigualda, la de los cintillos celestes y blancos, la que “le pertenecía por mandato de Dios” (en Europa y América) al rey.

Quienes estaban dispuestos a morir por “su patria” eran españoles; Artigas era español; todos eran súbditos, tanto si habían nacido en Potosí, Montevideo, Buenos Aires o Lima. Lo de mayo de 1810 fue un gran lío entre españoles que pugnaban por demostrar quién era más fiel a su rey “deseado” (y también defendían sus bolsillos).

América se consideraba parte de España y por aquí los patricios revolucionarios porteños intentaban contagiar el ardor de la causa que entendían justa, porque en ausencia del rey el poder estaba en manos del pueblo, hasta que este regresara; mientras, ese pueblo debía formar juntas gubernativas en todas las ciudades importantes. En cierto modo, todos aceptaban ser circunstanciales vasallos autónomos. El problema fue cuando las juntas europeas quisieron mandar sobre las americanas y allí se armó trifulca. “Los de acá” no reconocían a “los de allá”, fuesen de Aranjuez o de Cádiz. Además, desde 1806 y 1807 “los de acá” tenían al tope la autoestima porque demostraron que solos podían vencer a un enemigo poderoso (los ingleses).

Volvemos a lo de típica revolución, donde había, además de lo que nombramos, propaganda, acuerdos, intrigas, astucias, confusiones, certezas, pasiones, afirmaciones y desmentidos, noticias (verdaderas y falsas), planes y contraplanes (llamémosle a todo “conspiraciones”). Eso había en los pueblos que conformaban la Banda Oriental, que se extendía al oriente del Paraná, llegando hasta el océano, con el Uruguay como una gran carretera al medio.

Montevideo –que era el gran apostadero naval del sur– se aislaba en sus murallas y en su fidelidad a las cortes. La “grieta” era grande y grave. El dilema shakespeariano era si apoyar o no a la “Junta Provisional Gubernativa de las Provincias del Río de la Plata a nombre del Señor Don Fernando VII” (su verdadero nombre). Todas las comunicaciones a la junta debían ser dirigidas a “V. E.”, o sea, Vuestra Excelencia, tal como si fuera al rey (la junta estaba en la máxima categoría de poder).

La Batalla de las Piedras no fue la “primera victoria por la independencia de la Patria”. Porque en aquellos días no se perseguía la “independencia”, y la “patria” no era el Uruguay.

Los españoles de esta Banda iban volcando sus preferencias a favor de Buenos Aires. Los de Montevideo tenían un solo plan: eliminar a los revolucionarios. Para ello controlaron ríos y mandaron a “las afueras” a cuanto militar tenían, y entre ellos se distinguía un tal Artigas, un blandengue respetado por sus pares y temido por sus enemigos. Conocía muy bien estos pastos y la idiosincrasia de sus habitantes. El ancho campo era su casa. Sumiso a la disciplina militar, pero a la vez atento a lo que sucedía en su entorno tanto cercano como lejano. Si hubiese desertado antes del 15 de febrero de 1811, estaba en el ejército de Belgrano distinguiéndose en Paraguay, como su primo Manuel Antonio.

No era el capitán Artigas el que incitaba a plegarse a Buenos Aires; era uno más de los que se iban convenciendo. En Colonia tomó la gran decisión de su vida: pasarse a la revolución. Y allá fue a ofrecer su espada donde lo estaban esperando. Enfiló al norte comunicando a cada paso sus planes a los que ya coordinaban acciones militares en aquel febrero. Pasó por Mercedes, Paysandú, Concepción del Uruguay, Nogoyá y Santa Fe. En el fuerte porteño lo recibieron con beneplácito y quedó subordinado a Belgrano, que estaba regresando de Paraguay, derrotado. Era don Manuel el encargado de dirigir la revolución en los pueblos orientales, pero demoró su regreso por enfermedad y contratiempos climáticos; por eso Buenos Aires mandó a Artigas, quien volvió por el mismo camino a la inversa (bien lo describen las grandes estudiosas Ardao y Capillas en 1954).

Mientras tanto, el gobernador de Montevideo, Juan Ángel de Michelena, desde Concepción del Uruguay enfilaba sus proas a Colonia para intentar controlar la situación que, sin Artigas, se complicaba. Pero ya era tarde. En las orillas del arroyo Asencio, el 28 de febrero, había sido encendida la llama inapagable. Artigas cruza a principios de abril por Paysandú, y a poco estaba en Mercedes junto a José Rondeau, organizando las enardecidas huestes. Recluta más gente y ordena. Esperó a su jefe Belgrano, que también pasó por Paysandú y llegó a Mercedes con un reducido grupo, donde venía el bravo Manuel Antonio Artigas. Está horas en Mercedes; coordina planes con Artigas y Rondeau para luego dirigirse a Colonia, pasando exitosamente por Colla. No llegó a destino porque debió volver a Buenos Aires para ser juzgado por su derrota en Paraguay. Artigas organiza la partida hacia Montevideo mientras su primo y Venancio Benavídez van a tomar San José. Lo logran el 25 de abril y allí es herido Manuel Antonio, que fallece el 24 de mayo.

Lo que sigue a Las Piedras es conocido, hasta que llegamos a enero de 1814 y el rompimiento definitivo con los porteños. Artigas abandona Canelones y en su “marcha secreta” se dirige a Belén. Ya no hay vuelta atrás en las relaciones con una Buenos Aires muy distante de aquella primera junta. En apenas tres años habían pasado golpes de Estado, asesinatos y muchos cambios en la dirigencia. Se habían descargado ríos de tinta antagónicos en el órgano oficial más difundido, fundado por Moreno en 1810, La Gazeta de Buenos Aires.

En esa “guerra al directorio” porteño es donde actúa por primera vez el verdadero ejército patriota que enarbola los pendones del federalismo, enfrentándose a quienes pretendían un gobierno centralista y unitario. Fue el triunfo de Torgués contra Hilarión de la Quintana, el 13 de febrero de 1814 en la Batalla del Paso de Gualeguaychú, el bautismo de fuego de aquel nuevo ejército. Desde Belén, Artigas dirigía acciones en ambas orillas del Uruguay. Los “orientales” estaban tanto en el territorio de Entre Ríos como en la Provincia Oriental, juntos, con un único jefe político y militar legitimado por el pueblo, cuya autoridad emanaba de él y cesaba ante su presencia soberana. A pocos días sucede la segunda victoria de este ejército oriental, cuando Torgués, Hereñu y León Sola derrotan a Von Holmberg en El Espinillo, a 25 kilómetros de la Bajada del Paraná.

Bien clasifica las campañas militares de Artigas el destacado docente teniente coronel Juan Vázquez en su ensayo Artigas conductor militar, de 1953. Las nombra como: campaña de Las Piedras (1811 a 1814); campaña contra Buenos Aires (1814 a 1815); campaña contra Portugal (1816 a 1820) y campañas navales (sin período definido). En el preclaro texto de Vázquez no se omite la primera condición de militar español de Artigas y su deshonra al haberse convertido en desertor, pero también destaca el acierto de que se haya plegado a la revolución, que “ya sin Moreno nunca hubiese triunfado plenamente”.

Esa campaña de Las Piedras fue asunto entre españoles. La Batalla de Las Piedras fue decisiva en esa disputa. Artigas demostró allí su capacidad y humanidad, pero nada tiene que ver “nuestra independencia” con eso; ni con la independencia de España; ni con el ejército oriental, porque ese primer gran ejército improvisado fue juntista y a mucho honor llevaba sus blancas banderas fernandistas.

El homenaje al ejército oriental debería hacerse el 13 de febrero y celebrarse en conjunto con Entre Ríos. Sería más adecuado a la historia. La Batalla de las Piedras debería enseñarse y celebrarse como uno de los hitos fundamentales en la intensa y variada vida de nuestro indiscutido prócer, sin duda un morenista y federal, un Washington del Sur, un hombre de mayo. Por ello, en 1816, gobernando desde Purificación, ordenó que el 25 de mayo se celebrara con alegría y fastuosidad, inaugurando así las “fiestas mayas”.

Está bien que el Día del Soldado sea cuando muere Manuel Antonio Artigas, primer mártir revolucionario fernandista, caído en batalla al oriente del Uruguay, y esto puede entenderse genéricamente como la génesis de nuestros soldados y su entrega. Los argumentos que se dan en 2002 para el decreto no entreveran nada de independencia ni de patria; dicen simplemente lo correcto: que el combate de San José fue “durante la campaña del general José Artigas, previo a la Batalla de Las Piedras”.

Los hombres de mayo también entendieron que era importante homenajear a Manuel A Artigas. Al cumplirse el primer aniversario de la revolución erigieron un pequeño obelisco ubicado en la Plaza de la Victoria. La muerte de Manuel fue apenas 24 horas antes de eso y conmovió a todos. Cuando se asentaban la mezcla, los ladrillos y el corazón hueco de madera del sencillo obelisco que ya todos habían bautizado (para siempre) como Pirámide de Mayo, los juntistas resolvieron colocar al pie de ella una placa donde figuraran los nombres de los primeros caídos por la causa, uno de cada lado del río Uruguay: Felipe Pereyra de Lucena y Manuel Artigas. No pudieron juntar fondos y luego las ganas y los hombres eran otros, y no se concretó. Recién en 1891 se pudo hacer la placa y colocarla gracias a la insistencia de los familiares de Pereyra de Lucena. La pirámide era otra, más grande y hermosa, coronada por una estatua de la libertad (desde 1856).

En 2019 el insigne monumento, agotado por la intemperie, las malas intervenciones y el vandalismo, fue recuperado. Hoy luce su esplendor resguardado con sólidas rejas, pero se olvidaron de recolocar el bronce que en 1891 habían pagado de su bolsillo los familiares de Pereyra de Lucena. Se puede haber “perdido” durante los trabajos (aunque no es tan fácil, pues tiene 85 x 57 cm). Si la ausencia de la placa es por decisión, sin duda es equivocada. Sería justo que nuestros gobernantes (ambos, y buenos vecinos) lograran reparar el daño.

En definitiva, todo este pío es claramente tardío plantearlo ahora, pero esperamos que para el año próximo se puedan corregir estos inequívocos equívocos.

Andrés Oberti es investigador.