“Madre mía, vete dentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y la rueca. El relato –mythos– estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa”. Esto decía Telémaco, hijo de Penélope y Odiseo, a su madre luego de que ella descendiera de sus aposentos privados a la sala pública y en ocasión de la presencia de sus pretendientes en la puerta del palacio.
Quizás sea en esta escena de La Odisea de Homero donde se ve el primer caso documentado en la cultura occidental de la minimización, infantilización y vulneración de la figura de una mujer. Esa necesidad de silenciarla, menospreciarla, va en línea con una realidad que ha imperado durante diversas épocas: las mujeres como receptoras pasivas del desarrollo, desprovistas de toda capacidad para decidir y aportar y sólo vistas como sinónimo de madres, de cuidadoras; las mujeres silenciadas, con actividades propias y esperables en el ámbito doméstico, sin injerencia ni capacidad de influir en la vida pública.
Tres mil años después y gracias a la lucha profunda y sostenida que hemos dado las mujeres, ha habido cambios sustanciales, pero es indudable que resta mucho camino por recorrer, a la vez que es indignante que luego de tanto tiempo sigamos insistiendo en el reconocimiento de nuestros derechos. Lamentablemente la lucha no ha caducado y aún hoy continuamos reivindicando nuestro lugar en la vida pública.
En este sentido, es importante analizar la calidad democrática considerando esta perspectiva como elemento fundamental en el análisis, pues la realidad es que las mujeres necesitamos de democracias sólidas y plenas para acceder a lugares de decisión.
Uruguay es reconocido como un país destacado en la región y en el mundo por su calidad democrática. Incluso ostenta estar entre las 23 democracias plenas del mundo, según la catalogación de The Economist. Aun así, todo indica que resta un camino intenso por recorrer vinculado a la representación efectiva, y sin nosotras no hay una democracia realmente representativa ni plena.
Vivimos en un país que tiene una población compuesta por 48% de hombres y 52% de mujeres; sin embargo, las mujeres estamos subrepresentadas casi sin exclusiones en todos los ámbitos de decisión.
Esta realidad no es exclusiva del mundo político partidario, sino un rasgo estructural de nuestro país, que está atravesado por nudos constitutivos de las relaciones desiguales de género: los patrones culturales, la desigualdad económica, la división sexual del trabajo y la concentración del poder.
Esto se puede ver en el sector privado, ya que sólo 11 de los 96 altos cargos de las 19 principales cámaras empresariales son ocupados por mujeres; también en el mundo cooperativo, donde el lugar que ocupan las mujeres en la toma de decisiones –dentro de las diferentes organizaciones que nuclean cooperativas– alcanza un magro 25% de los lugares de dirección; o en los sindicatos, ya que a pesar de generar medidas tendientes a ampliar la participación, encontramos el Secretariado Ejecutivo del PIT-CNT formado por sólo 35% de mujeres, lo que se agrava en la mesa representativa, pues la participación femenina desciende a 21%.
Sucede algo similar en nuestra Universidad de la República, donde hemos asistido a la designación de decanos hombres desde 1849, por lo que en las 49 rectorías que se han dado a lo largo de la historia, ninguna ha tenido a una mujer como protagonista. Esto resuena como una contradicción aún más difícil de aceptar cuando se incorpora en el análisis que las mujeres representamos mayores logros educativos que los hombres en todos los niveles. De hecho, en lo que respecta a la Universidad, dos de cada tres egresados/as universitarios/as somos mujeres, y si bien somos más de la mitad de los cargos docentes (54%), a medida que se asciende a un mayor grado, hay una menor presencia. Por ejemplo, dentro del grado 5, las mujeres somos sólo 34%.
Poniendo la lupa sobre el sistema político
En el Poder Ejecutivo, la participación de las mujeres ha sido realmente muy baja. La historia lo ha demostrado, cuando en 1828, luego de la Convención Preliminar de Paz, se crearon algunos de los que serían los primeros ministerios, como es el caso de la cancillería, por la que pasaron más de 100 hombres y ninguna mujer. Desde ese entonces a esta parte ha habido poco más de 20 mujeres ministras en la historia. Prueba de esta relación marginal son los datos de este gobierno, que inició el período con dos mujeres ministras y lo cierra con tres de un total de 14 ministerios. Esto nos posiciona en el lugar 35 de los 39 países de América Latina y el Caribe analizados bajo esta variable por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal). El promedio de mujeres ministras en la región casi triplica los valores de Uruguay.
Además de la cancillería, hay otras carteras que históricamente nunca fueron ocupadas por mujeres, como es el caso del Ministerio de Ganadería y el Ministerio de Transporte. No hace falta aclarar la relevancia de los gabinetes para la definición de las políticas públicas del país y, por lo tanto, la falta de riqueza que genera este sesgo de subrepresentación. Esto último ha sido evidenciado por diferentes estudios en el sector privado, donde se ha demostrado que cuando las mujeres están presentes en los directorios de las empresas, mejora la rentabilidad, disminuye el riesgo, hay mayor probabilidad de tomar decisiones innovadoras, de invertir en investigación y desarrollo, de superar a sus competidores, etcétera.1
Para el caso de las intendencias, en lo que implica el segundo nivel de gobierno, las mujeres recién pudieron acceder a liderarlas casi un siglo después de su creación, quebrando ese techo de cristal en 2009 con la elección de Ana Olivera (Montevideo, Frente Amplio), Patricia Ayala (Artigas, Frente Amplio) y Adriana Peña (Lavalleja, Partido Nacional). A más de diez años de ese hito, la representación de mujeres en las intendencias ha sido marginal, contando actualmente sólo con dos mujeres intendentas del total de 19 intendencias (10,5% de representación).
Lo que sucede en el Poder Legislativo termina de comprobar a nivel del sistema de partidos las serias dificultades que tenemos las mujeres para acceder a espacios de relevancia. En los últimos comicios, con la ley de cuotas vigente, las mujeres electas senadoras y diputadas representaban sólo el 19,2% del Parlamento uruguayo, porcentaje que alcanzó algo más del 23% cuando algunos representantes hombres pasaron a ocupar cargos en el Poder Ejecutivo. Nuevamente, bastante rezagados del promedio latinoamericano, que es del 36%. Esta situación hace que estemos en el puesto 96 en el ranking de la Unión Interparlamentaria que muestra la presencia de legisladoras, y visibiliza lo lejos que estamos de gran parte de los países de la región y del mundo.
La bancada que tiene más legisladoras es la del Frente Amplio (32,7%) debido a que, en 2019, por primera vez, aplicó de manera voluntaria la paridad en la conformación de sus listas, lo cual lógicamente impactó en el resultado de la conformación de su bancada. Esto muestra que, incluso bajo la aplicación de la paridad, se está muy lejos de lograr una participación equitativa porque hay lógicas que se mantienen, por ejemplo, que las listas –a pesar de respetar la paridad– continúen siendo encabezadas por hombres, por lo que la probabilidad de obtener la banca es considerablemente superior para ellos.
Asimismo, ya varios/as expertos/as han señalado algo que quienes habitamos los espacios políticos tenemos bastante claro: en la mayoría de los sectores partidarios en nuestro país existe un control masculino del poder, lo que determina el proceso de selección para el armado de las listas. Esto implica, como se ha señalado en otras oportunidades, que muchas veces la “suerte” de una mujer política no está relacionada con su militancia, su perfil o formación, sino que va directamente ligada a la “voluntad” de un hombre, por lo que aquellos discursos que aducen la relevancia de la meritocracia caen por su propio peso.
Se suma, además, la fraccionalización a la interna de los partidos, por lo que se vota por un partido X pero luego se elige una lista específica, lo que genera que muchos de esos sectores, traducidos en muchas listas, generen pocas bancas. Para el caso de los partidos que aplican la cuota, las mujeres somos mayoritariamente colocadas en el tercer lugar, por lo que aquellas listas que sacan pocas bancas no se ven impactadas por la cuota. En una lógica similar, cuando se aplica la paridad, a pesar de sus bondades, como se ha comentado, esta lógica donde los hombres mayoritariamente encabezan incide en el resultado final de las listas, sobre todo en aquellas que sacan pocas bancas o directamente una. Estas lógicas de funcionamiento asentadas en la cultura política les quitan efectividad a las herramientas.
El principal obstáculo para el avance de la paridad está en la interna de los partidos políticos, y no en la ciudadanía. De ahí la importancia y necesidad de implementar medidas afirmativas.
De hecho, se han hecho simulaciones y se ha detectado que, si existiera una ley de paridad y se aplicara el mismo criterio con el que se construyeron las listas de la última elección, la cantidad de mujeres legisladoras pasaría a ser entre 28% y 40% del total, aproximadamente.2 ¿Es suficiente? ¿Es lo justo? No, pero es un salto grande y muestra que, aun aplicando los mismos criterios de conformación, la cantidad de mujeres es superior. La paridad es necesaria, no hay dudas.
Hay vastos ejemplos y experiencias de otros países. Alcanza con cruzar el charco y conocer un poquito del proceso argentino, con una ley de cuotas que fue aprobada en 1991 y que le permitió al sistema ir madurando en esta materia y concluir hace siete años en una ley de paridad que genera, aun en un proceso de profundos retrocesos de la perspectiva de género por quienes ostentan buena parte del poder, una representación femenina del 45% en su parlamento nacional.
¿Y la opinión pública?
Uno de los últimos hallazgos relevados por una encuesta de Equipos Consultores junto a ONU Mujeres y recientemente divulgada, revela paradójicamente que 64% de la población uruguaya considera que debería haber más mujeres legisladoras. En esa misma línea, casi la mitad de la población (47%) se muestra a favor de “ir hacia una ley de paridad”. Esta variable, además, ha sido medida en otras oportunidades, lo que muestra un avance en términos del cambio cultural necesario para democratizar la representación. Ejemplo de ello es que hace apenas algunos años (2016) la población a favor de una ley de paridad era más de 10 puntos menos, rondaba el 35%.
Lo que muestran estos relevamientos es lo que ya muchas cientistas políticas han mencionado: el principal obstáculo para el avance de la paridad está en la interna de los partidos políticos, y no en la ciudadanía. De ahí la importancia y necesidad de implementar medidas afirmativas.
¿Por qué es tan difícil transitar por el camino de la paridad?
Quizás lo primero que hay que decir es que es un tema de poder. Aprobar una ley de paridad no va a generar que existan más bancas; se deberá reordenar la conformación, por lo que algunos varones van a tener que dejar sus lugares en las listas para las mujeres. Hoy tienen que votar mayoritariamente esto quienes se van a ver “perjudicados” por su instrumentación, lo que lo vuelve muy complejo. Máxime considerando las mayorías especiales que se requerirían para su sanción.
Esto da cuenta de los obstáculos reales que tenemos las mujeres que estamos en política, donde prácticas similares a las de Telémaco, que dio inicio a estas reflexiones, son bastante comunes. En la mayoría de los casos, y producto de la puesta en agenda de esos temas, no son palabras dichas de modo explícito, pero sí implícitamente mediante el silenciamiento, la infantilización, el uso del poder económico, la ridiculización, el aprovechamiento y toma de rédito sobre nuestros trabajos, mayores comentarios sobre nuestro aspecto físico que sobre nuestras ideas, la realización de reuniones y actividades en horarios imposibles de compatibilizar con la vida familiar.
Recordemos que las mujeres en Uruguay asumimos casi el doble de tiempo que los hombres el trabajo no remunerado, por lo que es realmente muy difícil compatibilizar esa doble jornada laboral que ya tenemos entre el trabajo remunerado y el no remunerado, con la militancia y las actividades políticas. Al decir del propio presidente: “Hay decisiones que se toman en la barra comiendo un asado y, por lo general, son reuniones de hombres”. Espantan estas declaraciones, pero básicamente visibilizan una realidad que es indisimulable y que nadie puede negar.
Cuantas más mujeres haya en política, mayores posibilidades de modificar esas prácticas, de cambiar estos formatos, de poner en agenda estos temas, de incomodar al statu quo. Por eso necesitamos tener mujeres feministas en la política, que trabajen por una igualdad de oportunidades real, donde la paridad sea pensada para la diversidad de espacios en la vida social, económica, política y cultural de nuestro país. Mujeres que les abran la puerta a otras mujeres.
De la vanguardia a ser los peores de la clase
Nuestro país ha sido reconocido por liderar una agenda de avanzada respecto de los derechos políticos de las mujeres en comparación con la región. El 3 de julio de 1927, en un plebiscito para decidir la jurisdicción del pueblo de Cerro Chato, se registró por primera vez el ejercicio del derecho al voto de la mujer, tanto en nuestro país como en toda América del Sur. A pesar de ello, los avances posteriores han sido realmente muy magros y no se han traducido lo suficiente en una participación política efectiva, lo que genera los altos niveles de subrepresentación que se han mencionado.
Fuimos vanguardistas y hoy somos de los peores de la clase, lo que constituye una paradoja muy evidente: las mujeres tenemos que dejar de ser destinatarias para ser protagonistas. Necesitamos modelos, referencias en la vida pública que permitan, sobre todo a las nuevas generaciones, naturalizar que ocupar esos lugares es realmente posible.
El primer Parlamento del retorno a la democracia no tuvo ni una sola mujer electa titular en ninguna de las dos cámaras. Tantos años después de eso, tantos aprendizajes, y estamos con un magro y tímido 20% de mujeres legisladoras.
Aún hoy persisten en la sociedad, y ni que hablar en todos los partidos, quienes creen que no son necesarias acciones afirmativas para reducir considerablemente las brechas de género. Por eso, justamente por eso, hay que mostrar la evidencia sobre esas desigualdades y sus impactos.
El punto estará en comprender, de una vez por todas, que trabajar por estos temas beneficia a la población en su conjunto, no a las mujeres, sino a todos y todas; al Uruguay todo, a sus posibilidades de desarrollo, a su calidad democrática. Porque todas las mujeres, todos los niños y niñas, todas las Penélopes que existen tienen que saber que no están solas, que no deben callarse, y que no, el gobierno de la casa ya no es propiedad única de Telémaco y Odiseo.
Mariana Chiquiar es directora del Centro de Ideas Rosa Luxemburgo, licenciada en Desarrollo, militante del Frente Amplio e integrante de la Dirección del Espacio Socialdemócrata Amplio.
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“The Business Case for Gender Diversity on Corporate Boards” (2018), Universidad de Harvard; “The Impact of Women on Corporate Boards” (2016), Universidad de California Berkeley; “Diversity Matters” (2015), McKinsey & Company; “The Gender Gap in Corporate Innovation” (2019), Universidad de Yale; “The Value of Diversity and Inclusion in the Workplace” (2019), Deloitte y otros. ↩
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https://lac.unwomen.org/sites/default/files/Field%20Office%20Americas/Documentos/Publicaciones/2021/09/ONU%20Mujeres%20mesa%20paridad%2020210830NikiJohnson.pdf ↩