Cada día levantarse cuesta más. En esta era de la “crueldad” como muchxs la denominan, parece un absurdo el reclamo frente a lo inadmisible. Toleramos de forma cotidiana hechos que hace poco tiempo parecían imposibles, oímos periodistas defender abusadores de niñxs, miramos en redes fotos de niñxs muertos como consecuencia de la guerra que se difunden como si fueran un meme o un video de esos que en loop sólo nos muestran lo anestesiadxs que estamos. Medios de comunicación dan la palabra a personas rancias que de forma elocuente hacen alarde del odio contra las disidencias, en particular contra personas trans. Eso no es libertad de expresión, es odio. Nos acostumbramos también a que personas en situación de calle, con adicciones, nos saluden en las esquinas, vivan ahí, mueran ahí y tampoco suceda nada, todo ello mientras vemos spots de los logros de un gobierno que utiliza el pinkwashing como forma de hacer política, una puesta en escena neoliberal de lo poco que les importan algunas vidas.
Estos días han sido especialmente duros. La semana pasada en Argentina cuatro mujeres fueron prendidas fuego durmiendo, tres de ellas murieron. En este caso se trataba de dos parejas de mujeres lesbianas y pobres. Y enfatizo lo de lesbianas y pobres, porque parece que nuestra vida, más si pertenecemos a clases populares, no es algo relevante. Representantes del gobierno argentino se ríen en silencio y niegan el odio, la excusa de la violencia general hace que se desdibujen las particularidades del horror y con ello habilitan –como sucedió en Brasil en el gobierno de Bolsonaro– no sólo discursos de odio sino de exterminio. Parece que existir en este mundo cada día más devastado y violento no permite el mínimo gesto de ternura que es acostarnos con nuestras parejas, sentir por un momento que el mundo detiene su maquinaria y que podemos existir sin miedo. Esto no fue posible para ellas porque alguien determinó que eso no podía tener lugar, un acto de odio brutal, donde un hombre hetero-cis sentencia una vez más qué existencias puede o no tolerar.
Siempre ha sido odio.
Hoy vamos a reivindicar la vida de Andrea, Pamela y Roxana, y con el llanto en nuestra garganta una vez más vamos a seguir existiendo y vamos a seguir construyendo lugares de ternura.
Los crímenes de odio contra las disidencias sexo-genéricas son un hecho del que no se habla y que se incrementa en América Latina y en el mundo. Día tras día, cientos de personas mueren asesinadas, colgadas, en cadena perpetua, por regímenes que por dogma, religión o política consideran nuestras existencias ilegítimas, otras, despreciables, eliminables. Tanto en la vecina orilla como aquí, tenemos que tolerar que la política cada día se vuelva eso: un escenario de odio, una multiplicador de violencias, un eco de lo más conservador y detestable. No hay instituciones de derechos humanos que nos defiendan, no hay lugar para nuestras voces en los medios y la presencia de ciertas personas disidentes se usan como chivos expiatorios de la política para seguir desacreditándonos, más aún para generar bandos de cuáles son las buenas y las malas disidencias.
Estamos acostumbradas al odio, ha sido el sentimiento que nos ha permitido levantarnos cuando nos dimos cuenta que no se trataba de nosotras sino del reflejo de una obscenidad cruel que extermina, ya la conocemos bien. Hoy vamos a reivindicar la vida de Andrea, Pamela y Roxana, y con el llanto en nuestra garganta una vez más vamos a seguir existiendo y vamos a seguir construyendo lugares de ternura, de cobijo, de encuentro, de amor porque nos podrán arrebatar la vida, la voz, desaparecer nuestros cuerpos –como ya lo han hecho antes– pero no podrán exterminar lo que somos, y pese a quien le moleste, acá estamos y no tenemos nada que esconder.