El 91% de los uruguayos se declaró muy o bastante feliz en 2022, cifra que está por encima de la media latinoamericana (87%) y la mundial (85%) y que ubica a Uruguay en el puesto 18, de acuerdo con el Estudio Mundial de Valores (EMV) presentado el pasado 9 de mayo. Por otra parte, el Índice Global de la Felicidad (IGF), elaborado y difundido por la ONU (entre otras organizaciones), coloca a nuestro país en el puesto 26 a nivel global en la escala de la felicidad, según el informe 2024.

El EMV detalla que para Uruguay “el aumento de la felicidad declarada se ha registrado en todos los segmentos de nuestra sociedad: Montevideo e interior, hombres y mujeres, estratos altos, medios y bajos, jóvenes y mayores de edad”. La felicidad, aparentemente, no presenta distinción de clase, sexo, localidad, edad o nivel socioeconómico en nuestro país. Y crece en relación a años anteriores.

La construcción de un ideal de la felicidad, que además puede medirse y relevarse, coloca a este concepto como un indicador importante en el bienestar de los ciudadanos a nivel mundial. De hecho, cada vez más países están adoptando la felicidad como un mecanismo clave para evaluar el bienestar de las personas. En nuestro país, por ejemplo, el EMV fue presentado por el Instituto Uruguay XXI, una agencia que promueve la imagen del país y las exportaciones e inversiones. En la presentación participaron la vicepresidenta de la República, Beatriz Argimón, la presidenta de la Cámara de Representantes, Ana Olivera, el diputado Pedro Jisdonian, por la Escuela de Gobierno, y el vicedirector ejecutivo de Uruguay XXI, Eduardo Rodríguez.

Asimismo, varios países del mundo han optado por recopilar datos estadísticos sobre la felicidad. Los gobiernos de David Cameron, en Reino Unido, y de Nicolas Sarkozy, en Francia, solicitaron en su momento introducir el concepto de felicidad nacional bruta como un indicador del progreso social y económico como complemento al PIB (Cabanas e Illouz, 2023). A partir de la crisis de 2008, más países, foros e instituciones políticas y económicas empezaron a recomendar la felicidad como un indicador relevante para tener en cuenta el progreso social y político.

Esta consolidación del ideal de la felicidad viene, en parte, de la ciencia de la felicidad, una disciplina fundada en 1998 que sostiene que la búsqueda de la felicidad es una cuestión natural que constituye el súmmum de la realización del ser humano (Cabanas e Illouz, 2023). En esta ciencia “hay numerosos presupuestos infundados, inconsistencias conceptuales, problemas metodológicos, resultados no probados y generalizaciones exageradas” (Cabanas e Illouz, 2023, p. 18), lo que hace en extremo complejo tomar como verdadero y objetivo lo que se afirma en sus estudios.

Cabe preguntarse, en este marco, de qué hablamos cuando hablamos de felicidad. En la EMV se hace la siguiente pregunta, de acuerdo al informe: ¿En general, usted diría que es muy feliz, bastante feliz, no muy feliz, nada feliz? El IGF, en tanto, elabora el índice en el marco de seis factores: PIB per cápita, apoyos sociales, esperanza de años de vida, libertad para tomar decisiones, generosidad y percepción de la corrupción. Más allá de los posibles problemas metodológicos de medir la felicidad y compararla, lo que me interesa más bien es la construcción del ideal de felicidad.

En sociedades cada vez más individualizadas, donde prima una idea de bienestar, felicidad y éxito de lo propio en constante competencia, la noción de un ideal de la felicidad también genera sus propias formas de malestar. De hecho, Lipovetsky (2007) señala que en nuestra actual sociedad las personas tienden a presentarse a sí mismas como felices porque declararse infeliz o estar mal es una ofensa hacia nosotros mismos, una vergüenza.

La cuestión con la utilización de la felicidad como indicador es que termina opacando otras problemáticas asociadas a lo económico y lo social, así como también establece una de carácter ideológico: la felicidad no distingue vinculaciones políticas, sino que es pospolítica en su construcción y en su entendimiento. Esto la convierte en un mecanismo ideal para nuestro tiempo, ya que no genera compromiso ninguno al presentarse como una idea más bien general. Y es que todos merecemos ser felices; pero ser feliz depende de cada uno.

La felicidad se ha inscripto en lo profundo del deseo social, pero es entendida desde una noción más bien individual. Al estar más allá de lo político, está también más allá de lo social. Por ende, se entiende algo que se alcanza solamente a través de lo individual y no de forma colectiva. Esto tiene relación con el creciente individualismo, propiciado por una lógica competitiva cada vez más consolidada y en expansión. Es decir, la noción de la felicidad está determinada por un conjunto de criterios que sólo pueden ser entendidos en el marco de la lógica sistémica en la que vivimos, de los valores asociados a ella.

Son varios los autores que, por ejemplo, sostienen que hay una correlación entre felicidad y narcisismo o felicidad e individualismo (Cabanas e Illouz, 2023). De hecho, estos autores señalan que no son pocos los estudios de la psicología positiva que aseguran que la principal variable que se relaciona con la felicidad es la del individualismo, más allá de los factores políticos, económicos o sociales.

En este marco, cabe destacar la otra cara que se ve en Uruguay en este contexto de felicidad: los problemas de salud mental y las cifras de suicidios que se presentan año a año, con la problemática que esto representa. Si bien es real que en 2023 se registró un quiebre de la tendencia, de acuerdo al Ministerio de Salud Pública, con la disminución de la tasa de mortalidad por suicidio (de 23,2 suicidios cada 100.000 habitantes en 2022 a 21,1 en 2023), son cifras elevadas que dejan a Uruguay sólo por debajo de Guyana y Surinam en América Latina.

Además, Uruguay es el país que más consume ansiolíticos sin prescripción médica respecto al resto de América Latina, y sólo es superado por Estados Unidos a nivel del continente, según el Informe Sobre el Consumo de Drogas de las Américas publicado en 2019 por el Observatorio Interamericano sobre Drogas (OID).

La felicidad se ubica para las personas no sólo como un espacio de posibilidad y realización, sino como una obligación en la que mostrarse feliz es una necesidad para estar satisfecho con la vida.

En un pedido de acceso a la información realizado por el diario El País, la Administración de Servicios Públicos del Estado (ASSE) indica que sólo en hospitales públicos se dispensaron de farmacia 1.042.840 recetas de benzodiacepinas [ansiolíticos] en 2021. En 2020 fueron 1.019.000 y en 2019, 1.012.884 (Milder, 2022). De acuerdo a este artículo de prensa, “profesionales uruguayos del campo de la psiquiatría y la farmacología alertaban hace ya más de diez años sobre el posible problema de salud pública que puede generar el uso extendido, la baja percepción de riesgo y el fácil acceso a las benzodiacepinas” (Milder, 2022).

La problemática del suicidio refleja un malestar comunitario en el que el debilitamiento de instituciones sociales que favorecen la cohesión comunitaria juega su papel (Hein, 2023). En este marco de creciente individualismo “los éxitos son del individuo y los fracasos también” (Hein, 2023). La lógica meritocrática en la que vivimos genera claras distinciones en torno a quién puede y debe sentirse bien y quién no. Hay todo un discurso asociado a ello.

Libros de autoayuda, cursos de mindfulness, coaches e influencers delimitan la idea de la felicidad, a la que ahora se le agrega incluso una intencionalidad sociopolítica con la construcción de indicadores específicos. Esto pone de manifiesto una noción del tipo de persona que merece ser feliz. En la película En busca de la felicidad, dirigida por Gabriele Muccino, se aprecia con claridad ese sujeto construido. Chris Gardner, el personaje que interpreta Will Smith, es perseverante, decidido, positivo, piensa diferente. Considera que construye su propia suerte. La esposa de Gardner, Linda, es puesta como la antagonista, ya que se la muestra apática, desinteresada y derrotista. Al final de la película, cuando Gardner, tras pasar situaciones complejas con su hijo, consigue un trabajo como corredor de bolsa en Wall Street, declara, muy seguro: “Esto es la felicidad”.

Los espacios laborales no escapan a la construcción de la felicidad, a su delimitación. Con el marco de la actual cultura corporativa, las empresas han comenzado a generar toda una serie de mecanismos que ponen de manifiesto la incorporación de la felicidad en la matriz de la relación con el trabajador. De hecho, cada vez más ha ido ganando espacio el puesto de chief happiness officer (CHO) en empresas como Google, Deloitte o Facebook. El rol del CHO es mantener a los trabajadores comprometidos y motivados en su trabajo, implementando programas y estrategias para promover la felicidad.

La novela de Aldous Huxley Un mundo feliz describe una sociedad que se droga con soma, un estupefaciente que hace sentir a las personas felices y despreocupadas en un contexto de aparente libertad. El engranaje social se construye en el marco de un proceso de autorrealización en el que la felicidad se muestra como norte al que dirigirse.

Y es que, como señala Ehrenberg (2000), hoy no hay espacio para el conflicto, para la resolución de los problemas, porque no hay tiempo. Hemos rechazado el conflicto como parte esencial del crecimiento humano porque vivimos en una era con miedo generalizado al sufrimiento. La construcción de la felicidad, necesidad imperativa, nos lleva a ello. Hoy hay que estar bien. Siempre. Y ante esa enfermedad se ha creado un remedio: la autoayuda, el desarrollo personal, para el que la “fórmula mágica [...] es la curación” (Han, 2014, p. 23). Hay toda una farmacología del bienestar. Por eso, a pesar de los problemas locales, regionales o mundiales, somos felices.

Así, la felicidad se ubica para las personas no sólo como un espacio de posibilidad y realización, sino como una obligación en la que mostrarse feliz es una necesidad para estar satisfecho con la vida. Y es que, tal como sostienen Cabanas e Illouz, “al establecer la felicidad como un objetivo imperativo y universal pero cambiante, difuso y sin un fin claro, la felicidad se convierte en una meta insaciable e incierta que genera una nueva variedad de ‘buscadores de la felicidad’ y de ‘hipocondríacos emocionales’ constantemente preocupados por cómo ser más felices” (2023, p. 19).

Cabe preguntarse entonces si la construcción de la felicidad no pone en evidencia toda una lógica que presiona a los individuos a la consecución de ese ideal de felicidad, especialmente en la fuerte noción actual de que la realidad de cada persona depende sólo de ella misma: su suerte, su realización profesional o su situación socioeconómica son un quehacer individual, cuestión de mérito.

En este marco, el uso extendido de la felicidad como indicador o termómetro de lo sociopolítico y del bienestar individual puede tener dos lecturas: refleja sí una percepción de las personas con respecto a su situación, pero desnuda también toda una construcción de la felicidad donde lo feliz es, ante todo, privado. Así, el establecimiento de la felicidad como un criterio para determinar el bienestar y el progreso social y político ha introducido la felicidad (y todo lo que con ella viene asociado: la industria de la autoayuda, la psicología positiva y la propia ciencia de la felicidad) en las relaciones de poder, en el poder mismo.

Martín Aguirregaray es politólogo.

Referencias