Una rápida mirada al mapa político de las Américas muestra un claro avance de las derechas. Si bien la alternancia entre ciclos progresistas y conservadores ha sido una constante de la región durante el siglo XX, tomar este surgimiento de planteos ultraderechistas como una continuación de aquella alternancia puede resultar simplista y hasta erróneo.
La “nueva derecha americana” (y global) tiene características propias y diferentes en relación con las tradicionales. No se caracteriza por su condición conservadora y opuesta a los cambios, sino que, por el contrario, son posturas disruptivas con propuestas claramente regresivas en relación con los derechos humanos y con la percepción y el lugar social dado a grupos que en las últimas décadas lograron el reconocimiento de sus derechos revirtiendo una histórica tendencia a la naturalización de la discriminación, la exclusión y la xenofobia.
A quienes pensamos y sentimos estas propuestas desde una sensibilidad humanística, progresista o simplemente democrática nos parecen planteos descabellados, incompatibles con avances de la sociedad y la cultura que pensamos consolidados. Incluso nos vemos tentados a utilizar términos psicopatológicos para calificarlos, desconociendo ingenuamente que no se trata de locuras sino de fenómenos y procesos políticos con sus racionalidades, propósitos y estrategias. Nos encontramos ante un nuevo proyecto político que pretende imponer una “agenda retro” orientada a revertir derechos específicos promovidos por comunidades y grupos previamente marginalizados y restaurar una situación anterior basada en la inmutabilidad de las relaciones tradicionales de poder.
Estas posturas que aparecen como aberrantes para unos han logrado la adhesión de otros, alcanzando no sólo importantes caudales electorales, sino presencia y protagonismo en espacios sociales, culturales, religiosos y comunicacionales. Han logrado encabezar gobiernos, presionar a través de sus bancadas parlamentarias, así como de sus organizaciones sociales y religiosas, incidir en las agendas de los gobiernos llevando a que en varios países de nuestra América palabras como género, diversidad y derechos humanos estén prohibidas en ámbitos gubernamentales y educativos.
Estas nuevas derechas no sólo se oponen a políticas de redistribuciones económicas que afecten los intereses de ciertos sectores, y se asocian con políticas de punitivismo penal contra la delincuencia, sino que se destacan por la politización de la dimensión sociocultural. Esto les permite movilizar a sectores sociales que, más allá de sus condiciones socioeconómicas, adhieren a ideas conservadoras y que se sienten violentados por los avances en la agenda de derechos.
A diferencia de las derechas clásicas, se presentan como transformadoras y manipulan la necesidad de cambio. Generan una suerte de espejismo ofreciendo el mejor de los mundos por medio de soluciones simples y frontales a problemas complejos, para los cuales muchos gobiernos progresistas y conservadores no han tenido respuestas al nivel de lo esperado.
La seguridad se resuelve encarcelando a los delincuentes; si el Estado no funciona, se lo elimina; la inequidad no es problema porque cada uno tiene lo que merece; el deterioro de la institución familiar y la crisis de valores requieren la restauración del orden natural, aquel que Dios dio a las cosas en el momento de su creación.
En nuestro Uruguay estos extremismos son menos visibles, pero no abusemos una vez más del mito de que acá no va a suceder lo que a todos sucede. No es que estos grupos no estén presentes; por cierto, sus referentes son menos visibles, tal vez por no tener la vocación circense de algunos de sus íconos regionales, o por no lograr el público necesario para completar el show. Pero esto no quita que existan actores políticos oportunistas que ante el éxito electoral y la visibilidad pública que algunos de sus referentes han alcanzado en la región adopten propuestas y discursos próximos o alineados total o parcialmente con las ideas de estas “nuevas derechas”.
A diario escuchamos propuestas de más represión ante el delito, de sacar al ejército a las calles generando un escenario bélico con todo lo que eso implica, críticas al sistema judicial por no aplicar penas más duras. En lo económico se insiste en el achique del Estado, la disminución de la carga fiscal y la diabolización de cualquier iniciativa redistributiva. Esto se complementa en el plano cultural con cuestionamientos a la ley de violencia basada en género y propuestas regresivas en relación con la tenencia de hijos y cierta reafirmación del patriarcado como forma “natural” de organización familiar.
La “batalla semántica”
Una característica de estos grupos es la de usurpar términos que encierran conceptos y valores muy centrales en nuestras sociedades, distorsionando su esencia y colocando a quienes se les oponen en el lugar del antivalor. Libertarios contra dictatoriales, defensores de la seguridad contra la delincuencia, defensores del derecho a la propiedad contra expropiadores, provida contra asesinos de bebés. De este modo se entabla una verdadera “batalla semántica”.
En una operación discursiva que no es nueva, estas palabras, tanto las usurpadas como las adjudicadas a “los otros”, aportan a la construcción de un enemigo imaginario como base de la construcción de sentidos que articulan sus relatos. Esto habilita la construcción discursiva de un “contubernio” que incluye socialismo, feminismo, ambientalismo, diversidad sexual, reconocimiento de la diversidad de modelos familiares, entre otros. De este modo anuda conceptual y políticamente diferentes posturas y movimientos sociales construyendo un enemigo de “varias caras” cuya esencia es su potencial capacidad destructora de un orden social y cultural inmutable. En tanto detractores del “orden divino”, quienes comparten estas posturas adquieren rasgos satánicos y deben ser destruidos.
En tanto ese enemigo busca destruir una determinada forma de vida entendida como inmutable, única y superior, al enfrentarlo se erigen en salvadores asumiendo un lugar mesiánico que legitima su poder y coloca a todo “otro” en el lugar de una amenaza que debe ser eliminada. Ese enemigo no es un interlocutor válido en la polémica, sino que debe ser destruido.
Nos encontramos ante un nuevo proyecto político que pretende imponer una “agenda retro” orientada a revertir derechos específicos promovidos por comunidades y grupos previamente marginalizados.
La visión maniquea de la sociedad dividida entre buenos y malos les confiere especial agresividad hacia aquellos grupos que resultan demonizados y actúa como legitimante del uso sin límites del poder. Expresión de esto es el lenguaje absoluto, megalómano, definitivo, por lo general contrapuesto a los códigos de relacionamiento político y social que caracterizan a sus líderes, pero que no se limita a ellos, sino que también se observa en espacios supuestamente “menos políticos”, como encuentros académicos, reuniones de organismos multilaterales y redes sociales.
Los orígenes
Para los analistas europeos, los orígenes de esta “nueva derecha” remiten a encuentros y desencuentros entre el conservadurismo clásico y los movimientos fascistas, que después de pasar por un estado de cierta marginalidad política a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial reaparecen como movimientos alternativos emergentes en toda Europa, sustituyendo el conservadurismo clásico por una postura antisistema.
Desde América podemos reconocer los orígenes de estas posturas en experiencias históricas y narrativas que surgieron como reacción a procesos sociales y políticos de cambio, y que hoy convergen en las nuevas derechas.
En su sustento ideológico puede identificarse el entretejido del discurso de la pseudoseguridad legado de la tristemente célebre Doctrina de la Seguridad Nacional que sirvió de sustento ideológico a las dictaduras del Cono Sur, la meritocracia como cruzada antisolidaria que acompaña al liberalismo económico, y el discurso religioso de la sacralización de las tradicionales relaciones de poder.
Punitivismo y “pseudoseguridad”
Esta “nueva derecha” promueve políticas de punitivismo penal contra la delincuencia, un tema sentido por la ciudadanía latinoamericana como urgente de enfrentar. Este punitivismo se legitima a través de lo que denominamos “discurso de la pseudoseguridad”. Este discurso reduce la idea de inseguridad al efecto de acciones delictivas y, por tanto, la seguridad se alcanza mediante la neutralización de los delincuentes o los potencialmente delincuentes. No se reconoce la seguridad como garantía de ejercicio de derechos, menos aún con el concepto de protección como aseguramiento de los mínimos necesarios para una vida digna en cualquier circunstancia.
De este modo, los derechos humanos devienen obstáculos que favorecen la delincuencia y dificultan la protección de la sociedad ante su accionar. Desde una lógica bélica, el Estado asume la defensa de una parte de la sociedad denominada con expresiones como “personas de bien” o “ciudadanos honestos” en desmedro de otra que, en tanto enemiga del orden y de un estilo de vida, no puede ampararse en supuestos derechos. Esto lleva a la paradoja de que la seguridad así entendida se transforma en una amenaza.
Esta relación se hace evidente cuando los portavoces más destacados de estas “nuevas derechas” sostienen posturas negacionistas o simplemente reivindicativas en relación con las dictaduras que en los años 70 y principios de los 80 se implementaron en el Cono Sur.
La meritocracia como cruzada antisolidaria
Estas nuevas derechas se caracterizan por la ausencia o cuestionamiento radical de todo sentido de justicia y solidaridad. Lo que podemos denominar una auténtica “cruzada antisolidaria”.
El éxito es mérito del esfuerzo de quienes lo alcanzan y, como contrapartida, las pobrezas son responsabilidad de quienes las padecen. Se niegan así los condicionamientos estructurales de la desigualdad y con ello la responsabilidad del conjunto social en relación con los padecimientos de quienes son considerados “perdedores”. Esto los lleva a afirmar que la “justicia social” es profundamente injusta al cargar sobre los exitosos el peso de las necesidades de quienes fracasan vulnerando un derecho humano que defienden como su favorito: el derecho a la propiedad. Se opera así una suerte de “privatización de la pobreza”: se la quita del ámbito público para colocarla en la esfera privada como “problema personal”.
La idea de la autorresponsabilidad por la pobreza potencia el sentimiento de desprecio ante el fracasado, el que necesita ayuda sin poder dar nada a cambio. De este modo se promueve un rechazo radical hacia las personas o grupos que se encuentran en situación de vulnerabilidad, no dejando posibilidad de reconocer su dignidad y sus derechos en tanto seres humanos. Adela Cortina acuñó el término aporofobia para referirse al odio dirigido no a la condición de pobreza sino a las personas que la padecen.
Sacralización y restauración de las asimetrías de poder
Un tercer componente del corpus ideológico de estos grupos antiderechos proviene de corrientes de base religiosa para las cuales el diagrama de distribución, acumulación y ejercicio del poder delineado en base a la edad y el género, sumado a variables como posición social y etnia, entre otras, forman parte de un “orden natural”. Dicho orden es considerado parte de la creación y, por tanto, adquiere condición de inmutabilidad. Los hombres y mujeres no son quiénes para alterar lo que Dios ordenó de esa forma. Se sacralizan las relaciones del poder en los diferentes ámbitos –familia, comunidad, instituciones–, identificando como enemigo a todo aquel que lo cuestione.
El discurso religioso aporta un sustento supuestamente ético y moral y se incorpora a la lógica meritocrática. La riqueza en premio al esfuerzo –“Dios ayuda a quien se esfuerza y da a cada uno lo que se merece”–. De este modo no sólo se desconoce el origen social de la pobreza, sino que se pone a los pobres en el lugar de castigados por Dios.
Género y niñez en la mira
Las “derechas del siglo XXI” sostienen posturas que podríamos catalogar como retroutopías: volver atrás y derogar derechos que no le hacen bien a la sociedad.
Uno de los principales blancos de sus ataques es lo que denominan “ideología de género”, que, según su perspectiva, produciría “confusión sexual en los niños”, “nociva permisividad moral” y un desprecio a la vida expresado en el derecho de las mujeres a interrumpir sus embarazos.
La restauración del orden patriarcal en el espacio familiar implica un reajuste regresivo de las relaciones de poder. Se reafirma la autoridad del hombre por sobre la mujer y de los adultos sobre los niños y niñas. En este marco el cuestionamiento al adultocentrismo, la habilitación de la infancia y la adolescencia como actores sociales y políticos, el reconocimiento de la diversidad de los “arreglos familiares” y todo límite al poder absoluto de los adultos sobre los niños, niñas y adolescentes son consideradas una expresión más de esos intentos de destruir las bases morales de la sociedad. Los niños y niñas son considerados propiedad de sus padres y, salvo situaciones extremas, el Estado no debe intervenir ni regular estas relaciones.
El entretejido de los tres componentes discursivos genera un efecto de sinergia sobre la condición de vulnerabilidad. Mientras desde la postura meritocrática se cuestiona toda política redistributiva, se opera un proceso de construcción de sentidos que consolida la dimensión simbólico-cultural de la vulnerabilidad, o sea, la construcción de un imaginario que justifica y profundiza una representación de la niñez vulnerable.
Esta postura se expresa en aspectos concretos como la negación del derecho a la educación sexual, la legitimación de la violencia en los procesos de disciplinamiento y la condena moral a toda disidencia de las sexualidades hegemónicas. Se consagra un modelo educativo basado en la obediencia y la verticalidad acrítica, en que se preserva la inocencia como valor asociado a la condición infantil, que no es más que una suerte de ignorancia selectiva en la que se niega a la niñez el acceso al conocimiento en áreas de la experiencia humana definidas como exclusivas para adultos, desconociendo que niños y niñas conviven cotidianamente con ellas y que la ausencia de información y posibilidad de diálogo con referentes adultos genera indefensión y vulnerabilidad.
El nuevo discurso de las derechas implica la derogación de la postura caritativa hacia las infancias vulnerables que caracterizó a las derechas tradicionales. La actitud piadosa, expresada en comportamientos caritativos, potencialmente apaciguadores de las conciencias individuales, deja lugar al punitivismo y la construcción del potencial destinatario de políticas públicas como responsable de sus pobrezas y, por tanto, no merecedor de ayudas sociales. Se niega la solidaridad y se sustituye la caridad que caracterizó a las derechas tradicionales por la simple y llana crueldad.
Víctor Giorgi es psicólogo y expresidente del Instituto del Niño y el Adolescente de Uruguay.