En el bullicio de la contienda política por la que transita Uruguay, un tema crucial y de impacto determinante en nuestra sociedad es la educación y, en particular, sus urgencias. Durante los últimos años, las acciones y medidas implementadas han ido socavando los cimientos de la educación pública, comprometiendo su capacidad para cumplir con la máxima fundamental de garantizar una educación de calidad para todos y todas. Es por ello que considero imperativo darnos espacios para reflexionar al respecto, con la esperanza de fomentar un diálogo más profundo sobre la educación en nuestro país y de explorar oportunidades para reconstruirla.

En el recientemente presentado Plan País, en el marco de la precandidatura a la presidencia por el Frente Amplio de Carolina Cosse, se advierte una iniciativa de visión innovadora y que marca una dirección política clara, al tiempo que delinea acciones concretas para implementar en el primer año de un eventual gobierno frenteamplista. Se trata de un paquete de 50 acciones inmediatas en seguridad con el objetivo de disminuir las desigualdades y la violencia, y orientadas, también, hacia la mejora de la convivencia. En el arduo camino de llevar estas cuestiones a su mejor expresión es clave el papel de la educación. Por eso, entiendo crucial explorar su rol tanto en su dimensión de causa como de solución ante los desafíos mencionados.

Las desigualdades en el acceso y la calidad de la educación en Uruguay reflejan una inequidad estructural que perpetúa el ciclo de la pobreza y contribuye a la profundización de las brechas sociales. Junto a la pobreza, también se advierten en nuestro país otras causas que operan alimentando las desigualdades, como ser la ubicación geográfica, el género y las generaciones, la discapacidad, entre otras, generando un complejo entramado de intersecciones y exclusión. Es decir, según dónde te toque nacer, será la educación que te tocará tener.

Nuestro sistema educativo tiene hoy un enorme desafío que consiste en promover acciones diferenciales con el fin de interrumpir la reproducción de esta dolorosa situación de marginación. Por eso, hay que trabajar fuertemente con base en propuestas que reconozcan y aborden las demandas estructurales y sistémicas desde una mirada que se comprometa con la equidad como primer paso. Esto implica no sólo dotar de recursos materiales y pedagógicos, sino también abogar por políticas públicas que promuevan la diversidad como principio rector en todos los niveles del sistema educativo. Además, es esencial reconocer que las inequidades en la educación no son el resultado de fallas individuales, sino que están arraigadas en estructuras mucho más amplias que perpetúan la desigualdad. Por lo tanto, cualquier solución efectiva debe abordar estas demandas sistémicas, desafiando las normas y prácticas ya instaladas que reproducen la exclusión y, por lo tanto, también el privilegio.

Con base en lo anterior, se requiere que el próximo gobierno asuma un compromiso firme con la equidad en todas aquellas cuestiones esenciales del proceso educativo: el seguimiento integral de las trayectorias educativas, la distribución de recursos, las condiciones edilicias, la formulación de políticas públicas, la malla curricular, el sistema de evaluación y la formación docente integral.

En tanto el acceso a una educación de calidad esté condicionado a los recursos económicos de las familias, la posibilidad de movilidad social se derrumba. Es imprescindible tomar decisiones políticas basadas en evidencia, que atiendan las urgencias y al mismo tiempo proyecten cambios sostenibles en este sentido. Esta es una responsabilidad colectiva que trasciende las individualidades. Aquí resulta ineludible remarcar el rol del Estado como garante del derecho a la educación y su ejercicio. Los grandes logros de nuestro país en materia de educación se han dado siempre como consecuencia de una figura estatal cercana y sostenida.

En otro orden, rescatar el valor de la educación en medio de una cultura arraigada de violencia parece esencial para contrarrestar el creciente clima de hostilidad que permea la sociedad uruguaya. Datos preocupantes y fundamentalmente intolerables que ilustran esto son, por ejemplo, los 8.100 casos reportados al Sipiav de abuso y maltrato hacia niños, niñas y adolescentes durante 2023, las 42.000 denuncias por violencia basada en género, los 382 homicidios o el récord de 15.000 personas privadas de libertad en cárceles. Una realidad que duele y que, por lo tanto, debe interpelarnos como conjunto social. Los educadores, en general, están en una posición de responsabilidad directa vinculada a la formación de los estudiantes hacia la tolerancia, el diálogo, el respeto. Al decir de Miguel Soler Roca, viven un “compromiso simultáneo con la realidad cargada de problemas y el ideal poblado de esperanzas”. Por lo tanto, para que puedan cumplir efectivamente con esta tarea, es imperativo mejorar las condiciones laborales y favorecer su profesionalización.

Es esencial reconocer que las inequidades en la educación no son el resultado de fallas individuales, sino que están arraigadas en estructuras mucho más amplias que perpetúan la desigualdad.

Mejorar las condiciones laborales de los docentes y promover una educación integral que aborde tanto las necesidades individuales como las comunitarias son pasos fundamentales en la lucha contra la cultura de la violencia. Sólo a través de un enfoque colaborativo y holístico podremos transformar nuestra sociedad en una más justa, pacífica y equitativa para las generaciones futuras.

Desde una perspectiva más amplia y ecológica, es indispensable reconocer la dimensión sociocomunitaria de la educación. Esto implica no sólo centrarse en el desarrollo individual de los estudiantes, sino también en la creación de entornos escolares y comunitarios que fomenten la colaboración, el entendimiento intercultural y la cohesión social. La educación no puede limitarse únicamente al ámbito académico; debe también nutrir el tejido social y promover una cultura de paz y convivencia.

En este sentido, las escuelas y los educadores asumen el reto de convertirse en agentes de cambio social, colaborando estrechamente con las familias, las comunidades y otras instituciones para construir un entorno propicio para el aprendizaje y el desarrollo integral de los estudiantes. Esto no solo implica implementar programas y políticas educativas orientadas a la prevención de la violencia, sino también fomentar una cultura escolar basada en el respeto mutuo, la empatía y la solidaridad.

Hay muchos niños, niñas y adolescentes que están por fuera del sistema educativo, al tiempo que otros, estando matriculados, también quedan por fuera del ejercicio del derecho a educarse por su situación de vulnerabilidad. En nuestro país el índice de pobreza infantil alcanza casi el 21% según datos del INE, pero, además, hay más de 500.000 personas que perciben menos de 25.000 pesos al mes. Según Unesco, la probabilidad de que los niños de hogares en contextos socioeconómicos comprometidos no puedan ejercer su derecho a educarse es cinco veces mayor que la de los demás. Estos son datos que no deben ser ignorados cuando pensamos en la educación. Por lo tanto, antes de analizar aspectos de forma sería conveniente atender cuestiones de esencia. El modelo de sistema educativo que tiene un país dice mucho de sí.

La educación es un factor determinante para fortalecer la cohesión social y la democracia. Ambos requieren ciudadanos formados para participar activamente y desarrollar un sentido crítico sólido. A medida que la participación aumenta, la democracia se fortalece. De aquí que la educación posee un poder transformador genuino sobre la realidad. Priorizarla es una exigencia ética. El quid es entonces pensar qué acciones ejecutar para dirigirnos hacia una educación de mejor calidad en Uruguay. Lo primero que tiendo a creer es que toda propuesta curricular debe considerar las desigualdades estructurales que determina el sistema para priorizar estrategias que permitan enfrentarlas, aspecto que en la reciente transformación educativa no fue desarrollado, sino más bien ignorado. ¿Cómo podemos estar discutiendo sobre el enfoque por competencias cuando muchísimos gurises aún no están pudiendo ejercer su derecho?

A modo de cierre, la educación no sólo es un tema trascendental del que hay que seguir hablando, sino que también es el pilar fundamental para construir un futuro más justo y equitativo para nuestra sociedad. Es esencial que aumente el volumen de discusión sobre el tema, teniendo en cuenta que el verdadero éxito de una política pública se mide por su capacidad para transformar positivamente la realidad. Si realmente deseamos ser agentes de cambio en el ámbito educativo, debemos abordar estos desafíos con determinación, responsabilidad y perseverancia, generando acuerdos interpartidarios que recojan la mirada de todos los actores involucrados en el proceso educativo, y comprometiéndonos a sostener nuestras acciones a lo largo del tiempo. Así podremos revertir los obstáculos y construir un futuro más alentador para las generaciones venideras.

El camino hacia un sistema educativo verdaderamente equitativo y justo exige un esfuerzo colectivo y continuo de parte de los gobiernos, las instituciones educativas, la sociedad civil y la comunidad en general. Sólo mediante un compromiso compartido hacia la equidad y la justicia podemos esperar interrumpir el ciclo de desigualdad y violencia que amenaza el tejido de la sociedad uruguaya.

Florencia Astori es magíster en educación, docente de educación primaria, gestora cultural y dirigente del Espacio Socialdemócrata Amplio.