A lo largo de más de una década de ejercicio docente con adolescentes en múltiples liceos de la capital y el área metropolitana, observo muy atentamente un fenómeno que se repite y llama mi atención: pasillos y adscripciones que albergan adolescentes mujeres con ataques de pánico, crisis emocionales, malestares psíquicos diversos y necesidad de expresar algo. Entre llantos, temblores y silencios se mueven de un lado para el otro buscando contención; -“¿Puedo llamar a mi casa?”, “Me siento mal”, “¡No sé qué hacer!”-, mientras referentes educativos tratan de calmar y pedirles que respiren pausado o tomen agua, que pronto va a pasar. Por otro lado, cuando veo varones en la adscripción o dirección difícilmente sea por estos motivos, sino más bien por golpizas, insultos, agarradas en clase, amenazas entre adolescentes. Este panorama no es monolítico en cuanto a una lectura de género; sin embargo, tiende a la generalidad en todos los niveles y año a año capta mi inquietud como profesor y educador sexual.

Tratamos con los equipos multidisciplinarios de los liceos de tejer estrategias, de pensar despacio y en colectivo y de atender la infinidad de variables, y reconozco que a pesar de los dolores y tristezas que cargan cuerpos tan jóvenes, me da algo de tranquilidad que las chicas saquen al exterior su padecimiento. Por el contrario me doy cuenta de lo difícil que es conectar con el diálogo y los sentimientos en los varones, cachorros humanos que han incorporado mandatos, plásticas corporales, que han aprendido que para ser fuertes hay que callar y seguir adelante, rendir en clase, en las prácticas sexuales, en casa, en las peleas, en todos lados. En sus palabras, esto se traduce así: “Si me busca, ¿qué querés que haga? Yo me voy a defender”. Razonar es muy difícil cuando el cuerpo está tomado por la ira y la incertidumbre. Esta relación entre varones y mujeres cisgénero (término que refiere a las personas que se identifican con el género asignado al nacer) traza un mapa complejo que debemos atender, pues ¿qué pasará en la socialización de género de las adolescencias si esto no se elabora a tiempo?, ¿qué podemos hacer para remover estos ideales tan impregnados?

Entre los aprendizajes que ensayamos y nos enseñan diariamente, desde los primeros días de vida, están las conductas de género. Esto significa que hay modos de comportarse para reafirmar lo femenino y lo masculino, o si cambiamos la lectura, modos de sobrevivir en sociedad como tal. El punto de partida es impuesto, verdadero e incuestionable: o sos hombre o mujer, el resto es clasificado como desviación moral. Por tanto, este es uno de los ejercicios sociales más violentogénicos, o como dice la antropóloga argentina Rita Segato, “la violencia de género es la primera escuela de todas las otras formas de violencia” que nos prepara para una subsistencia desgastante, traducida en cuerpos que no pueden más frente a las exigencias. Combinar perspectivas para hacer algo es fundamental, interseccionar ejes de clase, racialización, sexualidad y edad nos permite establecer un conocimiento más situado y actuar en consonancia.

Asimismo, es importante dejar de leer los mandatos de género como preceptos rígidos que se aprenden o imponen por “la sociedad” sin más (como si esta fuera una exterioridad al conjunto) y redimensionarlos como parte del deseo humano, como un aprendizaje sostenido en la máquina deseante humana, como valores que producen lo humano aun cuando estos impliquen violencias, dolores y daños. De este modo se nos abre la pregunta de cómo llegamos a desear las violencias, y yendo en el sentido de esta reflexión: ¿es la violencia el signo de lo masculino o podemos educar otras masculinidades que no tengan como bandera el ejercicio de la depredación?

De uno u otro modo, no olvidemos que no todos los cuerpos con pene adoptan estos ideales, por lo cual quienes logran ponerlos en jaque vienen haciendo un trabajo sobre sí en terapia, con sus afectos, en la soledad, en sus múltiples experiencias sexuales y de género. Sin embargo, aún seguimos sin politizar estas situaciones, estamos en una etapa muy incipiente y dispersa.

Particularmente hay dos mandatos masculinos con los que trabajo diariamente como educador sexual: el del rendimiento masculino por la violencia (pegar, insultar, poseer, celar, controlar, pelear, identificar al enemigo, estar preparado para la guerra, para la discusión, para decir) y, paradójicamente, el del silencio signado por el abandono y, en consecuencia, la violencia (callar, no hablar, no poder reconocer emociones y estallar de ira, aparentar que nada afecta, el no llorar, el secreto). Estos, junto con otros, conforman el orden social o lo que se llama ideal regulatorio de género, es decir, los modelos idealizados y que organizan nuestras experiencias de lo que es ser un verdadero hombre; así, un macho con todas las letras, de pocas palabras, un macho que hace.

Este modelo educativo sigue sin poner de relieve la importancia de trabajar como eje primario los mandatos de masculinidad en las aulas y espacios educativos.

El cuerpo guarda nuestros más profundos secretos, incluso aquellos de los que no somos conscientes. ¿A dónde va a parar todo el silencio que guarda el cuerpo masculinizado? Si el dolor no se habla, no se piensa, no se elabora, igual emergerá de variadas formas, pues la ira masculina no es otra cosa que la expresión de la tristeza, es la forma en que hemos deseado ser hombres y nos han deseado históricamente, con todo el dolor que ello implica, ser héroes de la nada. El mito del hombre fuerte y la mujer débil cae cuando el índice de suicidios masculinos ha batido récords en nuestro país y América Latina durante décadas, y no por altruismo heroico del varón, sino por fragilidad extrema de no soportar la vida de macho. Aún seguimos sin mirar los índices de suicidios con perspectiva de género, específicamente de las masculinidades.

A callar se aprende desde chico: las emociones, el llanto, las infidelidades, las violencias sexuales, los abusos padecidos, los golpes, el aguante, las “macanas” de un amigo. Se calla lo que hace mal y les hace hombres, se calla para proteger la virilidad y el privilegio intocable, que mientras hilvana ese macho desarma ese cuerpo, lo llaga. Así, los adolescentes aprenden a ser varones “de verdad” en nuestra cultura contemporánea, inducidos en un pacto de silencio entre caballeros. ¿Qué callan los varones cisgénero entre ellos?, ¿a qué aspiran mediante ese silencio radical? Ser masculino supone un montón de ritos iniciáticos muy violentos a favor o en contra de su deseo: ¿qué sufren?, ¿cómo se somatiza (emerge en el cuerpo) el dolor y el deseo de la dominación?, ¿cómo salir de allí?

A su vez, la dominación genera éxtasis donde no existe lugar para la frustración. No hay con quién hablar, muchas veces porque esa no es la vía de descarga. El cuerpo se programa para callar, callar, callar, y fingir risa. Sabemos que los varones guardan secretos de todo tipo, incluso más que los que guardan las mujeres a las que se señala como “secretistas”. Así se constituye un pacto de silencio, como una técnica en la cual los varones hetero-cisgénero, unidos en su cualidad de tal, callan esa violencia machista contra ellos y contra ellas, con vista a sostener sus privilegios. Romper el pacto de silencio es la traición al otro real o imaginado, la feminización, la justificación para destruir al otro si habla. Les pregunto sobre la golpiza que se dieron en el costado del liceo: “Ni idea, yo no vi nada, no sé”, “¿Qué querés que te diga? No voy a quemar, profe”.

Me parece importante reafirmar la diferencia entre el ideal de macho y las múltiples y conflictivas vivencias del cuerpo masculinizado. Ese mandato o ideal opera de distintas formas en nuestras cabeza, habitemos la identidad sexual que habitemos, nos atraviesa, nos subjetiva y muchos entramos en conflicto con él, seamos cisgénero, varones trans, varones gays, mujeres. Todes tenemos algo que ver con lo masculino. Entiendo que las sensibilidades e infinitas experiencias no se pueden capturar en categorías rígidas, pero nos aproximan a poner en común vivencias en el mismo plano social.

Los espacios de educación sexual integral (ESI) son fundamentales en los ámbitos educativos y muy escasos a la vez. Los necesitamos de modo urgente para encarar el tema de la salud sexual masculina y adolescente con todos sus efectos, enseñar a reconocer emociones, a nombrarlas y a expresarlas, a revisar cómo actuamos, a imaginar consecuencias posibles para construir otras vincularidades que no tengan como estatus de masculinidad el pacto silencioso, a revisar aprendizajes, a destituir la funcionalidad y el adultocentrismo reinante. Necesitamos ESI urgente en todos los espacios con docentes formados en ello, porque este es un problema, antes que nada, educativo y de salud pública. Seguimos asistiendo a un modelo de salud en Uruguay que pone el énfasis en la medicalización, así como un modelo educativo que sigue sin poner de relieve la importancia de trabajar como eje primario los mandatos de masculinidad en las aulas y espacios educativos. Las violencias sexuales siguen siendo producidas por varones adultos en un gran porcentaje, y aquellos que quieren ejercer otros modos quedan como una excepcionalidad silenciosa y abandonada. Los filicidios, feminicidios, homicidios, las rapiñas, los micromachismos, el estrés y otra cantidad de males sociales siguen siendo propiedad masculina, sin mirarse como tales.

La educación masculina sigue siendo materia pendiente de la gobernanza y su recrudecimiento cada vez es más hondo y permanente. Aún así tengo esperanzas en todo otro orden simbólico y material que crean las adolescencias, todo lo que nos enseñan a diario.

Este texto surge muy sentido desde mi labor educativa en memoria de la adolescente Valentina Cancela, asesinada por su ex novio en 2023 en Maldonado, también adolescente y ahora preso.

Que no nos sea indiferente.

Nicolás Sosa Georgieff es profesor y educador sexual.