Si alguien hubiese dicho que casi cinco años después, la situación iba a ser así, casi nadie lo hubiera creído. Chile, uno de los países sudamericanos más estables de los últimos 30 años, pareció cambiar de la noche a la mañana cuando un estallido social prácticamente sin precedentes irrumpió los medios de comunicación de todo el mundo el 18 de octubre de 2019. A lo largo de varias semanas, millones de chilenos tomaron las calles con consignas diversas reclamando un cambio sustancial. Ese mosaico de demandas heterogéneas, con el paso de los días, se articuló en un solo pedido que remeció la estructura de la sociedad chilena: la necesidad de tener una nueva Constitución política que habilitara todos estos cambios.

Lo que siguió muchos lo recordarán. Cuando ya había pasado un mes de manifestaciones con millones de personas en las calles, el entonces presidente Sebastián Piñera convocó a una serie de plebiscitos para redactar una nueva Constitución política que iba a cambiar sustancialmente ese modelo que una de las tres democracias más consolidadas de América Latina había heredado de la dictadura.

Sin embargo, nada de eso sucedió. Tras el abrumador rechazo a la redacción final de la nueva Constitución en 2022, con una clara cosmovisión refundacional y de izquierda sumado al fracaso de la segunda convención de 2023, liderada mayormente por convencionales de derecha, Chile volvió a su punto de partida anterior a las protestas de 2019.

Gabriel Boric, un joven izquierdista cuya coalición, el Frente Amplio, capitalizó el descontento pos octubre 2019, no ha logrado concretar sus promesas de campaña. Tras estos dos plebiscitos fallidos que llevaron al fracaso la posibilidad de una nueva Constitución, pareciera que Chile no avanzó en nada. El actual presidente sigue sin poder hacer una reforma de pensiones, la clase media sigue endeudándose para enviar a sus hijos a la escuela y si bien el 40% más pobre que se atiende en el seguro público de salud ya no tiene que pagar copagos por la atención médica, continúan las enormes diferencias en la atención sanitaria entre ricos y pobres. Sin embargo, y aunque parezca que nada cambió a nivel estructural, el estallido dejó una huella imborrable en quienes participaron, pero también entre quienes siempre estuvieron en contra.

De aquella sociedad que en 2019 parecía tener un gran consenso con respecto al destino que tenía que tomar el país ya queda poco y nada. La polarización política y social parece ser la gran protagonista de la sociedad chilena y el abismo que hoy los divide no tiene otra fecha más que octubre de 2019. Al día de hoy, los chilenos nunca llegaron a un acuerdo acerca de qué pasó en ese tiempo ni tampoco cómo avanzar. Aquellos, como una parte de la élite que vive en las comunas del sector oriente de Santiago y que siempre se opusieron a las marchas, hoy no sólo piden que los presos sigan en la cárcel, sino que también aprovechan sus espacios en los medios y en la política para pontificar sobre lo que Chile no se puede volver a permitir, mientras que varios de los que salieron a las calles y abrazaron mesuradamente las consignas del estallido hoy buscan dar vuelta la página e incluso le piden al presidente izquierdista, que con mucha ilusión hace dos años votaron, que sea más moderado. Y otros, los que salieron activamente a las calles y participaron en las marchas, como mi entrevistado, solamente encuentran frustración.

De aquella sociedad que en 2019 parecía tener un gran consenso con respecto al destino que tenía que tomar el país ya queda poco y nada. La polarización política y social parece ser la gran protagonista de la sociedad chilena.

“Tanta lucha para nada”, exclama decepcionado Francisco, un historiador de 33 años que participó en el estallido social en octubre y noviembre de 2019. “Tú miras la sociedad chilena e incluso la ciudad de Santiago y parece que sucedió una guerra. Pero te paras a pensar y en el día a día no cambió absolutamente nada. La educación y la salud siguen sin ser públicas, las AFP (administradoras de fondos de pensiones) siguen existiendo, hasta el agua sigue siendo privada. Y la clase política, la misma clase dirigente que lleva décadas en el poder, está ahora en el congreso impidiendo cualquier intento de cambio, como si no hubiesen escuchado a los millones que salimos a la calle. El estallido social fue un momento en el que Chile por fin tuvo cohesión social, una causa común. Pero hoy estamos todos aislados y de ese octubre de 2019 solamente quedan las causas no resueltas y la violencia policial”.

El desánimo de Francisco no es para menos. Este suceso de alguna manera provocó un antes y un después en la vida del historiador. Podríamos decir que Francisco estaba en el lugar equivocado en el momento incorrecto: en “la marcha más grande de Chile”, una de las más convocantes de la historia democrática trasandina, lo que era una manifestación pacífica se terminó convirtiendo en una guerra contra la Policía en la que Francisco, a pesar de que intentó permanecer ajeno, terminó involucrado.

Después de que una persona desconocida y con quien él no tenía ningún vínculo le tirara piedras y ladrillos a los carabineros, se desencadenó una brutal represión que incluyó gases lacrimógenos. En ese momento, Francisco, que en sus manos solamente tenía una pancarta que decía “El derecho a vivir en paz”, en referencia a una canción del cantautor chileno Víctor Jara, se agachó para protegerse de los gases y fue injustamente arrestado durante algunas horas en una comisaría santiaguina. Tras no encontrar antecedentes penales ni pruebas en su contra, fue liberado a las pocas horas. Sin embargo, no todos tuvieron la misma suerte. Analizando el saldo del estallido social chileno, las cifras hablan por sí solas. Además de 34 personas que murieron en las movilizaciones, la cantidad de personas detenidas oscila entre 8.800 y más de 20.000, sumado a más de 8.000 víctimas de violencia policial y 400 casos de trauma ocular.

“Por esa represión no solamente estuve detenido algunas horas de forma injusta y arbitraria, sino que también me quedó una cicatriz en el brazo que probablemente nunca se borre. ¿Y todo para qué?”, reclama Francisco.

Para qué. La pregunta de Francisco resuena actualmente en gran parte de la clase media chilena que salió a las calles. Cinco años después, muchos creen que no valió la pena. Para personas como el historiador, el presente es aún peor que la etapa previa al estallido social. “Antes el modelo era injusto, pero la expectativa de que algún día esto iba a explotar y cambiar todavía existía. Ya no. Para que vuelva a pasar algo así, pero con cambios reales, tienen que transcurrir mucho más de 30 años”.

Hoy, a casi cinco años de ese movimiento que sacudió la sociedad chilena, queda mucho por resolver. De la esperanza de cambio que se abría paso en octubre 2019, hoy la situación es completamente la opuesta. No sólo la polarización y los desencuentros entre chilenos son enormes, sino que los sectores que siempre se opusieron al estallido y enarbolaron los rechazos a la nueva Constitución, como la clase política tradicional y la élite económica, se encuentran más endogámicos que nunca, avalados por el resentimiento y el temor a que sus peores pesadillas se vuelvan realidad.

Pero para quienes salieron a las calles la realidad no es mucho mejor. La sensación de que se perdió la única posibilidad de cambiar estructuralmente un país sigue acumulando frustraciones sobre una pila de desencantos que ya era demasiado grande. En definitiva, la sensación es la de una revolución que no fue.

Clarisa Demattei es cientista política e investigadora sobre América Latina en el Centro de Estudios Internacionales (CEI-UCA).