Después de muchos días, volví a ver a Juan. Debo decir que en estos días que me tomé como minivacaciones de invierno no me acordé de él ni de su penosa situación. Quiero decirlo para salirme de cuajo de una aparente grandeza moral y porque eso es lo que nos suele pasar, incluso a quienes nos angustian esas vidas a la intemperie. Nos olvidamos con facilidad.
Los días pasados han sido gélidos, con temperaturas por debajo de la media de los últimos inviernos. Uno de esos días, salí de casa al mediodía, con el cuerpo templado gracias a la calefacción central, al buen abrigo y las reservas calóricas que da el comer caliente. Miré hacia la esquina donde Juan vive de a ratos. No lo vi y pensé que podría estar en el hospital al que va de forma recurrente o en las puertas del edificio cercano al Obelisco, donde me dice que recala de vez en cuando. Miré a lo lejos y tampoco lo vi. Curiosamente, estaba casi a mi lado, cerca del palier de casa, en un lugar donde nunca lo había visto antes. Como siempre, entre sus mantas y bártulos, comiendo de una bolsa de snacks que seguramente encontró a medio terminar y tomando agua de una botella de plástico raída.
—Juan, ¡pero Juan!, me tenías preocupada, hace días que no te veía. ¿Cómo estás? ¿Cómo te sentís?
—Doña, acá estamos, como siempre, sin cambios, estuve en el hospital y ¿se acuerda de que me habían dado un pase para el urólogo? Bueno, me vio el urólogo y me dijo “yo no sé por qué lo mandan para acá, porque, le voy a ser honesto, yo no sé cuándo le van a poder hacer la intervención, no le puedo decir si dentro de tres meses o cuándo”. Es lo de siempre, me dan unos calmantes y para afuera.
—Juan, ¿por qué no probás en otro lugar?
—Doña, lo que pasa es que yo al hospital ya casi no puedo llegar más caminando, así que cuando pasa la Policía, me lleva hasta ahí, ya les dije que me llevaran a otro lado, pero me dicen que ellos sólo me pueden llevar hasta el hospital más cercano. Lo mismo el Mides, tienen orden de llevar al hospital más cercano, y por eso siempre termino en el mismo lugar. Ellos están monitoreados por radar así que tampoco se la pueden jugar y salir de la zona. ¿Me entiende?
Juan ya me dijo más de una vez que lo único que le va quedando es esperar que la muerte llegue rápido porque el frío y la calle no son nada en comparación con el dolor, que es insoportable. Hace bastante tiempo que Juan anda por la zona, tiene cincuenta y pocos años, me lo dijo con precisión, pero no lo retuve, somos casi de una misma generación. Desde el primer día que hablamos vi que sus reacciones son de una persona muy deteriorada, pero sin indicios de consumo problemático o problemas de salud mental. Por lo menos, no en apariencia. Eso tampoco lo hace más o menos merecedor de compasión, sólo que no es un dato menor teniendo en cuenta las características de muchas de las personas que están en situación de calle. Juan no es ningún ignorante, más de una vez me ha mostrado algún papel que le dan en el hospital para respaldar lo que me va relatando porque debe estar harto de que nadie le crea. Juan espera hace más de un año que le retiren un catéter que ya no cumple ninguna función y que le puede acarrear complicaciones.
El tiempo mide lo que mide, pero la vivencia de la temporalidad hace de las horas y los días algo absolutamente relativo. ¿Quién no ha sentido que esperar algo que suele suceder en un horario previsible se vuelve eterno porque estamos apurados, cansados, con frío o hambrientos? ¿Quién no ha sentido que no se les puede seguir el ritmo a las semanas y que, cuando nos queremos acordar, es, otra vez, fin de año? O que, por el contrario, cuidando a alguien en un sanatorio los minutos tardan una eternidad. El tiempo tiene la velocidad de la vivencia personal.
La vida en simultáneo y la superación de las distancias corporales por la incorporación de los dispositivos en nuestro diario vivir dan cuenta de una de las formas de extractivismo a las que nos somete el sistema capitalista.
Algo parecido pasa en el terreno de lo colectivo. La virtualidad y las exigencias de productividad han trastocado los tiempos a los que estábamos acostumbrados. La vida en simultáneo y la superación de las distancias corporales por la incorporación de los dispositivos en nuestro diario vivir dan cuenta de una de las formas de extractivismo a las que nos somete el sistema capitalista en su versión tardía. Ya lo decía Johnatan Crary en su libro 24/7 El capitalismo tardío y el fin del sueño: “Miles de millones de dólares se gastan cada año en investigar cómo reducir el tiempo necesario para tomar decisiones, cómo eliminar el tiempo inútil dedicado a la reflexión y la contemplación. Esta es la forma del progreso contemporáneo: la implacable apropiación y dominio del tiempo y de la experiencia”. Ese tiempo no es cualquier tiempo, es un tiempo acelerado, vertiginoso, que va horadando la autoestima y la lucidez porque siempre nos deja en deuda. Exhaustos y en deuda.
Sin embargo, el sistema está montado de tal manera que no sólo nos hace creer que somos enteramente libres y dueños de toda la información para tomar las mejores decisiones, sino que ha creado sofisticados dispositivos para evitar el conflicto.
Adrián Scribano, en un artículo que, emulando la letra del tango, tituló “Primero hay que saber sufrir. Hacia una sociología de la espera como mecanismo de soportabilidad social”, lo dice con claridad: “Las tramas dialectizadas entre expropiación, depredación, coagulación y licuación de la acción son posibles de ser observadas en dos momentos de la ‘evitación’ del conflicto que elabora el capital: los mecanismos de soportabilidad social y los dispositivos de regulación de las sensaciones [que] se orientan a la evitación sistemática del conflicto social”. Estos mecanismos y dispositivos operan de tal manera que los límites de lo soportable se van corriendo a horizontes insospechados. No se explicaría tanta pasividad si esas fugas de malestar y resentimiento no estuvieran previstas.
Juan encarna lo que estos mecanismos y dispositivos prevén que suceda; me pide que no haga ninguna gestión más, ya no quiere ir al hospital, sabe que no le creen y que es un número más.
Las personas que pasan a su lado y no registran su presencia también hacen su parte. En el mejor de los casos, quien ponga su atención en una vida que transcurre en una esquina bajo un árbol, con calor o frío, será capaz de metabolizar la escena y digerirla sin demasiado ardor de estómago.
El tiempo para Juan es otro tiempo; no porque carezca de una rutina —de la que tanto renegamos—, sino porque su desamparo lo condena a vivir el tiempo como espera. La espera a ser escuchado, a ser atendido, a ser creído, a ser curado.
La burocracia de la calle, plagada de buenas intenciones, devora los escasos resortes de praxis vitale que nos quedan, a Juan y a quienes intentamos hacer algo por él o por cualquier persona que está en una situación similar. El tiempo como espera está plagado de incertidumbre, arbitrariedades, resignación y frustración. Los pobres, los excluidos, los desamparados, están condenados a esperar, incluso en la era del vértigo. Dice Scribano que “en el mundo del no, el sufrir es la antesala de la espera [...] el dolor social es uno de los dispositivos de regulación de las sensaciones de la dominación capitalista. Mundo del no, espera y paciencia generan formas de relaciones sociales que se entrecruzan y exasperan. La espera enseña y reproduce la sensación de estar entre paréntesis, esa capacidad de todo aquel que aguarda de estar aquí y allá al mismo tiempo, de ser cuerpo en reposo, de poder desvincularse con el entorno y “dejar su cuerpo parado”. Como dijo el otro día el periodista argentino Fernando Morresi hablando de los contingentes de personas abandonadas en su país: “El tiempo es el privilegio de quienes no tienen que esperar”.
Angélica Vitale Parra es socióloga.