Según un afamado analista y teórico social, de cuyo nombre no quiero acordarme -pero que recuerda a un biólogo inglés y siempre se va de boca-, cómo nos llamamos de alguna manera condiciona nuestra existencia. De este modo, si la teoría del “determinismo nomenclátor” es en algún sentido correcta, el hecho de que nuestro país se denomine República Oriental del Uruguay influye en nuestro presente y en nuestro destino. ¿Pero de qué forma?

La tierra que habitamos está al oriente del río Uruguay, así que por ese lado la cosa parece clara. Más que un nombre, es lo que le diríamos a alguien para que ubique nuestro país en un mapa. Nos queda –entonces– el término república, y por ahí debe ir la cosa.

Si se fijan, el vocablo república está muy presente en nuestras vidas. Nuestro principal banco no es el Banco del Uruguay, ni el Banco del Estado, ni el Banco de la Nación. No. Es el Banco República. Y nuestra principal casa de estudios no es la Universidad de Montevideo, ni la del Uruguay, ni la de la Nación, ni la Universidad Nacional. No. Es la Universidad de la República. Así, a secas, de modo que cuando tengo que decirle a un extranjero dónde trabajo siento que le debo explicar que está en Uruguay, —lo que no debería hacer si trabajara en la Universidad de Buenos Aires, o la de Chile, o la de Barcelona, etcétera. Pero en realidad eso no es necesario, porque no hay muchas universidades de la República; de hecho, no conozco otra, ni siquiera una que sea “de la república de algo”. De modo que si quienes la fundaron hace 175 años decidieron ser originales al nombrarla -porque universidades ya había muchas- y la llamaron Universidad Mayor de la República, por algo habrá sido1.

Somos una república, de acuerdo. ¿Y eso qué significa? En un sentido acotado, significa que no somos una monarquía ni una teocracia. Es una aproximación un poco banal, pero por ahí podemos empezar. Porque si las monarquías y las teocracias están habitadas por súbditos, —de dios, del rey o de los sacerdotes—, una república está habitada por ciudadanos que, para serlo, deben ser libres e iguales.

Deben ser libres, porque de lo contrario no pueden participar activamente de la “cosa pública”, que es de donde proviene el término república. Es decir, expresar su voz y tener poder de decisión sobre esas cosas que tienen que ver con todos nosotros; con la comunidad de la que formamos parte y que, como comunidad que es, resulta ser más que la suma de muchas individualidades aisladas.

Y, para participar libremente de la “cosa pública”, los miembros de la comunidad debemos ser iguales. Porque si unos están sometidos al poder de otros, si hay dominación -política o de otro tipo-, entonces no estamos ante ciudadanos de una república sino ante otra cosa: súbditos de reyes, siervos de señores, subalternos de oligarcas y explotadores.

Hay otras cosas, además de cómo nombramos nuestras instituciones, que nos demuestran que nos hemos tomado en serio eso de ser una república. Por ejemplo, en muchos países los parlamentos pueden cambiar la Constitución. Suele necesitarse mayorías especiales, pero si las consiguen, los representantes no necesitan el aval de los representados. Pero no aquí. En nuestro caso, ni que se pongan de acuerdo el 100% de ellos, pueden los legisladores sacar o agregar una coma de la Constitución. Lo que pueden hacer es preguntarnos a nosotros, los ciudadanos, si aceptamos algún cambio que ellos propongan. Es el caso del plebiscito sobre los allanamientos nocturnos, sobre el que deberemos decidir en octubre.

Más aún, en esta república, los ciudadanos podemos impulsar una reforma constitucional sin importar lo que nuestros representantes piensen. Un grupo de ciudadanos, que ni siquiera debe ser muy grande, porque alcanza con el 10% de inscritos, puede proponerle al resto introducir modificaciones en la Constitución, como es el caso de la reforma sobre la seguridad social impulsada por el PIT-CNT.

Pero no sólo eso. También podemos tirar abajo una ley aprobada por el Parlamento, como se intentó hacer con la ley de urgente consideración, y como efectivamente se hizo con las privatizaciones en los años 90. En nuestra república somos nosotros, ciudadanos libres e iguales, los que tenemos la última palabra sobre la legislación que nos rige.

Aunque estemos habituados a ellos, esta combinación de mecanismos que nos habilitan a participar y decidir sobre las cosas públicas más importantes no es tan común. En todas las monarquías el jefe de Estado tiene ese estatus por derecho de nacimiento (suena increíble, ¿verdad?). E incluso en algunas repúblicas, como Estados Unidos, los ciudadanos ni siquiera eligen al presidente directamente.

Claro, alguien con los pies en la tierra podría decir que en realidad las cosas no son tan así como las pinto. Y tendría razón, por eso siempre conviene mantener los pies sobre la tierra. Porque para ser plena, una república requiere otras cosas, además de mecanismos institucionales de participación ciudadana. La libertad e igualdad deben ser de verdad, en la forma y en el fondo. Y se requiere también que seamos responsables. Porque si una república es tal, los ciudadanos tenemos mucho poder, y como le enseñó el filósofo político conocido como tío Ben a su sobrino y discípulo Peter Parker, un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

Más igualdad es necesaria, porque una República Oriental del Uruguay habitada por ciudadanos desiguales es un concepto tan absurdo como un círculo isósceles o un caníbal vegano.

Ser ciudadanos de una república requiere que nos comprometamos con ciertas virtudes. Por ejemplo, que a la hora de decidir sobre los asuntos de la comunidad ejerzamos nuestra voz luego de haber estudiado y meditado a fondo sobre el asunto del que se trate, y de las consecuencias que se podrían derivar de una u otra decisión. Y se requiere, también, que a la hora de hacerlo ponderemos no nuestro interés inmediato, sino que prioricemos —lo más honestamente que podamos— aquello que pensamos que es el bien común. Y se necesita, también, que promovamos, en todos los ámbitos que podamos, los valores básicos de la república: la convivencia de ciudadanos libres de toda dominación, iguales en derechos y responsabilidades, y fraternos entre nosotros.

Satisfacer las virtudes republicanas es difícil, y por varias razones. Por un lado, todos somos en alguna medida mezquinos y perezosos (pero no tanto como para que se nos niegue nuestra condición de ciudadanos, como han insistido los teóricos antidemocráticos tanto de ayer –cuando promovían monarquías y aristocracias–, como de hoy, cuando detrás de la denuncia de “populismo” no hacen más que defender privilegios, pretendiendo que entreguemos el destino de nuestra comunidad en las manos de una tecnocracia que suele tener menos luces de las que cree o, directamente, en las de una plutocracia cuyo único mérito ha sido saber ganar o robar dinero; y a veces ni eso).

Pero cultivar las virtudes republicanas no sólo es difícil por esas debilidades –la mezquindad y la pereza– que al fin y al cabo están entre las cosas que nos hacen humanos. También lo es, y sobre todo, porque existen obstáculos que nos impiden ejercerlas. Un gobierno despótico que ejerce un poder autoritario es el ejemplo más obvio, pero no el único.

Puede que queramos informarnos a fondo, debatir argumentos fraternalmente, tratar de convencer y estar abiertos a ser convencidos; pero quizá no tengamos tiempo para hacerlo, simplemente porque tenemos que ganarnos la vida. Por eso, fue justamente con ese fin, el de construir una república, que el batllismo promovió la reducción de la jornada laboral. Porque, como argumentó el mismo Batlle y Ordóñez en su diario, para poder ser de verdad ciudadano “es menester convenir en que ese obrero debe estar en condiciones de cumplir con su deber de realizar su derecho. Debe tener tiempo, pues, para ilustrarse, para estudiar los problemas sociales, en que tiene tanto interés intelectual, para ejercer ampliamente su misión de hombre en una democracia de verdad”. Y si hoy estas palabras nos parecen inadecuadas, no es porque no digan una verdad grande como un puño, sino porque se quedan cortas. Porque Batlle y Ordóñez olvidó aquí, aunque no en otras partes, que no sólo los hombres debemos ser capaces de ejercer plenamente nuestro derecho de ciudadanía2.

Puede ocurrir también que una vez que arribamos a una convicción, que adoptamos una decisión, tengamos miedo a expresarla o promoverla. Y no necesariamente por las represalias de un gobierno despótico, sino las de aquellos de quienes dependemos para ganar nuestro sustento, ya sean nuestros patrones directos o esa entelequia tan concreta como los mercados. Porque si en el capitalismo hay algo peor que ser explotado es no serlo; y es esa necesidad de vender la fuerza de trabajo para poder vivir lo que otorga a algunos hombres, y también, aunque menos, a algunas mujeres, un poder desmedido sobre aquellos que para vivir dependen de un salario.

Fue por esto por lo que los teóricos republicanos y políticos del siglo XIX estadounidense —y esta vez hablo en serio— denunciaron la opresión que anidaba en el trabajo asalariado. Y aunque a veces, como en el caso de Thomas Jefferson, su propuesta de una república de agricultores y artesanos independientes fuera un intento esencialmente conservador -o incluso reaccionario y en cualquier caso utópico-, no deja de ser certera su preocupación. Porque ¿cómo puede un hombre, una mujer, ser un ciudadano pleno si para subsistir depende de que otro le pague un salario?

Por eso, para ser los ciudadanos virtuosos capaces de construir la república verdadera que se anuncia en nuestro nombre, es imprescindible —además de ser un poco menos perezosos y mezquinos— alcanzar, o caminar al menos, hacia la emancipación de poderes despóticos de distinto tipo, tanto políticos como económicos.

Quizá la eliminación del trabajo asalariado no esté en el horizonte. Quizá ni siquiera sea necesaria porque existen otras alternativas, como la renta básica universal. Y, aunque quizá o seguramente, reducir la desigualdad económica no sea suficiente, no cabe duda de que hacerlo supondría avanzar por el camino adecuado. Más igualdad es necesaria, porque una República Oriental del Uruguay habitada por ciudadanos desiguales es un concepto tan absurdo como un círculo isósceles o un caníbal vegano.

Javier Rodríguez Weber es doctor en Historia Económica por la Universidad de la República. Esta es la primera de una serie de columnas periódicas sobre por qué, para construir una república, se requiere bienestar e igualdad, para tener bienestar e igualdad se requiere crecimiento económico, y para que haya crecimiento económico se requiere construir una república.


  1. La significación del nombre de nuestra universidad no es algo de lo que yo me diera cuenta. Me lo hizo notar un historiador chileno. Al decirle yo dónde trabajaba me respondió: “De la República, es bien uruguayo eso”. Le pregunté por qué, y me lo aclaró: “La palabra república tiene una carga particular y distinta a nación o estado”. 

  2. La cita proviene del artículo “Las ocho horas”, publicado en El Día, el 24 de julio de 1911, y citado en Vanger, El País Modelo, pág. 225.