Nacer en Uruguay viene acompañado por un pinchazo: la indeleble marca de la BCG (Bacilo de Calmette-Guerín) en el brazo acompaña a nuestros niños desde las primeras horas de vida. Más allá de la genialidad de Jorge Esmoris y sus colegas, no es de extrañar que el carnaval recogiera en el nombre de una (anti)murga esta “tradición”. Pocas políticas públicas tienen un impacto tan relevante sobre la salud presente y futura de las infancias, así como sobre otras dimensiones del bienestar. Su relevancia contrasta con su ausencia en el ámbito del debate público en Uruguay –no así en otros países– o en los intercambios encendidos en esa nueva ágora distorsionada que suelen ser las redes sociales, así como en los grandes titulares de prensa.
La excepción ocurre cuando los gobiernos toman decisiones firmes para densificar y ampliar más este instrumento, como acaba de suceder a partir de la iniciativa del Ministerio de Salud Pública que incorpora vacunas antimeningocócicas y que la propuesta de Presupuesto Quinquenal del Poder Ejecutivo consolida con financiamiento permanente.
Con momentos de mayor vigor para impulsar su desarrollo y otros de mayor apatía, lo cierto es que la vacunación como política pública cuenta con una larga tradición. En 1816, Artigas dispuso la distribución de vacunas antivariólicas. Un siglo después, en 1911, el Estado definió la obligatoriedad de esta vacunación. Ese largo arco de política se extiende hasta hoy y continúa ampliando su impacto en la salud, en clave de igualdad y universalismo en el acceso.
Esta “ausencia” del debate público no es una mala señal ni presupone la presencia de un problema de calidad en el funcionamiento democrático. Habla de la naturalización del proceso: más allá de las quejas infantiles ante la amenaza de la aguja, todos ponen el brazo y nadie (o realmente muy pocos) cuestionan que el Estado se asegure de que esos pinchazos se sucedan en la vida. Sí, hay desafíos: la cobertura de las vacunas es muy amplia, pero quedan aún algunos vacíos a completar de los cuales las autoridades están tan preocupadas como activamente involucradas. No obstante, la estructuración cotidiana de la política no depende de la voluntad individual de una autoridad.
La vacunación generalizada descansa en normas, rutinas y procesos establecidos y consolidados, en los que varias instituciones participan (para asegurar la disponibilidad de los vacunatorios y el stock necesario, y hasta para asegurar controles en distintos ámbitos públicos como el sistema de salud, la educación o incluso clubes deportivos).
Esta “naturalización” de la política empuja un par de corolarios. El primero: el bienestar depende de la presencia y consolidación del Estado y su capacidad de sostener políticas públicas en el tiempo. En tiempos en que la negación de la relevancia de las políticas públicas parece ocupar un lugar creciente en las confrontaciones políticas en muchos países, importa remarcar que el desarrollo sostenido y equitativo no es viable ni posible sin la presencia de las políticas públicas como soporte imprescindible en el mediano y largo plazo. Sobre esto, la evidencia es contundente y variada. Sin embargo, me interesa centrarme en un segundo corolario. Los cambios reales y relevantes que la práctica política logra en el bienestar y la igualdad dependen de la capacidad para institucionalizar las innovaciones en las políticas públicas que promueven eficazmente estos fines, de su capacidad para naturalizar su presencia y operativa.
Consolidación de los cambios que sustentan el bienestar: instituciones
La institucionalización presupone definir esquemas de funcionamiento despersonalizados, en donde el acceso a una política pública no dependa de la cercanía a quien conduce circunstancialmente un gobierno o a estructuras partidarias. La voluntad de despliegue no puede descansar en la capacidad de acción política de personas o grupos. Menos aún del grado de cercanía a diputada, intendente, secretario del ministro de turno o activista político. Esto vale para todo el espectro de políticas públicas relevantes, desde la promoción de inversiones hasta los instrumentos de protección social. También implica un plano más cultural: la ausencia de cuestionamiento por parte de actores sociales o políticos relevantes. Estas premisas no niegan la relevancia de la voluntad política, por el contrario: sin capacidad y motivación de acción no se pueden desplegar nuevas políticas ni convertir en “un beneficio normal” lo que antes no figuraba en el espectro de lo considerado necesario o posible. No podrían cambiarse las instituciones por nuevas instituciones.
Esto no implica lejanía. En particular, en el ámbito de las políticas sociales que atienden privaciones y desigualdades, el diseño de la política debe asegurar que existan puentes institucionales de cercanía, que busquen en forma activa a quienes tengan dificultades para acreditar su derecho a una política y eviten inequidades asociadas a desigualdades estructurales que condicionan la posibilidad de acceder al paraguas de las políticas destinadas a reducir esas desigualdades.
Los cambios reales y relevantes que la práctica política logra en el bienestar y la igualdad dependen de la capacidad para institucionalizar las innovaciones en las políticas públicas que promueven eficazmente estos fines.
Uruguay ha tenido una larga tradición de institucionalización progresiva de políticas de diversa índole. En este siglo, los gobiernos del Frente Amplio incorporaron el Sistema Nacional Integrado de Salud, el Plan de Equidad, la reforma tributaria o el Plan Ceibal, por sólo mencionar algunas áreas clave. Otras experiencias de gobiernos de izquierda en la región, a priori con discursos más inflamados y políticas más disruptivas pero sin intención de institucionalización, muestran resultados más efímeros. Más cuando las condiciones de su financiamiento de largo plazo no son atendidas explícitamente y con seriedad. Muchos “derechos” se evaporan con la rotación de los gobiernos. Los cambios de largo plazo, en particular aquellos que asientan un desarrollo sostenido, sustentable y equitativo, sólo se logran cuando se consolidan en normas y procesos cuya existencia no dependa de un ciclo político.
Condiciones basales para afrontar desafíos
Las políticas asentadas en instituciones claras constituyen base para brindar respuestas también ante contingencias. Difícilmente una sociedad logre reaccionar razonablemente ante eventos severos si no se apoya en acumulaciones previas, que se atesoran en sus instituciones. La covid-19 es el ejemplo más reciente y transparente.
La presencia de un acervo de conocimiento relevante, apoyado en cuadros científicos ubicados en instituciones sólidas –Universidad de la República, Institut Pasteur, Clemente Estable, el Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA)– permitió reducir la incertidumbre y brindar respuestas consistentes. Test de diagnósticos, laboratorios capaces de transformarse para diagnosticar covid-19 en tiempos acotados, asesoramiento directo a las autoridades, etcétera. Un sistema de salud consolidado fue un activo importante para brindar respuestas sanitarias. Uruguay desplegó una estrategia de vacunación acelerada y generalizada, que le permitió salir del momento más oscuro de la pandemia, gracias a la existencia de su sistema de vacunación maduro. En esto último, la aceptación social de la vacunación y la capacidad de despliegue institucional para asegurar el acceso fue clave. Sin estas acumulaciones institucionales el trágico escenario sin duda hubiera sido aún más oscuro.
La ruta de los cambios
Nada de lo anterior implica que las instituciones resultan siempre virtuosas. Por supuesto, existen instituciones que reproducen desigualdades e injusticias o que limitan la prosperidad económica y social en general. En esencia, la vida política que pretende transformar la realidad, en la dirección que sea del interés de los actores, lo hace apuntando a cambiar institucionalidades o crear nuevas. Las instituciones son también anclas que condicionan los posibles senderos a recorrer en el corto, mediano y largo plazo. Razón de más para ser cuidadosos a la hora de incorporar políticas en el andamiaje institucional que a la postre constituyen trabas a un desarrollo de calidad.
Las instituciones tampoco son inmutables ante cuestionamientos repentinos. Vivimos en tiempos extraños, donde ciertas tendencias no parece claro si constituyen turbonadas dañinas pero de corto plazo o el inicio de una nueva época o un nuevo orden, como señalan varios académicos y analistas. Era impensable que la vacunación –un logro civilizatorio del siglo XX– estuviera bajo fuego de sectores políticos relevantes o de gobiernos que desmontan instituciones que aseguraban la vacunación desde hace décadas. Por supuesto, ese trabajo dañino es más sencillo en ausencia de procesos de institucionalización, como lo muestran muchos mecanismos de protección social en América Latina que no tuvieron un marco de cobertura normativa e institucional que le brindaran continuidad y solvencia. Uruguay recorrió un camino distinto y eso es una virtud también en el plano de la protección social.
En términos de recorrer un camino de desarrollo deseable –sustentable ambientalmente, justo socialmente– importa tanto defender ciertas instituciones como cuidar siempre el diseño de las nuevas que sostienen cambios de largo aliento. Importa cuidar el foro del debate público, para que la cordura generalizada siga evitando que se discuta sobre, por ejemplo, la pertinencia de la vacunación, como sucede en otras latitudes. El deterioro de la calidad del debate democrático erosiona instituciones sustanciales para el bienestar. Es en este sentido profundo donde la forma de la discusión y el perímetro de lo discutible definen posibles futuros. Si comienza a tener rédito discutir, por ejemplo, sobre la pertinencia del esquema nacional de vacunas, estaremos en problemas. Pero también lo estaremos si la audacia de la política no avanza en innovaciones institucionales capaces de sostener mayores estándares de bienestar, transformando la prosperidad en equidad y trayectorias de vida dignas y diversas para todos quienes integramos o integrarán esta sociedad.
Rodrigo Arim es director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto.