A veces creo que no estoy en mis cabales porque, sencillamente, extraño aquellos tiempos de la guerra fría en los que todo parecía más nítido: el campo socialista por un lado, el campo capitalista por otro. Blanco y negro. O, en el peor de los casos, ante cualquier duda bastaba con estudiar un poco para saber (o creer) que los fascistas italianos se habían diluido en la Democracia Cristiana y en otros partidos menores, y los nazis habían optado por una táctica similar. En suma, ya no eran una amenaza y sólo parecían habitar rincones sombríos de nuestra región aquellos criminales de guerra fugados de Europa para evitar represalias y a “los que nunca olvidarán”.

Yo era un niño muy pequeño cuando los yanquis derrocaron a Jacobo Árbenz en 1954; sin embargo, al llegar a la adolescencia ya era consciente de todos los intervencionismos y conspiraciones de la CIA en América Latina con el objetivo de derrocar a todo gobierno progresista; golpe de Estado tras golpe de Estado fui adquiriendo conocimientos sobre los sucesos en Argentina y en Brasil. A João Goulart lo conocí en un remate ganadero en Tres Árboles a comienzos de 1967, mientras los exiliados peronistas ya estaban afincados en mi ciudad desde mis épocas escolares. El resto de América parecía más inalcanzable, pero, al mismo tiempo, la guerra de Vietnam era una ofensa diaria para la dignidad de un pueblo al que masacraban con el cuento de la defensa de la democracia.

Décadas después festejé la caída del muro de Berlín y creí que las posibilidades de avances de la humanidad en todos los planos se tornarían una realidad concreta. Lejos estaba de sospechar entonces que algún día viviríamos este mundo tan comunicado y, al mismo tiempo, tan alienado, donde millones y millones “bailan” al ritmo de las redes sociales creyéndose importantes por la cantidad de seguidores que tienen y por los esquemas que destilan. Menos pude prever que aparecerían líderes mundiales como un Donald Trump o un Vladimir Putin, un Benjamin Netanyahu o un Recep Tayyip Erdoğan, un Nayib Bukele o un Javier Milei.

El rubio del norte de piel naranja está convencido de que vale todo y jamás reconocerá que sus políticas lo han convertido en un autócrata y en un ejemplo de esta especie de protofascismo en boga.

En mi ignorancia confiné al movimiento antiglobalización a grupos marginales nacidos en países desarrollados, y hoy no deja de sorprenderme que el presidente de Estados Unidos sea quien levante esa bandera parado sobre sus aranceles y sus caprichos, amenazando una semana sí y otra también con guerras comerciales y sanciones económicas según las decisiones políticas de otros gobiernos. No tuvo ningún empacho en inmiscuirse en los asuntos internos de Brasil y sancionar al gobierno de Lula porque la Suprema Corte de Justicia condenó a su amigo Jair Bolsonaro. Tampoco tiene ningún prurito en usar a su marina para amenazar las costas venezolanas con el pretexto de evitar el tráfico de drogas en el Caribe. Nueve lanchas lleva hundidas a la fecha. Las imágenes que comparte de certeros disparos sobre embarcaciones ligeras muestra de forma descarnada que ya no importan los procedimientos civilizados como abordarlas en el mar, detener a sus ocupantes, comprobar la carga y, en caso positivo, llevar a los responsables a la Justicia. No. Tenemos que contentarnos con presenciar esos bombardeos como si fuera un juego de computadora y aceptar la versión oficial como la verdad revelada.

En lo interno, además, también se destaca por gobernar con procedimientos autoritarios, persiguiendo a los medios de comunicación que no le son afines y militarizando ciudades enteras con la excusa de que los inmigrantes ilegales son invasores que acumularon fuerzas por culpa de los gobiernos demócratas que le precedieron (el cambio de nombre del Ministerio de Defensa a Ministerio de Guerra es muy significativo). Y ante las miles de manifestaciones que comenzaron a surgir en las ciudades más importantes de Estados Unidos al grito de “No King”, no se le ha ocurrido nada más infantil y ofensivo que subir a su cuenta en Truth Social un video hecho con inteligencia artificial donde pilotea un avión caza luciendo una corona real y bombardeando a los manifestantes con enormes cantidades de excrementos.

El tipo da vergüenza ajena y lo seguirá haciendo. Nada hace sospechar que cambiará algún día. Seguirá amenazando a diestra y siniestra y botijeando a los mandatarios que lo visitarán en la Casa Blanca. Habrá que soportar su ego y sus conductas autoritarias hasta que el electorado se lo saque de encima en las próximas elecciones, porque una cosa es evidente: el rubio del norte de piel naranja está convencido de que vale todo y jamás reconocerá que sus políticas lo han convertido en un autócrata y en un ejemplo de esta especie de protofascismo en boga.

Marcelo Estefanell es escritor.