En el debate sobre el proyecto de eutanasia se ha querido reducir todo a un gesto de libertad individual: quien sufre decide y el Estado respeta. Pero las cosas no son tan simples. Las leyes no se aplican en abstracto, sino en una realidad social atravesada por desigualdades, fragilidades y presiones que condicionan la libertad de las personas. Por eso es necesario aclarar algunas afirmaciones que, con tono tranquilizador y eufemístico, omiten los verdaderos problemas éticos y sociales que plantea esta ley.

Se afirma que la vejez o la discapacidad nunca podrían ser motivo para la eutanasia. Sin embargo, el texto del proyecto habla de “condiciones de salud incurables e irreversibles”, una fórmula ambigua que —según la definición oficial de la Organización Mundial de la Salud (OMS)— incluye el envejecimiento y la discapacidad. Si de verdad se quiere excluirlas, habría que definir con precisión qué significa “condición de salud”. La experiencia internacional muestra que, con el tiempo, los criterios se amplían y la eutanasia termina aplicándose a quienes no están en fase terminal. En países que se toman como modelo, como Holanda, Bélgica, o Canadá, las estadísticas son elocuentes: cada vez más solicitudes ya no provienen de pacientes terminales, sino de personas con sufrimientos psíquicos (2023 en Holanda: 474) o discapacidades y vejez (2023 en Holanda: 349).

También se dice que el proyecto garantiza controles adecuados. Pero no hay ninguna instancia independiente antes de la muerte que verifique la libre voluntad del paciente o descarte presiones externas. Dos médicos dependientes de la misma institución —a la que la ley le crea un conflicto de interés objetivo: si aplica eutanasia, ahorra; si da cuidados paliativos, gasta— no son un control imparcial. La comisión que revisa los casos lo hace después de la muerte, lo cual ya no es control, sino registro. En un Estado de derecho, ninguna norma que habilite a provocar la muerte debería prescindir de un control previo e independiente.

Otra afirmación repetida es que el proyecto no sustituye los cuidados paliativos, sino que los complementa. Sin embargo, en los hechos los reduce a una simple mención informativa (Art. 4) sobre los “cuidados paliativos disponibles”. No se exige que el paciente tenga acceso efectivo ni que haya recibido cuidados paliativos de calidad antes de solicitar la eutanasia. Eso deja abierta la puerta a que alguien pida morir por falta de atención o por un sufrimiento que podría haberse aliviado. En Uruguay, el acceso real a los cuidados paliativos sigue siendo muy desigual, donde miles de personas mueren sin recibirlos. El mismo Decreto Reglamentario les da dos años de plazo a las instituciones para aplicarlo. Además, no se trata de elegir entre morir con dolor o que el Estado “ofrezca” la muerte, sino de garantizar primero el derecho a no sufrir, única forma de elegir con libertad.

Una sociedad justa no amplía derechos eliminando a los que más necesitan apoyo, sino acompañándolos con respeto y recursos. La libertad no es auténtica cuando se ejerce bajo la presión del abandono o el dolor evitable.

Se sostiene además que la ley “devuelve autonomía” a los más frágiles. Pero, ¿qué libertad real tiene una persona sola, pobre o con discapacidad, que se siente una carga para su entorno o el sistema de salud? Una sociedad justa no amplía derechos eliminando a los que más necesitan apoyo, sino acompañándolos con respeto y recursos. La libertad no es auténtica cuando se ejerce bajo la presión del abandono o el dolor evitable.

El problema de fondo es que esta ley introduce un cambio cultural profundo: deja de considerar la vida como un valor indisponible y pasa a tratarla como un bien del que se puede disponer según criterios subjetivos de calidad. Es la persona la que pasa a ser disponible, devaluada socialmente. En ese giro silencioso, lo que parece compasión puede transformarse en indiferencia, y lo que se presenta como libertad puede terminar legitimando el abandono y la desigualdad.

También se afirma que la ley no afectará las políticas de prevención del suicidio. Sin embargo, el proyecto no exige que quien desea morir sea evaluado por un equipo de salud mental, como se hace ante cualquier intento de suicidio. Esa omisión no es menor: implica un doble estándar ético. Para unos, la vida se protege; para otros, se legitima la muerte. La frontera entre “suicidio asistido” y “eutanasia” se vuelve difusa y el mensaje social es claro: hay vidas que vale la pena salvar y otras que no.

Las leyes enseñan, modelan actitudes y definen lo que la sociedad considera valioso. Si el mensaje es que ciertas vidas —por enfermedad, edad o discapacidad— pueden perder su sentido o su dignidad, estamos retrocediendo en el reconocimiento de los derechos humanos más básicos. Nadie debería sentirse obligado a morir para no ser una carga. La verdadera justicia social se mide por la capacidad de proteger a los más frágiles, no de ofrecerles una salida letal.

Cuando la sociedad deja de aliviar y acompañar a los que sufren y empieza a ofrecerles la muerte, no amplía derechos: se rinde ante el dolor y la desigualdad.

Creemos que el mejor camino es construir una sociedad que cuide a todos, sin descartar a nadie.

Delia Sánchez, Agustina da Silveira, Marcela Pérez Pascual, Marco di Segni, Diego Velasco Suárez, Álvaro Ahunchain, Adriana Della Valle, Alejandra Sosa, Ana Guedes, María Lourdes González, Miguel Pastorino y Sofía Maruri son integrantes del grupo Prudencia Uruguay.