En su gira por Montevideo, al igual que en otras ciudades de América Latina, el cantautor Silvio Rodríguez comenzó el encuentro con un público emocionado con palabras de José Martí: “Ser bueno es el único modo de ser dichoso, ser culto es el único modo de ser libre, pero ser próspero es el único modo de ser bueno”. Los aplausos se mezclaron con los acordes de “Ala de colibrí”, mientras que la conjunción de la dicha, la bondad y la libertad se enlazó en mis pensamientos a la prosperidad.

Una vida próspera, colectivamente próspera, supone el pleno goce de derechos y en particular del derecho a la educación, a la cultura, a satisfacer la curiosidad, a comprender críticamente el entorno y a reconocerse comunidad aun en las diferencias. Prosperidad que refleja un bienestar común, una construcción de condiciones para transformar la realidad y mejorar el diario vivir de las personas.

Desde hace más de 30 años, la educación superior ocupa un lugar trascendente en el devenir de los países; sin embargo, pese a declaraciones que afirman que es un derecho humano y un bien público social, las inequidades entre quienes acceden a esta formación persisten y las brechas se agrandan.

La educación superior como derecho humano fundamental implica generalizar el acceso y garantizar condiciones materiales, pedagógicas, institucionales y culturales que permitan la permanencia, el egreso y la participación activa de todas las personas sin distinción de origen social, género, etnia, territorio o situación socioeconómica.

La gratuidad y el libre acceso son necesarios, pero no han sido suficientes para asegurar que estudiantes de los quintiles de menores ingresos tengan las mismas oportunidades de ingresar, permanecer y graduarse.

Apuntalar a la educación superior como una herramienta de movilidad social real y que a su vez no perpetúe desigualdades exige un accionar oportuno y sostenido en el marco de la articulación de las políticas públicas, con un horizonte de protección integral de las trayectorias educativas.

Se requiere revisar los marcos institucionales, las políticas de becas, dispositivos de acompañamiento, articulaciones con el nivel medio y el trabajo. No alcanza con ampliar el acceso: hay que garantizar que todos y todas puedan transitar y culminar con éxito sus procesos formativos.

Supone, a su vez, reconocer el aporte a la construcción de una sociedad más cohesionada, con profesionales con fuerte compromiso ético con una sociedad más justa y democrática, con una ciudadanía crítica y participativa.

En este sentido, las contribuciones de las instituciones de educación superior son un pilar imprescindible, son el patrimonio colectivo y el sustento del desarrollo soberano. La participación de estas instituciones en diálogos nacionales e internacionales permite construir políticas con asidero en la vida académica y su vínculo con la sociedad. Asegurar sus aportes y protagonismo en instancias de concertación regional y global de los estados colabora a fortalecer capacidades institucionales necesarias para hacer tangibles aquellos principios que se enuncian en las declaraciones y acuerdos.

No debería olvidarse que las universidades han sido –y es imperioso que lo sean– espacios de debate y pluralidad que aportan a la convivencia y al ejercicio de una ciudadanía informada. Suelen también ser caja de resonancia de las voces más vulneradas de la sociedad y un lugar en el que el intercambio y el aporte de estudiantes, docentes y de quienes se gradúan se ponen en valor y dan resultados tangibles.

La premisa es colocar las políticas de educación superior en el centro de la articulación de políticas públicas diseñadas para la construcción del bienestar común.

Frente a los indicios a nivel global de pérdida de este rasgo identitario plural, que empobrece y desmerece el potencial de las instituciones de educación superior, consolidar escenarios de extrema polarización, de intolerancia y discursos de odio solamente lesiona los derechos y la democracia y perjudica a quienes menos tienen.

Entonces, ¿cómo pensar la educación superior y la prosperidad colectiva? La premisa es colocar las políticas de educación superior en el centro de la articulación de políticas públicas diseñadas para la construcción del bienestar común.

En un contexto de diversificación y crecimiento de instituciones terciarias y universitarias en el país, se hace impostergable la consolidación de un Sistema de Educación Superior de calidad, en sintonía con el Sistema Nacional de Educación y con una fuerte coordinación de la órbita pública.

Las definiciones institucionales en el sistema deben contemplar la complementación y el desarrollo de capacidades para coordinar y articular estrategias conjuntas, lejos de sistemas segmentados y estratificados que resulten reproductores de las inequidades.

Pensar la inversión en infraestructura en conjunto con los gobiernos departamentales, la promoción de nuevas formaciones de relevancia para el desarrollo, pertinentes y con anclaje territorial, el aseguramiento de la calidad, profundizar en el aporte de la investigación científica y el vínculo con la comunidad son todas acciones inherentes a las políticas públicas. A corto, mediano y largo plazo estas construcciones en clave de política de Estado y con el protagonismo de las instituciones de educación superior son esenciales para el desarrollo de un sistema de educación superior diverso, inclusivo y descentralizado que apuntale la pública felicidad.

En todo el mundo la educación superior se enfrenta a desafíos que la interpelan. La transformación digital obliga a repensar formas de enseñar, de investigar y de vincularse con el entorno. La pandemia de covid-19 aceleró procesos que venían en marcha y dejó en evidencia profundas brechas en el acceso a tecnologías, habilidades digitales y condiciones materiales para acceder a procesos formativos de calidad.

Cabe preguntarse, ¿qué rol tiene la educación superior frente a fenómenos como el cambio climático, la inteligencia artificial o la polarización política?

También ¿qué acciones concretas y articuladas se requieren para avanzar en políticas de equidad de género, de inclusión efectiva de personas con discapacidad, de políticas de reconocimiento de la diversidad cultural e inclusión de pueblos originarios y comunidades afrodescendientes?

En este marco, la cooperación internacional y regional es estratégica. La educación superior debe pensarse en clave de solidaridad, integración y soberanía. Se hace imprescindible fortalecer los lazos entre estados e instituciones universitarias en redes que permitan abordar las necesidades y perspectivas compartidas en América Latina y el Caribe.

La construcción de una educación superior como derecho y como bien público es un compromiso de largo aliento, que requiere consensos amplios, diálogo entre múltiples visiones, políticas sostenidas y participación social.

Más que nunca, comprometerse con una educación superior para transformar vidas, con capacidad de generar pensamiento crítico, forjar comunidad y formar ciudadanas y ciudadanos libres, es un compromiso con la democracia y un próspero porvenir.

Virginia Villalba es responsable del Área de Educación Superior de la Dirección Nacional de Educación del Ministerio de Educación y Cultura.