En tiempos de incertidumbre y de heridas abiertas, la escuela suele ser invocada como un refugio: un lugar donde los niños y niñas encuentran amparo frente al ruido del mundo –la violencia, la fragmentación, la prisa–. Pero el verdadero valor de la escuela no reside sólo en su capacidad de proteger, sino en su poder de proponer. La escuela no es una fortaleza cerrada, sino una casa abierta, donde se ensayan modos posibles de vivir con los otros. No basta con ofrecer techo: hay que ofrecer sentido.

Cuando decimos que la escuela debe ser modelo y no sólo refugio, hablamos de su responsabilidad simbólica. Allí, en ese pequeño territorio de bancos, lápices y voces, se ponen en juego las formas más elementales de la convivencia humana. En un mundo que parece olvidar lo esencial, la escuela puede seguir recordando –en el tono sereno de la palabra, en la justicia del gesto cotidiano– que la humanidad no se enseña con discursos, sino con presencia.

Josep Maria Esquirol lo expresa con ternura filosófica: educar es cuidar el alma. No el alma como sustancia etérea, sino como aquello que nos mantiene vivos, sensibles y abiertos a los demás. El maestro cuida cuando mira, cuando escucha, cuando ofrece su atención como abrigo. En esa atención –tan simple y tan rara– se funda toda educación verdadera. Cuidar el alma no es aislarla del mundo, sino darle herramientas para habitarlo con profundidad.

Educar es siempre un acto de resistencia frente a la deshumanización. En cada aula se libra una batalla invisible contra la desesperanza, el cinismo y la indiferencia. Los niños aprenden tanto de lo que decimos como de lo que callamos; de cómo miramos, de cómo reparamos un error. Observan con precisión cómo los adultos se tratan entre sí, cómo gestionan el conflicto, cómo piden disculpas. La escuela, entonces, no es sólo refugio de la intemperie: es el modelo donde se ensaya la posibilidad de una vida buena.

Cuando una comunidad escolar se detiene a escuchar, cuando un docente acompaña sin juzgar, cuando se nombra el dolor sin taparlo con frases hechas, la escuela enseña algo que ningún programa curricular puede reemplazar: enseña humanidad. Como plantea Delphine Horvilleur, “hablar de los muertos es una forma de mantenerlos vivos”; del mismo modo, hablar del dolor y de la ausencia en la escuela es una forma de mantener viva la compasión.

En un mundo que parece olvidar lo esencial, la escuela puede seguir recordando –en el tono sereno de la palabra, en la justicia del gesto cotidiano– que la humanidad no se enseña con discursos, sino con presencia.

El maestro, dice Esquirol, no es quien impone caminos, sino quien los ilumina con su ejemplo. No enseña desde el escritorio del saber, sino desde la humildad de quien también está aprendiendo. El verdadero maestro no se limita a transmitir conocimientos: transmite modos de estar en el mundo. Su tarea más alta no es instruir, sino sostener el sentido. Cuando los alumnos perciben en él coherencia, serenidad y capacidad de escucha, descubren que aprender es, ante todo, una forma de cuidado mutuo.

Recalcati afirma que la enseñanza tiene algo de erótica, en el sentido más noble del término: es un deseo que se transmite. Educar es encender una llama en medio del viento, no preservarla bajo el vidrio. Por eso, el maestro humanista –aquel que enseña desde la compasión– se convierte en testigo de esperanza lúcida: sabe que el dolor existe, pero también que puede ser acompañado.

Una escuela viva es una comunidad que se sabe imperfecta, pero que no renuncia a su tarea de cuidar: cuidar la palabra, los vínculos, los silencios. En este punto, la mirada de Horvilleur sobre el duelo y la laicidad resulta esencial: lo laico no expulsa lo sagrado, sino que lo abre a todos. De modo similar, la escuela pública –laica y plural– no enseña una fe, sino una ética de la presencia compartida: cada niño tiene derecho a ser mirado, nombrado y acompañado en su singularidad.

Como recuerda Levinas, el rostro del otro es siempre un llamado ético. En la escuela, ese llamado se multiplica: en el rostro del niño triste, del compañero nuevo, del adulto agotado. Responder a ese llamado es el corazón del oficio docente. Y en esa respuesta se juega la trascendencia laica que la escuela encarna: no promete salvación, pero ofrece sentido y cuidado, dos palabras profundamente humanas.

Martha Nussbaum sostiene que las humanidades no son un lujo, sino el alimento de la democracia. Sin educación emocional, estética y ética, una sociedad se vuelve ciega ante la vulnerabilidad ajena. La escuela, entonces, es también un acto político: una apuesta por la ternura como forma de resistencia. No hay gesto más revolucionario que enseñar a mirar con respeto, a pensar con empatía y a hablar con compasión.

Educar no es preparar para la vida: es ya vivir con profundidad, en compañía de los otros. La escuela es, y debe seguir siendo, el modelo donde aprendemos lo que significa ser humanos.

Juan Pedro Mir es maestro y fue director nacional de Educación.