El 40º aniversario de la Fundación Friedrich Ebert en Uruguay nos reunió en torno a la consigna “El diálogo como principio”. Ser la más joven en un panel compartido con Tamara García, Walter Ferreira, Ada González, Lilián Celiberti y Fernando Pereira me llevó a pensar, precisamente, en el diálogo como punto de partida y como práctica política.
Moderado por Rafael Sanseviero y Denise Mota, el encuentro comenzó recordando que “grandes lucha-pensadoras como Rita Segato y Franco Bifo Berardi se declaran ajenas a esta humanidad o llaman a desertar de la historia”, e invitó a reflexionar bajo la triple negación del argentino Diego Sztulwark: “No entiendo lo que pasa; no sé cómo resolverlo, [pero] no puedo dejar de buscar una salida”.
Buscando responder qué tanto comparto esa afirmación, me sumergí en autoras que piensan la desesperanza, el no entender del todo qué sucede y, aun así, siguen –o siguieron– buscando la vuelta. Para mi sorpresa, esa misma mañana de jueves, a las diez, me desayuné (literalmente) con un video de Ofelia Fernández, activista, militante y exlegisladora argentina de 25 años. Señalo su edad porque somos contemporáneas: tengo 26, y todo lo que narra en primera persona me caló hondo.
En el clip ¿Qué le pasa a nuestra generación? –que recomiendo al menos como punto de debate–, Ofelia pone el foco en el aumento exponencial de las tasas de depresión y suicidio en jóvenes desde 2010. ¿Qué pasó en 2010? Básicamente, se implementó el “me gusta” en Facebook, terminó Lost, se creó One Direction y se lanzó el iPhone 4, el primer smartphone con cámara frontal. Lo que sigue en su reflexión es un desglose de cuánto nos afectan las redes sociales a quienes crecimos con ellas literalmente en la palma de la mano.
Ofelia también habla de cómo “poner la ficha” en el futuro, de cómo la ciencia ficción pasó del futurismo cyborg a los metaversos donde sucede todo en todas partes al mismo tiempo, y cómo eso puede hacer que nos sintamos perdidas –de algo o de todo– en todas partes, a la vez. Ahí sonaron mis alarmas: trabajo en tecnología, soy diseñadora de productos digitales, una de esas personas que arma botones de pago, y tengo la batalla diaria de no ponerle “Lo quiero ya” como texto. Porque estas microbatallas también revelan una profunda afición por el lenguaje, una que comparto con colegas como Andreína Grasso, investigadora en tecnología, quien me introdujo al mundo del diseño de futuros y la ficción especulativa como herramientas para no dejar de buscar una salida.
En setiembre pasado se llevó a cabo en la Facultad de Información y Comunicación (FIC) el Congreso Latinoamericano de Ciencia, Tecnología y Género. Al cierre hubo una exposición abierta titulada Los feminismos ante los desafíos de un mundo en crisis: imaginando futuros posibles y deseables. En ese contexto, la periodista y escritora Azul Cordo entrevistó a Helen Torres, socióloga, escritora y tallerista argentina, traductora de la obra de Donna Haraway. Azul escribió: “Ante la advertencia de que ‘estamos viviendo una era de mirar para el costado’, Helen busca volver a ciertas zonas del pasado para interrogarlas sobre cómo llegamos hasta acá. No se puede seguir pensando en el futuro sin más promesa que mirar hacia adelante, como ciegos que buscan una suerte de luz, sin entender qué hicimos, ni actuar con respons(h)abilidad para evitar volver a cometer daños y errores”.
Ahí está la clave: Helen y Azul retoman la noción del pasado como “zona en disputa”, un concepto trabajado por diversas autoras en los campos de la memoria, la historia y los estudios culturales –entre ellas, Elizabeth Jelin–. En Los trabajos de la memoria, Jelin –socióloga argentina y referente clave en los estudios sobre memoria y derechos humanos en América Latina– plantea que el pasado no es algo cerrado ni fijo, sino un campo de disputa simbólica y política donde distintos actores sociales luchan por imponer sentidos, narrativas y formas de recordar. Mantengamos esto presente.
“Que la historia parezca ser solamente una moda retro vintage y el futuro pura catástrofe es el resultado de que el presente fue sustituido por la actualidad”, dice Ofelia en su monólogo. Es evidente que los grandes poderes no nos quieren atentas a esa zona en disputa: nos quieren ansiosas, pendientes del instante, cansadas y productivas. De ahí que se haya instalado un discurso muy presente incluso en nuestras propias narrativas: esa idea de que la juventud no se compromete, de que no tiene memoria porque no le interesa.
Es evidente que los grandes poderes no nos quieren atentas a esa zona en disputa: nos quieren ansiosas, pendientes del instante, cansadas y productivas.
La semana pasada llegué a un reel de Marilina Bertoldi, rockstar argentina de 37 años, diciendo que los millennials vivimos en “un sánguche de fachos”: las generaciones anteriores, fachos; las que vienen después, fachos. ¿Pertenezco a la generación de la tapa de abajo?
Vale replanteárselo: si es cierto que las juventudes estamos más distantes de las prácticas tradicionales de hacer política –especialmente la partidaria–, los datos muestran que las razones para no participar son más prácticas que ideológicas: falta de tiempo o de interés.
Dicho esto, les invito a mirar lo otro de este presente joven: a las gurisas de Proyecto Ikove, que no sólo marcan agenda en la prevención y reparación de la violencia sexual, sino que también acompañan a las víctimas y a sus familias. Propongo aprender de las travestis que sostienen la Eskuelita Trans o la obra Transfábulas. Invito a mirar las hinchadas de clubes deportivos que mantienen ollas populares y celebran a las infancias siempre que pueden. Y también a conocer a las 140 personas jóvenes que asumieron la tarea de sumergirse en la historia de una o más personas detenidas desaparecidas para recordarlas, escribirlas, ilustrarlas y hacerlas parte de sus vidas en 197 historias ilustradas.
Recordemos lo que dice Donna Haraway en La promesa de los monstruos: “Tiene que haber ese componente de fantasía, de imaginación, salir de la literalidad, que es una herramienta clara del neoliberalismo”. Lo retoma también Ofelia cuando afirma: “La discusión y las respuestas políticas tienen que estar a la altura. Hay que reactivar la imaginación política, porque estamos a tiempo de poner esta revolución al servicio de construir nuevos mundos, precisamente construibles. No se trata de criticar la velocidad y la aceleración; que el mundo cambie y cambie rápido debería ser el sueño de cualquier militante. Somos la humanidad que creó estas cosas que nos asustan y nos superan como si no tuviésemos, recordemos, capacidad para cambiarlas”.
Y vuelvo a Donna, porque mientras los autores más conocidos de ciencia ficción escribían sobre futuros apocalípticos, mujeres como ella o Ursula K Le Guin se aventuraban a pensar en clave feminista y de colaboración. A correr el foco de los fusiles y mirar la otra historia de la humanidad: la que sostiene la vida. Como la sostuvieron, por ejemplo, las ex presas políticas desde la cárcel y aún hoy en sus grupos de compañeras, o las mujeres que fundaron colectivos de búsqueda para encontrar a los hijos y nietos de todas. “Puede existir otro lugar, no como una fantasía utópica o una vía de escape relativista, sino nacido de la dura (y a veces gratificante) labor de permanecer juntas en un grupo de parentesco que incluya a cyborgs y diosas trabajando conjuntamente por la supervivencia cotidiana”, dice Donna Haraway en La promesa de los monstruos.
Para cerrar, me gustaría traer algo que dice Edda Fabbri en Oblivion: “No tengo ningún mensaje que transmitir, no ese mensaje (el que supuestamente yo sé y más supuestamente alguien, otro, espera para oír); todo lo que dije o expuse ya lo dijeron otras mujeres”. Porque, como también dice Donna: “Quiero saber cómo ayudar a construir relatos en marcha antes que historias cerradas”.
Kiara Lucas es diseñadora.