En los últimos días la diaria publicó, en su sección Posturas, un artículo en dos partes, de Diego Duarte, Leticia Martí y Pablo Martínez, con el título de “Ni casas sin gente, ni gente sin casas”1 que refiere al contrasentido que significa que en nuestro país haya una multitud de familias y personas con carencias de vivienda, por un lado, y un alto número de unidades desocupadas, por otro.
Los autores son integrantes del Grupo de Vivienda y Hábitat del Instituto Juan Pablo Terra, institución que sigue difundiendo y recreando el trabajo y el pensamiento del mayor viviendista uruguayo, cuya incidencia en la redacción y aprobación de la Ley de Vivienda de 1968 (13.728) fue fundamental. El enfoque interdisciplinario del artículo, la importancia del tema y el análisis que desarrollan hacen que sea una contribución importante en el esclarecimiento de este tema, una de las causas principales del déficit de acceso de los sectores de menores recursos a una vivienda adecuada y digna.
Comparto sustancialmente la preocupación de los autores del artículo y me parecen interesantes, más allá de los matices, las propuestas que hacen para la superación del problema. Sin embargo, me resulta extraño que, en un documento bastante extenso, que recorre muchos de los temas relacionados con ese acceso –desde la compra de vivienda usada a las realizaciones del Mevir hasta el subsidio de los alquileres a la llamada “vivienda promovida”–, prácticamente no se mencione la necesidad de construir nuevas viviendas.
Y me preocupa que la loable búsqueda de alternativas para que el exceso indudable de viviendas desocupadas se ponga al servicio de quienes las necesitan pueda servir (como ya ha servido) de argumento para justificar las muy bajas metas de inversión en construcción de viviendas, que Uruguay sufre desde comienzos de la década de 1990. En ese período, en efecto, habiendo pasado todos los grandes partidos y sectores políticos del país por el gobierno, no se logró que a la vivienda se destinara anualmente más del 0,5% del producto interno bruto, mientras que, por ejemplo, a subsidiar las elevadas jubilaciones de los militares de alto rango se aplicaba el doble de esa suma.
Estoy seguro de que la pretensión de los autores del artículo no es usar el problema del sobrestock de viviendas desocupadas como excusa de esa desinversión, pero como otros lo han hecho, y repetidamente, creo que vale la pena llamar la atención sobre el punto.
Para eso, el primer paso debería ser responder a la pregunta: ¿faltan viviendas en este país, o alcanzarían si se utilizaran las que no se utilizan? Esa respuesta la da, sin lugar a dudas, la cuantía del déficit habitacional absoluto2 del país, que es, precisamente, “el número de viviendas que sería necesario construir en un momento dado si se quisiera sustituir inmediatamente todas las viviendas irrecuperables y suministrar vivienda a los que no la tienen”.3
El problema es que este número no es fijo, sino variable: varía cada vez que una familia ingresa o se va del país; que un hogar extenso se transforma en nuclear o monoparental (o viceversa); que se construye una vivienda nueva o que otra se declara irrecuperable o se demuele. Por otro lado, ese cálculo requiere una información que sólo dan los censos (y sobre algunos aspectos, sólo parcialmente), por lo cual habrá un cálculo cada diez años aproximadamente, más o menos preciso, y después estimaciones.
Sin embargo, con todas esas incertidumbres, para responder a la pregunta inicial, en definitiva, lo único que interesa, en principio, es si esa disponibilidad de viviendas es cero (no hace falta construir viviendas), mayor que cero (sí hace falta) o menor que cero (sobran viviendas disponibles).
Pero la cosa no termina ahí: si existe un déficit, es muy importante conocer su magnitud, porque ella dimensionará el esfuerzo que deba hacer la sociedad para superarlo. Y será conveniente usar métodos consistentes para calcularlo, porque eso permitirá hacer comparaciones en momentos diferentes.
Partamos, para evitar suspicacias, de cifras oficiales, lo que es posible porque la Ley 13.728 mandata al Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial a incluir, entre otras cosas, en el plan quinquenal respectivo un diagnóstico de la situación habitacional y un cálculo de las necesidades, y eso requiere la estimación del déficit. El Plan Quinquenal 2015-2019 lo evalúa en 51.889 viviendas; el 2020-2024 lo estima en 57.000, y el 2025-2029 no aporta una cifra concreta, aunque establece que sólo teniendo en cuenta una de las carencias más importantes, la afectación por inundaciones, hay 23.524 familias en esa situación.
Por otra parte, si se tiene en cuenta que mientras que el número de hogares creció entre el censo de 2011-2012 y el de 2023 un 24,3%, el de viviendas sólo lo hizo un 18,9%, por lo que debe deducirse que la estimación de un déficit de 57.000 viviendas hecha en 2020, con base en el censo anterior, ahora debe ser por lo menos mayor. Así que puede afirmarse que faltan viviendas: más de 57.000 viviendas. Y, probablemente, bastantes más.
¿Cómo inciden en el déficit las viviendas desocupadas y cómo incidiría que su número se redujera? Es fundamental aclarar que cuando el déficit absoluto se calcula se tienen en cuenta todas las viviendas existentes que estén en condiciones, ocupadas o no, por lo cual el sano propósito de ocupar la mayor cantidad posible de ellas ya está incluido: sólo quedan fuera las viviendas que tienen que estar desocupadas para que el mercado, tanto de alquiler como de venta, funcione. Dicho de otro modo: reducir el número de viviendas desocupadas no disminuirá el déficit cuantitativo, porque eso ya está considerado en el cálculo; pero no reducirlo agrandará el déficit.
No se logró que a la vivienda se destinara anualmente más del 0,5% del producto interno bruto, mientras que, por ejemplo, a subsidiar las elevadas jubilaciones de los militares de alto rango se aplicaba el doble de esa suma.
Sin duda, gente sin una vivienda digna y adecuada no debería haber, porque es un derecho inalienable y un prerrequisito para el ejercicio de otros derechos, también inalienables. Y para que así sea, es imprescindible que no haya casas sin gente, pero también es imprescindible que se construyan las viviendas que faltan, que son muchas.
Por eso las organizaciones sociales reclaman la duplicación de las inversiones en vivienda: para poder estructurar una fuerte propuesta desde el Estado que, en un plazo lo más corto posible, cambie esta situación. Por eso, también, el gobierno puso esos temas como prioridades y compromisos para este período, en su decreto del 25 de marzo pasado. Lamentablemente, por ahora, el presupuesto elaborado por el Ministerio de Economía y Finanzas y en discusión hoy en el Parlamento no responde a esas necesidades. Se sigue con una inversión pública en vivienda por debajo del 0,5% del PIB. Más por debajo aún, porque el PIB creció y la inversión no crecería.
Finalmente, algunas precisiones al artículo de Duarte, Martí y Martínez, que pueden aclarar algunos puntos, dimensionar otros y generar intercambios:
» Ya va dicho que el gobierno pasado, así como los anteriores, no contó con los recursos suficientes para atacar los grandes problemas que debía enfrentar; quizá por eso mismo, y por el arrastre de programas en ejecución que venían del gobierno anterior (sobre todo en materia de cooperativas), ejecutó casi al máximo esos recursos, también como los gobiernos anteriores; las perspectivas parecen similares para el actual gobierno.
» La “ley de vivienda promovida” (18.795) en realidad no se llama así: ese es sólo un apodo piadoso. Su nombre oficial hace referencia a la vivienda de interés social y el apodo se adoptó cuando quedó en evidencia que el interés social no estaba allí. Y su objetivo no era “facilitar el acceso a la vivienda para los sectores medios y medio-bajos” solamente. También se apuntaba al acceso de los sectores de ingresos bajos (art. 3°, B) pero está claro que sólo el quintil de más altos ingresos puede pagar los 350.000 dólares que puede costar una vivienda promovida, como señalan Duarte, Martí y Martínez que han visto ofertadas (ni aun en 180 cómodas cuotas de 2.800 dólares). Por eso, otro acto piadoso fue, además de cambiar el nombre, olvidarse de mencionar a los sectores de bajos recursos.
» Otorgar créditos hipotecarios para comprar viviendas de hasta 2.000 UR (unos 90.000 dólares) puede ser útil, pero deberá evitarse el daño colateral de que no haya viviendas en el mercado que cuesten menos de esa cantidad. No es un augurio: esto ya pasó en los años 90 con los “certificados SIAV” y una de las dificultades importantes era encontrar una vivienda para poder comprarla. Del mismo modo, subsidiar alquileres cuyo precio se fija en el mercado libre (libre para el propietario) equivale a subsidiar al propietario. Ninguna de estas alternativas es racional si no existe un control de precios que haga que estos estén en consonancia con el producto ofrecido.
» Lo de las “cadenas en movimiento” es un viejo deseo.4 Pero ya Terra y Camou planteaban en 1983 que “no parece razonable esperar resultados espectaculares sobre el déficit (de lo que ellos llamaban más gráficamente “corrimiento”) cuando se tienen en cuenta los límites que sus ingresos imponen a muchas de las familias que lo componen”. Por otra parte, lo que se exonera a un inversor privado por una vivienda de 350.000 dólares alcanza para construir directamente la vivienda que necesita una familia de los otros quintiles más bajos de ingresos, sin esperar a que el movimiento de la cadena llegue hasta ella. Esto hace pensar que el único actor que gana con este negocio de construir viviendas caras para sectores pudientes es el inversor privado.
» Si lo que se buscaba con la vivienda promovida era rehabilitar zonas con servicios de las ciudades, el resultado dejó prácticamente afuera a todos los departamentos del interior, salvo Canelones. Y, además, lo mismo y mucho más barato lo pueden hacer las cooperativas de ayuda mutua y ahorro previo, con efectos positivos no sólo sobre la materialidad sino también en lo social.
» La duda sobre la capacidad de la industria de la construcción para poder llevar adelante un programa mucho más vigoroso que los actuales no parece a esta altura razonable, con la capacidad instalada, los avances tecnológicos y el antecedente de que en otros momentos la producción fue mucho mayor.
» Finalmente, sólo cabe compartir la frase de los autores del artículo comentado: “[los distintos instrumentos] deben desarrollarse [...] asignando recursos que permitan impactos significativos”. De eso se trata.
Benjamín Nahoum es ingeniero civil.
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https://ladiaria.com.uy/opinion/articulo/2025/9/ni-casas-sin-gente-ni-gente-sin-casas-i/ y https://ladiaria.com.uy/opinion/articulo/2025/10/ni-casas-sin-gente-ni-gente-sin-casas-ii/ ↩
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También llamado déficit cuantitativo, para distinguirlo del cualitativo, que refleja las carencias de calidad: materiales, terminaciones, servicios, etcétera, y es mucho mayor que el cualitativo, aunque requiere inversiones unitarias menores. ↩
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Terra, JP y Camou, JE (1983), El proceso de la vivienda en el Uruguay de 1963 a 1980. Montevideo, Claeh. ↩