Hace poco, en un taller sobre instituciones educativas, nos propusieron analizar una escena de la película El suplente. Un joven docente llega a un secundario de la periferia de Buenos Aires a suplir al profesor titular. Atraviesa pasillos y puertas en medio del bullicio de lo que parece un recreo, para llegar a la no menos ruidosa sala de profesores. Le preguntan si es el suplente y responde afirmativamente. Algunos le dan la bienvenida, mientras que una profesora de mediana edad lo interroga: “¿Leíste Facundo, de Sarmiento?”. “Sí, claro”, contesta él. Ella, con una media sonrisa irónica, agrega: “Bueno, bienvenido a la barbarie”. Otro colega, con tono amable y condescendiente, intercede diciendo: “No lo asustes. Bienvenido”.
El recibimiento de la profesora es duro y está cargado de violencia simbólica tanto hacia su compañero como hacia los estudiantes. Se representa a una profesional abatida por la realidad, que parece haber perdido toda esperanza en su labor. Nada sugiere que se haya tenido en cuenta la complejidad del trabajo docente, no hay referencias a las condiciones materiales, sociales y laborales en las que lleva a cabo su tarea; en ningún momento se abre la posibilidad de hacer una lectura diferente sobre su reacción, que quizás se permita esa ironía en un espacio seguro frente a sus colegas que la entienden, evitando trasladar ese desgaste emocional a sus estudiantes. ¿Qué docente con muchos años en las aulas puede decir que nunca haya estado –aun de forma inconfesa, íntima– en el lugar de esta profesora? Lo que quiero señalar es lo injusto de reducir una vida profesional a un instante y creer que de esa singularidad, además, puede construirse una característica generalizable. Los seres humanos solemos ser más interesantes que eso.
Frente a la escena no puedo dejar de reflexionar sobre cómo, desafortunadamente, las y los educadores solemos ser objeto de representaciones signadas por juicios estereotipados y reduccionistas. Miradas que se instalan en la escena pública, originadas por algunos actores de los medios de comunicación, del espectro político o incluso de la academia. Simplificaciones que ignoran las múltiples dimensiones que atraviesa nuestra práctica profesional, una labor construida sobre una compleja combinación de variables que producen las condiciones en que se encuadra la tarea docente. A menudo se nos ha atribuido un papel decisivo en los problemas que presenta la educación. Sin embargo, al analizar el rol de las y los educadores sin considerar los factores externos que lo condicionan y configuran –tales como las políticas educativas, las partidas presupuestales o el marco normativo de los subsistemas– se tiende a responsabilizar a las y los profesionales del sector, dejando en un segundo plano las obligaciones de carácter político y administrativo de las autoridades educativas relacionadas con estos problemas.
Este enfoque descuida, además, aspectos que se originan en la sociedad y permean e impactan directamente a las instituciones educativas, como la pobreza, la violencia, la desigualdad y el papel de los referentes adultos de niños, niñas y adolescentes. Por último, esta perspectiva invisibiliza que muchos de los desafíos de la docencia no son exclusivos de Uruguay, sino que responden a dinámicas y tensiones presentes a nivel global.
El informe del Grupo de Alto Nivel Sobre la Profesión Docente de la Organización de las Naciones Unidas identifica varios problemas críticos a nivel mundial en el sector educativo. Entre ellos destaca la escasez global de docentes y la dificultad en muchos países para atraer y retener profesionales de la educación. Asimismo, se señala la precariedad laboral y la alta carga de trabajo, los salarios por debajo de lo percibido por otros profesionales con formaciones equivalentes, los contratos inestables y la remuneración insuficiente. A todo ello se suma la falta de reconocimiento y de valorización social de la labor docente, lo que afecta la motivación y reduce el atractivo de la profesión. Se señala que persiste una limitada autonomía profesional y escasa intervención de las y los educadores en la toma de decisiones sobre políticas educativas.
Desafortunadamente, las y los educadores solemos ser objeto de representaciones signadas por juicios estereotipados y reduccionistas.
¿Cómo nos va en Uruguay con algunos de estos temas? El país enfrenta desde 2022 una disminución constante en la matrícula de estudiantes inscriptos en Formación en Educación, además de dificultades para cubrir vacantes en asignaturas de educación media y cargos en primaria. Factores como la percepción social de la profesión, los contextos complejos en los que a menudo se debe trabajar sin un adecuado acompañamiento, los bajos salarios en términos comparativos con otras profesiones o actividades laborales y el casi obligado multiempleo contribuyen a agravar la situación.
En relación con la valoración sobre el trabajo docente, lamentablemente las noticias suelen destacar las situaciones negativas, mientras que las buenas experiencias se presentan como algo excepcional. La innovación en educación –a excepción de la tecnológica, que goza de buena prensa– y el desarrollo de la reflexión sobre las prácticas docentes de algunos colectivos profesionales no ocupan el mismo espacio en los medios ni en el debate público que los problemas. Cada año, en el ámbito privado y en el público se organizan numerosas actividades impulsadas por los docentes: jornadas de buenas prácticas, congresos de profesores de diversas asignaturas, conversatorios; iniciativas que abarcan cuestiones disciplinares, aspectos relacionados con la didáctica, el contexto social de los estudiantes o las dificultades de aprendizaje. Desafortunadamente, al no recibir visibilidad, se refuerza la idea de un colectivo insuficientemente preparado, lo que debilita la confianza de la sociedad en los profesionales de la educación y legitima la escasa participación que se les otorga a las y los docentes en la política educativa.
Ante la oportunidad histórica de avanzar hacia una formación en educación universitaria, resulta crucial considerar que la profesionalización continua de las y los docentes, que se verá fortalecida por este cambio, requiere condiciones de trabajo que posibiliten su ejercicio pleno. Estos logros no pueden naufragar por dificultades en la práctica laboral. Una formación docente universitaria y mejores condiciones de trabajo nos permitirán construir una mejor educación.
A nivel nacional e internacional se plantean una serie de desafíos en el área educativa: mayor inversión en la formación continua de las y los educadores; condiciones de trabajo y salariales que permitan una educación de calidad; autonomía profesional y participación activa en el diseño de las políticas educativas; apoyos de otros técnicos cuando sea necesario, entre otros aspectos. La generación de oportunidades a nivel educativo requiere una apuesta que contemple tanto las necesidades de los estudiantes como una inversión en las y los docentes que llevarán adelante la tarea.
¿A qué estamos dispuestos a comprometernos como sociedad y como Estado? En la respuesta de esta interrogante nos va el futuro. Crear la Universidad de la Educación; pensar sobre qué condiciones de ejercicio profesional podemos comenzar a cambiar puede ser un buen inicio. Algunas ni siquiera necesitan presupuesto, como entablar un diálogo respetuoso con los diversos actores sobre nuestras preocupaciones compartidas, abierto y franco, con talante constructivo, partiendo de lo mucho que sí existe en nuestro cuerpo docente, nuestros estudiantes y sus familias.
Gabriela Rak es docente de Historia en la educación media y docente de Formación en Educación.