En Uruguay nos gusta contarnos un cuento: que somos un país de clase media, de oportunidades parejas, de estabilidad ejemplar. Un país sin pobres “de verdad”. Un país que vive tranquilo. Pero ese cuento se derrumba apenas uno atraviesa la frontera invisible de la costa.

Las cifras oficiales dicen que entre 17% y 20% de los uruguayos están bajo la línea de pobreza. Pero eso es apenas el borde del abismo. El propio Estado reconoce que casi 40% de la población vive con privaciones serias: viviendas precarias, empleos inestables, servicios deficientes, rezago educativo, vida al límite. Gente que no aparece en la estadística monetaria, pero que sobrevive a un país que se mira desde la playa y sólo se reconoce en el reflejo del agua.

Mientras tanto, en la franja de privilegio que abraza el río y el océano, existe otro Uruguay. Allí se vive con un nivel de consumo importado, una estética europea de fin de semana eterno: brunch, autos de lujo, urbanizaciones cerradas, bienestar boutique. Y quienes viven allí, en esa burbuja ordenada y luminosa, han llegado a creer que ese es el país real. No lo es. No lo ha sido nunca.

Fuera de esa burbuja -fuera del marketing turístico y de la foto aérea que tanto nos gusta- habita el Uruguay de verdad: desigual, fracturado, cansado. Un Uruguay donde la violencia no aparece de golpe, sino que crece lentamente desde la desigualdad, la más cruel de las violencias. En esos barrios olvidados es donde el narcotráfico encuentra su territorio fértil. No porque haya “malos”, sino porque hay abandono. Porque hay hambre de oportunidades y sobra indiferencia.

Uruguay no está dividido: está partido. Entre la costa que vive como si fuera Europa y el país que sobrevive como puede. Entre la postal y la realidad. Entre los que miran el mar y los que miran el suelo.

Al mismo tiempo, el país se desangra por otra herida: la entrega de su territorio y su naturaleza. Las multinacionales que llegan con promesas de desarrollo y se llevan riqueza, madera, agua, tierra, biodiversidad. El agro corporativo, colonizado por fabricantes de agroquímicos, que transforma el antiguo Uruguay Natural en un eslogan vacío mientras fumiga el futuro. Y ahora, el océano, que será perforado con exploraciones sísmicas que pueden destruir la vida marina para buscar un petróleo que, en el mejor de los casos, ni siquiera quedará en manos de los uruguayos.

Todo esto ocurre al mismo tiempo, frente a todos, como si fuera inevitable. Como si la desigualdad fuera un fenómeno meteorológico y el saqueo un precio que hay que pagar por pertenecer al mundo.

Pero la verdad es más simple y más dura: Uruguay no está dividido, está partido. Entre la costa que vive como si fuera Europa y el país que sobrevive como puede. Entre la postal y la realidad. Entre los que miran el mar y los que miran el suelo.

Y si seguimos mirando para otro lado, llegará el día en que ya no habrá playa, ni burbuja, ni excusas. Porque un país no se derrumba por culpa de los pobres, ni del narcotráfico, ni de las crisis. Un país se derrumba cuando los que pueden ver no quieren ver. Y cuando los que pueden actuar deciden no hacerlo.

Ese es el Uruguay real. Y negarlo es la forma más elegante de seguir destruyéndolo.

Miguel Zubieta es técnico agropecuario.