El 22 de diciembre de hace 39 años, la mayoría de los legisladores blancos y colorados aprobaron una ley destinada a impedir que los ciudadanos obtuviéramos de la justicia un derecho establecido en la Constitución. Esa fue la esencia de la Ley de Caducidad, como parte de un proceso de transición política liderado por una estrategia de impunidad encabezada por Julio María Sanguinetti.

Seguramente las nuevas generaciones, que rondan hoy los 50 años de vida, no encuentren coherencia entre este aniversario y los 40 años de democracia que gran parte de la sociedad uruguaya, de forma distraída, conmemoró este año.

Aquel 22 de diciembre de 1986, un acto de prepotencia inconstitucional —que incluyó la expulsión del entonces senador Germán Araújo—, destinado a proteger a criminales de Estado, implicó para nosotros una larga lucha para que la verdad y la justicia no caducaran.

Nos ingeniamos para ir derrumbando barreras y muros que muchos pensaron inexpugnables. Aquella ley arbitraria, inmoral e inconstitucional, treinta y nueve años después, ya no es el impedimento para que exista, aunque tardíamente, justicia.

Sin embargo, ese avance sustancial, producido gracias a esas luchas sin desmayo, no ha sido suficiente para garantizar que, en relación con las gravísimas violaciones a los derechos humanos cometidas por el terrorismo de Estado, exista una actuación eficaz por parte de todas las instituciones del Estado.

Algunos responsables de crímenes cometidos al amparo del terrorismo de Estado pudieron ser procesados y condenados al haber sido eliminada la impunidad jurídica. Muchos otros aún continúan impunes.

Todos los enjuiciados viven su reclusión con privilegios que otros delincuentes no poseen. Muchos gozan de prisión domiciliaria.

Aquel 22 de diciembre de 1986, un acto de prepotencia inconstitucional, destinado a proteger a criminales de Estado, implicó para nosotros una larga lucha para que la verdad y la justicia no caducaran.

Pese a que el actual Poder Ejecutivo no actúa como el perro guardián de la impunidad instalado a las puertas de los tribunales, los ciudadanos que acudieron a los juzgados no tienen la seguridad de que sus derechos sean atendidos en tiempo y forma. Esa triste y lamentable situación para las víctimas, sus familiares y para la sociedad es la que padecen las causas radicadas ante los tribunales sin resolver y aquellas que, pese a haber sido resueltas, se pretende atenuar mediante proyectos de prisiones privilegiadas.

El mantenimiento durante muchos años, en nuestro ordenamiento jurídico interno, de una norma como la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado no solo expuso al país ante la comunidad internacional. También cobijó otras formas de impunidad, como las que se han denunciado en relación con la actuación de los servicios de inteligencia espiando en democracia.

Ese modelo de convivencia social que vivió nuestro país, con la impunidad como telón de fondo, afectó profundamente a todo el tejido social. Que las generaciones actuales puedan reclamar la plena vigencia de los derechos humanos, sin miedos, sin impunidad y sin obstáculos, y que el Estado investigue y juzgue con eficacia a quienes, amparados en el poder estatal, cometieron las más crueles violaciones a los derechos humanos, es una señal saludable que deberían dar con claridad las instituciones democráticas.

No es eso lo que muestran las iniciativas de parlamentarios blancos y colorados para otorgar privilegios a terroristas de Estado. Tampoco lo son los mensajes confusos y ambivalentes provenientes del Poder Ejecutivo. Hay que estar alertas y vigilantes, pues la lucha democrática es un desafío infinito.

Raúl Olivera es coordinador ejecutivo del Observatorio Luz Ibarburu.