En las democracias contemporáneas, la distancia entre el sentido original de la función pública y su práctica cotidiana se vuelve especialmente visible cuando quienes ocupan cargos legislativos actúan como si la investidura fuera un instrumento de poder personal y no una responsabilidad inscrita en un orden institucional que los trasciende. Hay personas que circulan por la vida pública con una mezcla de despreocupación y desprecio, como si el mandato popular habilitara privilegios y no impusiera límites. Cuando un representante electo opera guiado por intereses propios –o por la lógica del dinero– y utiliza su posición para abrir puertas que, por la Constitución, deberían permanecer cerradas, lo que se quiebra no es únicamente una regla jurídica: lo que se resiente es la confianza colectiva en el sentido mismo de las instituciones.

En este marco, el episodio que involucra a Andrés Ojeda –según ha sido señalado públicamente– vuelve a poner en evidencia la tensión permanente entre el deber público y el beneficio privado. Que un legislador, en pleno ejercicio de su cargo, intervenga ante organismos del Estado para favorecer a terceros, en un terreno que la normativa prohíbe expresamente, no puede leerse como un descuido técnico. Es una declaración de prioridades. Allí donde el interés colectivo ya no ordena la acción, la ética se transforma en un obstáculo y no en una brújula.

La cuestión no se limita al acto puntual. La conducta pública de quien se permite sobrepasar límites institucionales a plena luz, bajo cámaras y bajo escrutinio parlamentario, no suele corregirse en la intimidad; más bien se amplifica. La división entre lo público y lo privado no habilita dos sistemas éticos distintos. Quien viola la norma en el espacio institucional, donde la visibilidad es mayor, difícilmente se rija por un estándar más estricto cuando actúa lejos de los reflectores. Las actitudes no se improvisan: se revelan.

Que un legislador, en pleno ejercicio de su cargo, intervenga ante organismos del Estado para favorecer a terceros, en un terreno que la normativa prohíbe expresamente, no puede leerse como un descuido técnico.

Este tipo de episodios obliga a interrogar qué clase de norma política y social estamos aceptando como umbral. Porque cada vez que un representante confunde su rol con el de un gestor privado, lo que se transmite a la ciudadanía es devastador: que la ley puede doblarse, que la ética es opcional y que el poder funciona como propiedad personal de quien lo detenta. Allí donde esa lógica se instala, la ley deja de ser expresión de lo común y se convierte en herramienta del más influyente; la institucionalidad se vacía de contenido y la democracia pierde espesor.

Nada de esto remite a un problema moral individual, sino a un problema político estructural: cuando quienes legislan se sitúan por encima de aquello que legislan, la autoridad de la norma se diluye. La democracia no se sostiene sólo en elecciones periódicas, sino en la convicción colectiva de que el poder está contenido por la ley, incluso –o sobre todo– para quienes la redactan. Cuando esa convicción se erosiona, no lo hace de manera silenciosa: produce un vacío en el que la autoridad pierde fundamento y la ciudadanía se distancia de sus instituciones.

La función pública no es un espacio de autosatisfacción ni un escenario para el despliegue personal. Es un régimen de límites, una forma de acción regulada por un marco que precede y excede al individuo que lo ocupa. Cuando ese marco se ignora, la política deja de ser servicio a la república y se convierte en servicio a sí mismo. Y allí donde el poder se repliega sobre la conveniencia personal, lo que se rompe no es la conducta de un legislador, sino el significado mismo de lo público. Sólo entonces aparece con nitidez el problema de fondo: no se trata de un caso, sino de una forma de concebir el poder que, si se normaliza, desarma la idea misma de democracia.

Pablo Tailanian es integrante de la dirección del Movimiento Socialista Emilio Frugoni.