A los abogados defensores de los protagonistas de abusos sexuales a menores los apoya una recua de ideólogos y ejecutores de poderes de seducción, algunos de ellos con bien ganada fama. Gracias al cielo, nuestros fiscales y jueces no se avienen a pruebas literarias (por más glorificadas que sean), sino que se ajustan al derecho positivo de la República Oriental del Uruguay.
La literatura (aclaremos que no objetamos los valores artísticos de las obras que se mencionan y aceptamos como atenuante el contexto histórico en que fueron escritas), así como algunas historias de vidas excelsas, proporcionan ejemplos notables de situaciones de abordaje sexual de personas mayores (generalmente hombres) a niñas o niños en condiciones de indefensión y desigualdad. En relatos edulcorados por plumas brillantes, y por la destreza del autor para dorarnos la píldora, el arte literario hace que lectores desprevenidos, o sumisos, aceptemos como grandes conquistadores a verdaderos depredadores de la infancia, de cuyo estilo y prestancia nadie duda.
Podríamos hacer un listado de obras, o de biografías de famosos, donde se relatan estos actos, elevados a la categoría de obras cimeras, pero bastaría con citar la celebrada Lolita de Vladimir Nabokov (llevada al cine en varias versiones), o los relatos de violaciones conjuntas a jóvenes (varones y niñas) contados, con pretensiones vanguardistas de revoluciones sexuales, por la pareja Sartre-Simone de Beauvoir. Pero como esa tampoco es la pretensión de este artículo, nos quedaremos con el ejemplo cumbre de Fausto, del alemán Johann W Goethe (1749-1832).
En esta conocida obra, el protagonista, Doctor Fausto, empresario prestigioso, hace un pacto con el Diablo (Mefisto) y logra convencer a Margarita, una niña (inocente, ingenua, virgen), para que salga de su mundo opresivo, de pobreza y expectativas frustradas, y se rinda en sus amantes brazos como forma de liberarse de su desgraciada vida. Es un amor entre comillas, aunque Goethe no lo describe como tal. En realidad, el Doctor Fausto no siente ni siquiera ese “amor” por la niña, a quien cautiva (en realidad compra) con joyas y vestidos caros, proporcionados discretamente por Mefisto, sino que el móvil de su accionar (potenciado con pócimas rejuvenecedoras especiales) es el “desarrollo” de su ego de burgués poderoso en títulos, en riquezas y en prestigio entre las élites en las que se formó. Recordemos que el laureado autor de la obra provenía de una poderosa familia de la burguesía alemana. No escasean los psicoanalistas irreverentes que ven allí, en el Doctor Fausto, un álter ego del propio Goethe. Pero ese no es el tema que nos interesa.
En el capitalismo industrial incipiente de los siglos XVIII y XIX, la poderosa clase que hacía funcionar todos los mecanismos de dominio facturaba los costos del desarrollo a todos los sectores sometidos a su poder. El Doctor Fausto y su patrocinador, Mefistófeles, se constituyeron en el emblema del modernismo dieciochesco-decimonónico (Goethe escribió esta obra durante 60 años, desde 1770 a 1830), lanzado al siglo XX con la enérgica producción de los sistemas imperialistas globalizadores. En esas condiciones también se potenciaron el Bien y el Mal de la moralidad de raíces religiosas y otros dúos en conflicto dialéctico, promotores del desempeño irrefrenable de las fuerzas productivas y culturales de la modernidad actual.
Fausto es tan satánico (y tan autoimpune), que no siente culpa ni responsabilidad por llevar, a la locura primero y luego a la muerte, a la indefensa niña, quien irá a prisión por asesinar a su propio hijo, acosada por la sanción social, inmisericorde con las “putas arrastradas” que ya no le son funcionales. Pena de muerte a la rebeldía contra la pobreza, encauzada por el camino de aceptar promesas de buena vida y viajes por paraísos terrenales. Pena máxima a una niña que, sin tener libertad de elegir, porque la alternativa de seguir siendo pobre no era la mejor, y satisfacción morbosa de una sociedad (la medieval) agonizante, víctima de su propia ineficacia para sobrevivir a los cambios.
Victimizar a los victimarios no es el único recurso de la opinión pública. Hay otros peores. Se escuchan, públicamente o no, dudas y afirmaciones nada extrañas sobre las víctimas de estos delitos.
Goethe no redime a Fausto con el arrepentimiento. Por el contrario, naturaliza su conducta con su impresionante confesión de impotencia ante la disyuntiva planteada por Mefisto: “¿Y qué podría hacer yo?”, se pregunta, a la vista de la tragedia de Margarita. Fuerzas superiores a sus escrúpulos lo conducen al trágico e inevitable desenlace. En esa frase, y en la vivencia individual de un solitario triunfante, y a la vez vencido, está la explicación (como una Caverna de Platón) del costo del desarrollo de las fuerzas productivas, a ritmo de topadoras, del progreso social. Es esta la doctrina del sacrificio de las víctimas y hasta de la misericordia que claman los victimarios, por su papel de verdugos de otros, de los que sirven de pie y de escalera para su ascenso y el incremento de sus riquezas.
A veces hasta nos dan pena y pasamos a invertir su papel, y los volvemos víctimas de las circunstancias. Pero victimizar a los victimarios no es el único recurso de la opinión pública. Hay otros peores. Se escuchan, públicamente o no, dudas y afirmaciones nada extrañas sobre las víctimas de estos delitos, que salieron a luz recientemente en Uruguay. Algunas como estas: “Las chicas, aunque menores, eran prostitutas y sabían lo que hacían, vendían su servicio sexual”; “eran trabajadoras, como cualquiera de las que hacen el mismo trabajo. Entonces, si por ser menores tuvieran una habilitación de sus padres para trabajar, nadie podría objetar nada”. O esta: “Lo mejor sería bajar la cantidad de años para alcanzar la mayoría de edad. Hay tanta gente que pide que voten a los 16 y hasta los 14 años, o que sean imputables a esas edades. ¿Por qué no aceptar que ofrezcan servicios sexuales a los 13 o 14 años?”. Estas barbaridades abundan diariamente en las redes y programas de radio. La hipocresía al mango.
No se trata sólo de ver todo como la prestación, a precio de mercado, de un “servicio sexual”, ni tampoco de “trabajo sexual”. Cierto es que el rey Midas, al revés del capitalismo, envilece todo, transformando hasta los sentimientos en “recursos utilizables” (y no bienes disfrutables) pasibles de asentar en registros contables. Si se transforma la fuerza de trabajo de los seres humanos en mercancía, a la que le ponen un valor (a veces negociado en Consejos de Salarios), poco ganaríamos con pretender que los “servicios” sexuales de las mujeres (o de hombres) evadieran las reglas del sistema. En tren de mercantilizar todo lo que se mueve o siente, hacer de las mujeres y el sexo un “servicio” a nadie le duelen prendas. En la izquierda repetimos, hasta con ingenuidad (porque no quiero calificar de complicidad), esa terminología degradante. Y muchas veces propiciamos la reproducción de las condiciones que sostienen sus largas vidas.
El reino de la necesidad y el reino de la libertad
El sexo es un componente de la naturaleza de los seres vivos, que básicamente tiene una función reproductora como mecanismo eficiente de la preservación de las especies. Eso es lo elemental. En el devenir de los tiempos la cultura humana lo ha integrado a espacios (físicos y espirituales) de bienestar, de satisfacción, de relacionamiento empático entre personas, condimentos tan válidos como cualquiera de otras manifestaciones culturales que producen placer de vivir.
El sexo, como todo sentimiento o expresión humana, para ser ejercido libremente, no debe(ría) estar condicionado por la necesidad. No debe(ría) estar impulsado por deformaciones, envilecimientos, alienaciones de mujeres y hombres. No queremos Margaritas, pero tampoco Faustos. Detrás de esos hombres que salen a buscar “servicios” hay toda una historia de privaciones, de deformaciones, de falta de educación sexual, de machismos, de conductas y acciones de relacionamiento interpareja con fuertes componentes patriarcales familiares y de tratamiento a otros seres como objetos de deseo y no como sujetos de tales.
Hay condiciones en el actual sistema que no permiten cambiar de inmediato los fundamentos del trabajo sexual, y sólo podremos aliviar los efectos devastadores que provocan. El simple trabajo de cualquier trabajador ya es degradante de su esencia humana, desde que se ve obligado a vender su fuerza de trabajo, enajenar el producto de su actividad y contribuir (objetivamente) a la reproducción del sistema de explotación general. Cambios parciales y aproximaciones a un futuro mejor se logran con las luchas de los y las trabajadoras. Eso es una cosa. Pero el “servicio” vendido por una “trabajadora sexual” es mucho más que una simple explotación laboral, pues además propicia la degradación de la mujer y la peor de las enajenaciones. Propugnemos tender a abolir el “servicio sexual”, que transforma a la mujer en objeto, en una doble aplicación del machismo patriarcal. Propugnemos, cada vez más, que todos y todas podamos vivir cada día con más libertad y con menos necesidades insatisfechas, sin esperar a que arribe, quién sabe cuándo, la utópica sociedad “del pan y de las rosas” para liquidar todas las desigualdades. Mientras tanto, tratemos de no reproducirlas, porque, de lo contrario, estaremos contribuyendo a que el camino a recorrer sea más difícil.
Carlos Pérez Pereira es escritor y militante de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.