La presión militar del gobierno de Estados Unidos contra el de Venezuela va en aumento, y se acerca cada vez más a una situación de guerra muy desigual. Después de un largo período de sanciones económicas, desde setiembre las fuerzas armadas estadounidenses atacan en aguas internacionales a embarcaciones que el gobierno del presidente Donald Trump define, sin presentar pruebas, como pertenecientes a una organización de narcotraficantes dirigida por su par venezolano, Nicolás Maduro. Así han matado a más de 80 personas que no podían defenderse.

En octubre, Trump anunció que había autorizado a la Agencia Central de Inteligencia de su país (mucho más conocida como CIA, por sus siglas en inglés) a realizar operativos encubiertos en Venezuela, y que analizaba la posibilidad de pasar de las operaciones marítimas a las terrestres. El despliegue militar de Estados Unidos en la región se ha incrementado, y a fines de noviembre Trump afirmó que el espacio aéreo venezolano permanecería “cerrado en su totalidad” por tiempo indeterminado. También dijo que había hablado por teléfono con Maduro y le había dado el plazo de una semana, ya cumplido, para abandonar Venezuela si quería salvarse junto con su familia.

Por el momento, no parece probable que se produzca una invasión por tierra, pero están dadas las condiciones para que haya bombardeos a presuntas instalaciones del narcotráfico, o secuestros y asesinatos selectivos de altos funcionarios venezolanos a los que el Poder Ejecutivo estadounidense define, por sí y ante sí, como jefes de “organizaciones terroristas” narcotraficantes. Con independencia de las acciones que se lleven a cabo y del modo en que se intente justificarlas, es clara la intención de derrocar al régimen presidido por Maduro, quizá por intereses más geopolíticos que directamente económicos, y ya hay amenazas también contra Colombia.

Violencia inútil e impune

Todos estos actos de agresión se han salteado, como es la peligrosísima costumbre de Trump, tanto la legalidad nacional como la internacional. No hubo autorizaciones del Congreso estadounidense ni del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), y si se hubiera intentado conseguirlas habría sido muy difícil que fueran otorgadas. Falta evidencia de los hechos invocados como motivo de los ataques, y es incluso muy discutible que esos presuntos hechos estén tipificados en alguna norma de Estados Unidos, la Organización de Estados Americanos o la ONU como causa valedera para la violencia institucional.

En general, como lamentablemente sabemos, el presidente de Estados Unidos se atribuye la potestad imperial de usar la fuerza en cualquier parte del mundo (o de deportar a migrantes, o de imponer aranceles), en nombre de “intereses nacionales” que a menudo no se toma siquiera el trabajo de describir. En particular, el relato sobre la necesidad de impedir por medios militares el narcotráfico hacia su país es insostenible.

Las estrategias estadounidenses de ilegalización y “guerra contra los drogas” son un resonante fracaso desde hace décadas, y quienes reducen el mundo a una dinámica de demandas y ofertas deberían verlo con más claridad que nadie. Retomar esas estrategias y potenciarlas en escala de guerra internacional es una de las ilusiones restauradoras más inviables de Trump. “La violencia es el último refugio del incompetente”, escribió Isaac Asimov en Fundación, pero cabe acotar que al presidente de Estados Unidos no se le ocurre bombardear cultivos, sino hundir lanchas de a una, como quien cierra bocas barriales de pasta base y con parecidas chances de éxito.

En todo caso, la gran mayoría de los restantes gobiernos del mundo tiemblan o callan. Unos están entrampados en negociaciones con Trump a las que les asignan prioridad; otros no están en condiciones de enfrentarlo y China evita el apresuramiento en su camino ascendente, que no pasa hoy por campos de batalla tradicionales. Están también quienes apuestan a beneficiarse mediante alianzas con un violador serial y compulsivo de acuerdos: esos quizá sean los más insensatos.

Nadie es una isla

Es fácil denunciar los ataques a la soberanía de un país cuando sus autoridades tienen, dentro y fuera de fronteras, una reputación de respeto a los derechos, honestidad y promoción eficaz del desarrollo con redistribución. Estos atributos no adornan, por cierto, el régimen que preside Maduro, y por eso mismo queda en evidencia el valor de defender los principios del derecho internacional, que no fueron definidos en beneficio exclusivo de los buenos gobiernos, sino con el objetivo de garantizar la convivencia pacífica y constructiva de toda la humanidad.

Cualquier muerte nos disminuye, como escribió John Donne hace ya cuatro siglos. Con más razón, el atropello terrorista contra cualquier Estado nos involucra y nos amenaza. La construcción de una trama mundial de contrapesos que reconquiste diversidad y libertades será lenta y ardua, pero cuesta imaginar algo más urgente.