Muchos nos preguntamos por qué Luis Lacalle Pou mantuvo hasta el final de su gestión una aprobación tan alta (58%). Las mediciones refieren a él mismo y no a ítems de gobierno como seguridad, economía u otros, que tienen guarismos bastante más bajos. La pregunta surge de inmediato: ¿por qué el gobernante logra ser mejor juzgado que sus acciones como tal?

La respuesta podría tener una connotación filosófica si aseguráramos que las personas son mucho más de lo que hacen. De sostener esta problemática disociación, nos veríamos obligados a hurgar en “eso” distinto que separa a Lacalle Pou de lo que ha hecho como jefe de un gobierno que sin dudas nos deja mayor corrupción, pobreza, desigualdad y violencia.

Hecha esta primera distinción, no nos ocuparemos del análisis de su gobierno (por otra parte, evaluado en las últimas elecciones nacionales), sino de ese “plus” que –envuelto en lo extraordinariamente subjetivo, incluso mágico– nos predispone a amar u odiar a las personas más allá de lo que hacen. Hay una pregunta adicional: ¿es en realidad la persona lo que está en juego, u otra cosa?

Está claro que aceptar o rechazar un actor público, más aún un presidente, nunca es, por así decirlo, un hecho “natural”, tal como nos sucede al evaluar a nuestros pares, amigos, vecinos o familiares. De más está decir que, en este caso, nuestras propias perspectivas políticas nos impedirían emitir juicios desprejuiciados; sin embargo, el amplio margen de aprobación del expresidente en votantes del Frente Amplio contradice un análisis lineal o partidario.

Mi hipótesis es que lo que se mide como “desempeño del presidente” (en ningún caso y mucho menos en el que nos ocupa) no son hechos simples o espontáneos, sino especialmente representados y que como tales habría que analizar. La aprobación o desaprobación son juicios de valor que terminan emitiéndose bastante más con relación a lo que se pone en escena en apariciones públicas del expresidente que por el trabajo que le ha encomendado la ciudadanía; una asimetría que resulta de la distribución pautada por los medios de comunicación, asignando un enorme peso cualitativo y cuantitativo a lo primero con relación a lo segundo.

Por lo tanto, evaluar correctamente la entidad “Lacalle Pou” debe detenerse en el análisis del relato y la escenificación presidencial; algo que requiere de cierta hermenéutica, de una interpretación de los signos y la simbología propuesta por el “elenco” del expresidente, tal como lo haría un crítico literario frente a una obra de teatro. Las coincidencias de lenguaje no son casuales. Hay una intención, un método, un estilo, un guion y una representación; todo ello con el agravante de que nosotros (el público) la pasamos tanto o más tiempo en el “teatro” que en la vida real si de política se trata. Hay, también, una lejanía que separa a los actores del público. Por tanto las encuestas, creyendo que registran hechos espontáneos (afinidades naturales, simpatía), en realidad miden (algo aparentemente oculto para ellas mismas) una estrategia política, en este caso, exitosa.

El expresidente y su inamovible equipo son quienes saben mejor que nadie todo eso. Destinaron mucho esfuerzo a un despliegue simbólico cuyos pilares estratégicos han sido, según creo, en primer término, instalar la ilusión de cercanía entre gobernante y gobernados, y luego promover una plena identificación de la persona con el alto cargo que desempeña, desplazando hacia los subalternos lo mucho y claramente inadmisible de la gestión de tal manera que su posición individual y jerárquica resultara indemne a tanto descalabro bien repartido por debajo. Es interesante ver cómo ambas estrategias resultan absolutamente complementarias para neutralizar tanto acusaciones de “populista” como de “monárquico”.

La primera tarea encarada con éxito por Lacalle fue, entonces, representar el rompimiento de la distancia entre gobernantes y gobernados mediante el contacto corporal y la exposición cotidiana.

La sentencia “miren, ahí va el rey” puede sustituirse por otra: “Miren, ahí va el rey que en realidad es un igual a nosotros”. Esto no es nada espontáneo sino todo lo contrario, algo cuidadosamente elaborado para generar atracción, empatía, en una época de desacralización de las investiduras y descreimiento en toda autoridad.

La primera tarea encarada con éxito por Lacalle fue, entonces, representar el rompimiento de la distancia entre gobernantes y gobernados mediante el contacto corporal y la exposición cotidiana. Se realiza un simulacro de cercanía sustentado en el íntimo (nunca declarado) reconocimiento de absoluta lejanía con la parte excluida y verdaderamente esencial de ser gobernante. Mientras se refuerza la idea previa y extendida de que el presidente es un igual y se añade una prueba tangible o fotográfica del hecho, se excluye lo más importante en juego: su función política. La verdad imaginada queda suprimida por la vacía performance.

Mientras lo compartido masivamente es el deseo de verdadera cercanía y participación en el gobierno de lo que nos es común, la actuación del presidente –semejante a una estrella de cine o famoso futbolista, bien lejos del set o la cancha– resulta una burda pero efectiva simulación; da la peor respuesta posible a la esperanza colectiva de profundizar la democracia y, por eso mismo, el deseo se aleja irremediablemente de la realidad. Consecuentemente, la distancia entre las decisiones tomadas en la Torre Ejecutiva y el pueblo es ahora paradójicamente mayor que la de (pongamos) un siglo atrás, porque la marca el engaño de creernos iguales al gobernante y no la anterior y lejana admiración por alguien –efectivamente– distinto.

El segundo pilar estratégico parte de la idea de que un gobierno impopular (más pobreza, violencia, etcétera) sólo tiene un contrapeso posible: dar clases al pueblo sobre cómo se gobierna; es decir, representar constantemente al “buen gobernante”. El expresidente estuvo jugando todo el período al maestro que explica a niños cómo funcionan las cosas o el mundo en general; es secundario si su punto de vista o sus explicaciones son las adecuadas, lo importante es relacionar la función presidencial con la de un padre de familia que reparte saber: el que manda y educa.

Quienes miramos críticamente sus discursos nos asombramos del impacto positivo que puede generar la profusión de lugares comunes o directamente la más banal perogrullada como, por ejemplo, decir que la agraria es una “actividad evolutiva y por lo tanto de futuro” con el tono preciso –muy ajustado, serio y pedagógico– de alguien dedicado a decir grandes verdades.

Así que finalmente no se juzga al presidente ni por su función ni como persona (de la persona estamos aún más lejos que antes). Se lo está juzgando por cuánto se aviene o se aparta ese hombre del rol imaginado como ideal para un presidente. El éxito de las encuestas refleja la elaboración de una representación aceptada y aceptable para muchos uruguayos sobre cómo debe ser un presidente. En realidad es esto lo que miden las encuestas. Algo así como si este tipo está haciendo bien o mal de presidente. En este caso y entendiendo –por cierto que lejos de la idea original– por “carisma” algo histórico y relativo según distintas intenciones políticas, no habría por qué negarle tal atributo a alguien especialmente dotado para la simulación, en tiempos en que reina la representación del deseo por sobre el propio deseo.

Finalmente, otros dos niveles del problema que nos incumbe a todos: ¿por qué hemos desacralizado la política, descreemos de los gobernantes pero a la vez somos fáciles víctimas de la simulación? Ya no creemos, pero –por el necesario apego a la vida y la esperanza– queremos creer y entonces vamos de decepción en decepción. La respuesta la están aprendiendo (demasiado) lenta y dolorosamente los pueblos del mundo: cuanto más se profesionaliza la actividad política, cuanto más se aleja del vínculo directo con la gente, cuanto más gobierna el capital y las grandes empresas y menos los estados y la política, cuanto más vacío el relato, más se hace necesario el buen manejo de los medios para finalmente quedar todos sometidos a ellos como mecanismo de sobrevivencia.

Por último, y ya en buena medida regidos por el simulacro, la política misma corre el peligro de volverse simulacro: como nadie va a cambiar nada esencial, el pueblo mide al presidente por “cómo actúa como presidente” mucho más que por lo que hace gobernando. En realidad, y en ese nivel de simulación, juzgamos como mejor panadero al que más pinta de panadero tiene.

José Stagnaro es maestro de primaria, magíster en Ciencias Humanas y docente en Formación Docente.