No es la primera vez que alguien se detiene a pensar que los problemas del país son muchos y son complejos, que las soluciones deberían ser integrales, que hay que mirar la realidad en su conjunto y no por partes, porque la realidad no es un rompecabezas desarmado, sino una telaraña donde todo se toca con todo y si se tira de un hilo es muy probable que se mueva el resto y no siempre de la manera esperada. Hemos oído decir que la seguridad no es sólo cosa del Ministerio del Interior, que la pobreza no se resuelve con discursos ni con promesas, que la desigualdad es una enfermedad vieja que todos diagnostican pero que nadie parece tener interés en curar, porque curarla significaría tocar privilegios, y tocar privilegios es como tratar de meterle el diente a un hierro oxidado: se corre el riesgo de romperse los dientes y quedar en ridículo.
Uruguay, en su modesta extensión de país pequeño, vive encerrado en burbujas, cada uno en la suya, cada cual mirando la vida desde su pequeño recinto hermético, donde las realidades ajenas apenas se intuyen y, si se intuyen, se ignoran, porque la ignorancia de lo otro es más cómoda que la incomodidad del conocimiento. Y si el ciudadano común ya está acostumbrado a esa ceguera voluntaria, qué decir de los que gobiernan, esos seres de los que algunos nacen, crecen, estudian, hacen carrera política, gobiernan y mueren sin haber salido jamás de la burbuja que les tocó en suerte.
Pero imaginemos por un instante que el país decide hacer un experimento, algo radical, algo que nadie se atrevería a proponer en serio porque, claro, la política no es terreno para delirios ni para sueños utópicos, pero soñemos de todos modos, imaginemos que una ley votada por el pueblo establece el Programa IRU, Introducción a la Realidad del Uruguay, obligatorio para todo gobernante, de cualquier partido, de cualquier ideología, sin excepciones ni privilegios, porque de eso se trata la igualdad, de que nadie tenga la posibilidad de escapar de la experiencia común.
Primer punto del programa: los nuevos gobernantes, todos sin excepción, desde el presidente hasta el último director de un ente público, deberán pasar un mes viviendo en un barrio de contexto crítico sin dinero, sin asesores, sin autos oficiales, sin otra cosa que la ropa que lleven puesta y el hambre que los acompañe. Aprenderán lo que significa esperar un ómnibus que no llega, un salario que no alcanza, un hospital que no da abasto. Deberán volver a visitar a la misma familia una vez al mes, no para sacarse fotos ni para hacer promesas, sino para recordar qué significa vivir allí, en el otro Uruguay, el que no sale en los discursos ni en los comunicados de prensa.
Uruguay, en su modesta extensión de país pequeño, vive encerrado en burbujas, cada uno en la suya, cada cual mirando la vida desde su pequeño recinto hermético, donde las realidades ajenas apenas se intuyen.
Segundo punto: los salarios de los gobernantes estarán equiparados con los de los trabajadores que sostienen el país. Un senador cobrará lo mismo que un profesor grado 4 de la Universidad de la República, un diputado lo mismo que un maestro de escuela pública, un ministro lo mismo que un médico de hospital. Y los militares, esos que tantas veces se presentan como garantes del orden, tendrán sueldos iguales a los de los obreros de la construcción, porque es en el trabajo donde se construye la nación y no en las oficinas con aire acondicionado.
Tercer punto: no más autos oficiales, no más choferes ni escoltas, no más tráfico detenido para que pase un ministro apurado. Todos, desde el presidente hasta el último director de una oficina estatal, deberán moverse en transporte público, compartirán ómnibus con la gente a la que gobiernan, sentirán en el cuerpo lo que significa llegar tarde al trabajo porque el ómnibus no pasó o porque no había lugar para subirse.
Pero la transformación no termina allí, porque si la igualdad ha de ser real y no un simulacro, entonces que sea para todos. Se eliminará la educación privada, porque la educación debe ser un derecho y no un privilegio, porque un país no puede llamarse democrático si los hijos de los ricos y los hijos de los pobres no se sientan en los mismos pupitres. Se eliminará la salud privada, porque la vida no puede depender del dinero. Se gravará con impuestos altísimos el uso de autos particulares, porque el aire no es propiedad privada y porque moverse en bicicleta no sólo será más barato, sino más digno.
Y así, pasados 30 años de este experimento que algunos llamarán demagogia, que otros llamarán locura, pero que bien podría llamarse justicia, el Uruguay de 2055 será otro, más parecido a esos países escandinavos que admiramos. Pero claro, para que eso suceda habría que empezar ahora, y para empezar ahora habría que estar dispuestos a perder algo, y nadie que tiene algo está realmente dispuesto a perderlo. Así que lo más probable es que sigamos aquí, cada uno en su burbuja, mirando cómo todo sigue igual y preguntándonos por qué.
Miguel Zubieta es técnico agropecuario y productor de Colonia Suiza.