El Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (Inisa) ha operado durante años sobre cimientos frágiles y movedizos, atrapado en un circuito de crisis que parece haberse naturalizado. Reformas cosméticas y promesas vacías cargadas de eufemismos han signado su historia reciente, dejando en el olvido a quienes trabajan diariamente en la precariedad e inestabilidad del encierro.
En mi tesis de maestría en Sociología, basada en entrevistas con trabajadores del Inisa con experiencia directa en contextos de privación de libertad, he analizado los efectos de la incertidumbre y el riesgo en sus trayectorias laborales. Los hallazgos –que hoy amplío y profundizo en mis estudios doctorales– revelan un escenario laboral frágil, sin un plan de formación específica, sin posibilidades de carrera funcional y sin una estrategia activa e integral destinada al cuidado de la salud mental.
“Me dieron un encendedor, me mandaron al módulo de máxima seguridad y me dijeron: manejate”, relató un trabajador a propósito de su primer día de trabajo. La escena no sólo es cruda; condensa una lógica institucional histórica de descuido al mundo del trabajo, donde la formación se reemplaza por la improvisación, y la contención por la intemperie y el desamparo. No se trata de un caso aislado, sino de un patrón estructural donde la inmersión laboral está signada por el aislamiento, la soledad y un aprendizaje artesanal del oficio a través de la exposición a situaciones de alta tensión y complejidad.
Todo esto transcurre dentro de un universo laboral atravesado por múltiples manifestaciones de violencia física, psicológica y simbólica, que sumerge a los trabajadores en un estado de alerta permanente. El estrés crónico, acompañado por una sensación omnipresente de riesgo, estructura un clima psicológico denso y corrosivo. Como sintetizó una trabajadora, existe una representación generalizada de que “todo puede explotar en cualquier momento”. Esta tensión latente se constituye en una espada de Damocles que no sólo moldea los marcos de interacción entre pares, sino que también afecta los vínculos cotidianos con los adolescentes privados de libertad. Como resultado, se genera un campo de ansiedad que erosiona el bienestar subjetivo y obstaculiza, de forma paralela, la calidad de las intervenciones y las posibilidades de configurar entornos pedagógicos.
A esta lógica de desgaste se suma la fragilidad de una estructura institucional profundamente inestable. El sistema de encargaturas, que es provisorio, discrecional y carente de criterios meritocráticos, convierte los cargos de responsabilidad en posiciones altamente vulnerables, en las que el desempeño o los acervos formativos importan menos que las alianzas internas. “Acá a nadie le importa si hacés bien tu trabajo; sos un fusible”, explicó un trabajador. La ausencia de una carrera funcional anclada en reglas de juego claras, atravesada por criterios objetivos, la valorización de las buenas prácticas y la formación, contribuye a generar una cultura laboral arbitraria, en la que predominan la desconfianza, el rumor, las intrigas y las estrategias de autopreservación. Como sugirió otro entrevistado: “Vale más ser amigo del que tiene influencia que formarte en algo. No tiene sentido estudiar si trabajás acá”.
En el actual escenario de cambio político se abren ventanas de oportunidad para revisar aspectos estructurales que han sostenido –y perpetuado– la fragilidad institucional del Inisa.
Este desencanto se ha registrado de forma generalizada. Es parte de una desesperanza persistente, que está presente a lo largo y a lo ancho de la institución y que emerge desde una quejosa pasividad, sin capacidad de traducir el malestar en una agenda de cambio. La precariedad material, la exposición sistemática al riesgo, la discrecionalidad en la gestión y la ausencia de políticas de cuidado institucional son algunos de los síntomas organizacionales que reflejan la consolidación de una cultura de la inmediatez, en la que lo urgente desplaza de manera crónica cualquier ejercicio de prospectiva estratégica. “Acá se trata de apagar los incendios al grito. No hay agenda. No hay planificación”, sintetizó otro trabajador, revelando una lógica reactiva que anula toda posibilidad de aprendizaje organizacional basado en reflexión colectiva. Y las consecuencias de estas inercias de funcionamiento son tan visibles como silenciadas: el burnout y otras formas de sufrimiento psíquico se expanden como una epidemia que se manifiesta en lo singular, pero cuya etiología es claramente organizacional. En lugar de cuidar a quienes sostienen el sistema, la institución los erosiona y los expone al sufrimiento en soledad.
En el actual escenario de cambio político se abren ventanas de oportunidad para revisar aspectos estructurales que han sostenido –y perpetuado– la fragilidad institucional del Inisa. Las señales del nuevo gobierno en esta materia han sido alentadoras y habilitan cierta expectativa renovada. En este marco, es imprescindible asumir con la seriedad que merece el cuidado de quienes trabajan cotidianamente en el sistema. Reconocer este desgaste silencioso y los costos invisibles de trabajar en el encierro –y actuar en consecuencia– no sólo es un gesto de justicia laboral: es un primer paso que nos acerca a imaginar un modelo institucional más justo, sostenible y que, por fin, asuma con coraje el desafío de moldear oportunidades socioeducativas, incluso dentro del complejo y ominoso mundo de la privación de libertad.
Federico Caetano es psicólogo, magíster en sociología y doctorando en la misma disciplina. La publicación de este artículo se realiza en el marco del proyecto de actividades en el medio y divulgación de resultados titulado “Diálogos sobre condiciones de trabajo, gestión de riesgos y prácticas socioeducativas en el Inisa”.