El giro social en las políticas públicas uruguayas parece ser parte de su ADN, independientemente del tinte del partido de turno. Más o menos gasto social, más o menos participación de las bases, más o menos presupuesto para salud, educación y seguridad social. Pero me animaría a decir que la preocupación sobre el papel del Estado al servicio de la población, y sobre todo de su calidad de vida, es transversal entre alas y tiempos desde al menos la génesis del Estado moderno. De modo que el Estado social uruguayo nace con el propio Estado y parece que allí morirá.

En las últimas décadas latinoamericanas, los períodos progresistas instalaron agendas de mucha actividad en el sentido de la acción política hacia la transformación social, al amparo presupuestal, casi paternal, de agencias globales de cooperación. Claro está, no existe transformación sin acción sustantiva, de fondo, estructural. Es quizás esta la principal deuda de la izquierda consigo misma y con “su pueblo”. Pero sería ingenuo negar que el cambio social es persistencia, más allá de la profundidad de su anclaje.

Los tiempos del Pepe han sellado este ADN en un conjunto de cambios sobre la matriz de políticas sociales, que fueron un paso más allá de los cambios normativos a los que nuestra historia está acostumbrada. Pero claro, como un Quijote que pelea contra gigantes, en un país tomador de precios y casi que tomador de todo lo que pasa a su alrededor, la incidencia de los cambios es matizada por las posibilidades reales de sostenerlos y dirigirlos soberanamente.

En el agro uruguayo contemporáneo, escenario de fuertes metamorfosis, las décadas del Pepe fueron de auge y esplendor, tanto por la dinámica sectorial impulsada por la demanda mundial de productos como por las políticas desplegadas sobre territorios agropecuarios. Casi como una columna vertebral, estructurante de las decisiones del pueblo y “los de arriba”, la permeabilidad de la agenda pública sobre las demandas y necesidades de la población más sumergida de la ruralidad uruguaya fue directamente proporcional a la concentración, extranjerización y sobreexplotación de los recursos humanos y naturales del agro uruguayo, al menos entre 2004 y 2015. La tierra, como baluarte y patrimonio, pero también como activo con valor de cambio, ha sido el tesoro preciado fundamental de ambos lados de la curva de la desigualdad.

Casi como una curita en una fractura expuesta, el Instituto Nacional de Colonización (INC) aparece en el escenario como el último refugio de la reforma agraria. Pero es cierto que su papel nunca ha sido protagónico, ni siquiera en su nacimiento en 1948. Hasta ayer, cuando en plena despedida del último prócer uruguayo, el Pacha Sánchez anunció la compra de 4.000 hectáreas de tierra para la cartera del ente. Polémico y políticamente oportuno momento para este anuncio. Pero ¿qué representan estas 4.000 hectáreas en la cartera del INC? ¿Qué implicancias tienen para el agro uruguayo? ¿Qué incidencia tienen en la vida de los hogares agropecuarios? ¿Cómo dialoga esta inversión con el resto del gasto para la producción? Y por último, ¿cuánto representa esto en la vida cotidiana de quienes viven y producen por la ruralidad uruguaya?

El INC: la historia de una política de raya al medio con agujas estancadas

Una vez leí de un viejo político uruguayo, no recuerdo bien quién y no pude ubicar la cita, que la historia del INC se puede definir como una “política de raya el medio”. Algo así como el conocido “ni muy muy, ni tan tan”, señalando la ingenuidad de la posibilidad de concretar algo como una reforma agraria a partir de la colonización pública. Él escribía esto a mitad del siglo XX y enseguida recordé mis años en el INC. De grandes apuestas reformistas sostenidas en escritorios de roble, con poco campo (aunque más que antes) y muchos papeles empolvados. Logos coloridos y sistemas de información conviviendo con procedimientos densos, largos, costosos y muchas veces innecesarios. Lo que sí, dispuesta para las inauguraciones, grandes únicas inversiones piloto que luego no se replicaron, adjudicaciones directas y otorgamiento de créditos a los más pobres del campo. Algunas veces exigidos de estar organizados para conseguir algo de lo propio.

El INC fue creado en 1948 con la sanción de la Ley 11.029. Desde su institucionalización, la acción colonizadora del Estado uruguayo, medida en hectáreas, ha sido marginal si se la compara con el total de la superficie de tierras ocupadas en producción agropecuaria. Con un total de 16.300.000 hectáreas en el agro (Censo General Agropecuario, 2011), el INC concentra bajo su órbita cerca de 550.000 hectáreas aproximadamente. Esto es el “3% de la superficie agropecuaria total del país, y el 19% de la superficie ocupada por la producción familiar” según el propio INC (2023). Dejaremos lo de “la producción familiar” por el momento. Pero veamos las cifras de tierras. Por lo pronto, magras en relación con los totales, focalizadas por principio de escasez y no por deliberación.

De este 3% de la superficie total del país, el INC es propietario del 70%: un 2,4% del total de superficie de tierra en producción, luego de que la Ley de Urgente Consideración desafectara cerca del 10% de su cartera de tierras (un 0,4% de la superficie total en producción a nivel país). El resto de la tierra está “afectada” a la Ley 11.029, lo que significa que se rige bajo las normativas de la Ley de Colonización y modificativas, pero está bajo la propiedad de colonos, en general hombres productores “padres de familias” rurales. Esta división no es azarosa y sostiene un imaginario institucional y moral, no ajeno a la realidad externa, de ideas y acciones sobre “los colonos y sus familias”, y sus respectivos “problemas”.

En este contexto, el anuncio de la adquisición de 4.000 hectáreas suena más a una señal política del nuevo gobierno, que bajo el manto de la partida del líder enseña sus cartas y responde a un legado popular sobre el agro y su papel, más moral que material, en la superación y el trabajo de las familias sin tierras. ¿Es despreciable? No. Es una apuesta significativa del conjunto de uruguayos de cara a la mejora en la calidad de vida y producción de la población agropecuaria más vulnerable. Y es la expectativa de un actor relevante en la historia nacional por perdurar en el tiempo. A veces al costo de su propio bienestar. ¿Es suficiente? Tampoco. En términos cuantitativos, bastan algunas reglas de tres para comprobar que no mueve la aguja ni en la cartera de tierras del INC ni en la estructura agraria nacional. De hecho, la historia de largo plazo ha mostrado cómo casi nada mueve a esta última, excepto el mundo del comercio internacional de productos agropecuarios.

A nivel económico-productivo, es difícil estimar, con parámetros generales, el impacto de las explotaciones desarrolladas en tierras del INC. Por un lado, porque la magnitud del impacto es distinta si se la considera a nivel país o a nivel de un hogar, o incluso a nivel individual. La afectación es distinta según los hogares, sus integrantes y la realidad en la que existen. Las acciones del Estado para mejorar la vida de una familia y la producción de un sector, o la vida de un individuo y el desarrollo productivo agregado, a veces entran en tensión. Y los desafíos institucionales del Estado por responder a las necesidades de estas familias en su complejidad ni son netamente productivos ni pueden resolverse desde lo agropecuario.

Los instrumentos para mitigar la brecha que el mercado genera no pueden tener resultados efectivos si para funcionar deben separar las aristas y trabajar sobre un cuadrante restringido al trabajo y la producción, desconexo de las preocupaciones que mueven la vida de la gente. Mucho menos cuando son los propios inquilinos del Estado. Quizá la clave sea ver más allá del hecho político y de las hectáreas de tierras, y conocer algo más del papel del INC en el cotidiano de las personas.

Lo que sí sucede: la colonización en la vida de la gente

Desde la colocación de alambrados hasta la convivencia y el trabajo con otras familias, quienes arriendan tierras del INC ven atravesado su cotidiano por expedientes, autorizaciones y notas de puño y letra, visitas técnicas e intercambios entre oficinas y campos, en trámites con demoras desacopladas de sus tiempos vitales y productivos. Como una especie de Señor Barriga (nunca vi el Chavo, pero me lo contaron), en la larga historia del INC, la gestión administrativa y documental de las tierras ha superado cuantitativamente las instancias de intervención técnica en los procedimientos.

La distancia entre la centralidad de las decisiones y las dinámicas en los territorios son mediadas por oficinas regionales, lideradas por burócratas gerentes profesionales del área agronómica y personal administrativo. En la mayoría de los casos, junto con otros profesionales de su misma área, y en algunos casos, junto con profesionales del área social, en general dedicados al trabajo con grupos y en menor medida con las familias colonas. La autonomía de las regionales suele estar limitada al plano de la opinión y sugerencia, las decisiones que toman son escasas y en general deben remitirse al directorio. Esto establece tiempos y procesos rígidos, en contraste con la vida de la gente.

Las intervenciones institucionales median entre las necesidades de las personas, sus producciones, sus trabajos, sus hogares, sus vínculos vecinales, sus arreglos intrafamiliares, la distribución de sus recursos, entre otros. Todos sobre una misma tierra, propiedad del Estado. Median también en la definición de “los problemas” que enfrentan y en sus soluciones. En la producción familiar, estos problemas se apoyan en las dinámicas de las familias, sobre desigualdades entre varones y mujeres, jóvenes y viejos, asalariados y empresarios. Roles y expectativas que las instituciones refuerzan cuando hacen intervenciones rengas y frugales. Incluso cuando intenten transformarlas creando sistemas, planes y programas (algunos “pilotos” de una sola vez, otros con unos pocos miles de pesos, asignados a muchas personas para muchas actividades).

El agro antes y después del Pepe: la centralidad del bienestar, ante todo

Con matices, los gobiernos progresistas pretendieron revigorizar la función social de la colonización, y lo lograron parcialmente. Una nueva colonización nació de sus planificaciones estratégicas, procedimientos estandarizados y profesionalización de cuadros técnicos. También nacieron nuevos desafíos, con la compra de tierras, siempre pocas, y la priorización y diversificación de sus destinatarios, siempre más de los que la tierra comprada admite.

Con matices, los gobiernos progresistas pretendieron revigorizar la función social de la colonización, y lo lograron parcialmente. Una nueva colonización nació de sus planificaciones estratégicas.

La inversión en tierra, como un botín preciado en disputa entre el Estado y el mercado, en el que el Estado siempre pierde, se lleva puesta la atención sobre todos los demás aspectos que hacen a la vida de las personas. Incluso para las propias personas que vivirán sobre ella. Y es comprensible: es la posibilidad de la permanencia, la resistencia de la existencia y el poder ser lo que se es o se desea ser. El problema es la responsabilidad estatal por sostener modos de vida que exponen a las personas a la falta de acceso a la salud, a la educación de calidad, a oportunidades de empleo digno, a servicios básicos como luz, agua potable y conectividad, a vivienda digna. Varios de los problemas que se encuentran en la despoblada ruralidad contemporánea.

En este contexto, la compra de 4.000 hectáreas para colonización parece anecdótica. Pero no es cualquier anécdota, es el primer anuncio del nuevo gobierno nacional sobre una política pública para el agro. Muestra una pretensión por devolver al INC lo que le fue quitado. Pero quizás no en la forma en que el INC lo necesita, principalmente en que sus colonos y colonas lo necesitan. Crecer en tierras sin invertir seria y sostenidamente en el bienestar de las personas que habitan y trabajan las colonias es pan para hoy y hambre para mañana. De las experiencias asociativas desarmadas, comunidades peleadas, familias disgregadas e inversiones que no arrojan resultados acordes a su costo el INC de hoy tiene aprendizajes que sacar sobre su camino previo. Un Estado presente en el agro antes y después del Pepe debería desplazar al INC como último refugio de la producción familiar y reivindicar la centralidad del bienestar real de las personas, más allá del gobierno. Pienso que esta sería la manera más genuina y honesta de honrar al Pepe.

Verónica Núñez Scorza es candidata a magíster en Historia Económica y licenciada en Trabajo Social por la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República. Docente del Centro Universitario Regional Noreste, Udelar.