La Cámara de Representantes discutió ayer largamente sobre un proyecto de salvataje para la Caja de Jubilaciones y Pensiones de Profesionales Universitarios (CJPPU), y el desenlace de la sesión dejó en la incertidumbre cómo se cubrirá el grave desfinanciamiento de esa institución, que carecerá de fondos para afrontar sus obligaciones en uno o dos meses.
Para legislar hay que tener en cuenta el pasado, el presente y el futuro. Es preciso identificar las causas lejanas de los problemas a resolver, pero no basta con evitar que aquellas causas sigan actuando, como si fuera posible restaurar un presunto pretérito perfecto. La flecha del tiempo es irreversible. Sin considerar toda la complejidad de la situación actual, el impacto de los hechos recientes y las perspectivas a mediano y largo plazo, cualquier intento de reforma nace viejo y de poco puede servir.
Lo antedicho es especialmente cierto en relación con los sistemas de seguridad social, y más aún en el caso de la CJPPU, complicado por la urgencia inmediata y por los intentos politiqueros de ganar puntos en un sector influyente de la ciudadanía.
Hablamos de una institución creada en 1954, antes de que existiera el Banco de Previsión Social (BPS). El objetivo fue evitar que quedaran sin jubilaciones y pensiones quienes ejercían por su cuenta una profesión, sin relación de dependencia estable con un empleador. En aquel momento, los ingresos de esas personas permitían que aportaran para recibir prestaciones mejores que las del promedio de los demás trabajadores y la ausencia de un aporte patronal se suplió con el pago de timbres por sus servicios.
La solución se fue volviendo insostenible, sin que se adoptaran medidas para prevenir el quiebre –previsto desde hace por lo menos dos décadas– por parte de las sucesivas autoridades de la CJPPU, en su mayoría elegidas por los afiliados y con una participación minoritaria de representantes del Poder Ejecutivo. Hay sin duda responsabilidades históricas de ambas partes, pero el descalabro no va a resolverse con una especie de castigo vengativo contra la masa actual de afiliados, ni cargándole todos los costos al resto de la población, ya sea en forma directa o por la vía de una asistencia estatal, solventada necesariamente con recursos de la sociedad.
La cuestión básica no es en qué medida se puede mantener el pago de jubilaciones y pensiones mejores que las de la mayoría de la población, sino asumir que el único rumbo justo es la convergencia hacia un régimen general, en que los aportes y las prestaciones tengan las mismas relaciones con los ingresos reales de las personas (sin que estas puedan decidir, según lo que consideren conveniente, cuántos de esos ingresos revelan, en qué franja de aporte se ubican o si declaran que no ejercen su profesión).
Para sostener la transición habrá importantes costos de financiamiento. Es razonable que la carga se reparta con criterios progresivos, sin que recaiga en forma desmedida sobre la gran cantidad de profesionales en actividad con bajos ingresos, y con un aporte mayor de quienes reciben jubilaciones de alto nivel para la realidad uruguaya (sumadas, en una gran proporción de los casos, a prestaciones del BPS u otras instituciones).
Centrar el debate en la fijación del precio de los anacrónicos timbres, pagados en su gran mayoría por usuarios del sistema de salud, es alentar una ilusión restauradora. Reclamar que el pago del impuesto de asistencia a la seguridad social por parte de los profesionales se vuelque a la CJPPU es como pretender que los colegios privados reciban el pago del impuesto de primaria que realizan las familias de su alumnado.
Aparte de esto, la convergencia no exige solamente que la CJPPU recorte sus prestaciones. También es imperativo que el Estado y los propios profesionales corrijan prácticas que contribuyen al desfinanciamiento de la seguridad social, mediante la precarización de las relaciones laborales.
La antigua práctica liberal de las profesiones, en despachos o consultorios individuales, se ha reducido muchísimo, pero el Estado, para reducir sus vínculos presupuestados y sus costos laborales, se ha vuelto un gran contratante de personas forzadas a facturar servicios personales. Esto se suma a otras relaciones de dependencia encubiertas, en el sector público y en el privado, sin aportes patronales.
Quienes prestan servicios muchas veces piensan que “les sirve”, al menos en el corto plazo, aportar lo menos posible, pero esto atenta contra los ingresos del sistema y las condiciones dignas de retiro.
A su vez, la Ley 18.083, de reforma tributaria y aprobada en 2007, permite mediante su artículo 105 que las empresas prestadoras “de servicios personales profesionales universitarios” (por ejemplo, de abogados, contadores y economistas, ingenieros o médicos) empleen a personas que, por “libre voluntad de las partes”, no figuran como dependientes, sino en régimen de facturación de honorarios, sin que se paguen aportes patronales por su trabajo. Así es difícil.