Iván Pavlov recibió el premio Nobel en 1904 por sus descubrimientos en el campo de la fisiología, luego de demostrar lo que todos conocemos como reflejo condicionado, que consiste en la asociación de un estímulo externo y la respuesta fisiológica de un ser vivo.

Pavlov lo hizo estudiando la salivación de un perro al momento de darle de comer asociado al sonido de un metrónomo a 100 golpes por minuto. Al poco tiempo, bastaba con activar el metrónomo y el animal salivaba en ausencia de la comida.

Es evidente que los humanos también tenemos estos reflejos condicionados simples y, al mismo tiempo, sobrellevamos otros más complejos dignos de estudiar, porque se expresan mediante respuestas de carácter intelectual y afectivo que dependen de nuestra educación, de la concepción del mundo y de la vida que tenemos, junto a una enorme acumulación de experiencias personales, éxitos parciales, frustraciones y proyectos.

De todas maneras, hay reflejos que se caracterizan por lo primario de su naturaleza y porque, aunque expresen respuestas desde posiciones contrarias, el mecanismo emocional es el mismo. El caso típico se materializa cuando los adversarios políticos cometen errores, ya sea por una desprolijidad administrativa o por una conducta cuestionable, ya sea por abuso de funciones o por un delito concreto; enseguida la crítica se atrinchera en una posición emotiva y de escasa reflexión.

Lo curioso es que si los mismos yerros los cometen allegados, nuestro comportamiento es diferente: guardamos silencio mientras procuramos más información y la cautela prima sobre todo lo demás. Otro reflejo frecuente consiste en construir justificaciones que aplaquen el mismo error que condenamos en los adversarios o, lo que es peor, recurrimos a una especie de “desprolijómetro” o “corruptómetro”, como si las comparaciones atenuaran la mala conducta de unos en contraposición a la de otros.

Otro reflejo frecuente consiste en construir justificaciones que aplaquen el mismo error que condenamos en los adversarios o, lo que es peor, recurrimos a una especie de “desprolijómetro” o “corruptómetro”.

Confieso que estas conductas me intrigan desde hace mucho tiempo. Las redes sociales, además, al ofrecer a diario decenas de actitudes destempladas y reflejos verbales que confirman lo expuesto más arriba, me llevan a pensar que estamos lejos de la madurez política y social, con el agravante de que a nuestras propias debilidades intelectuales se suman corrientes ideológicas que han hecho del insulto y el agravio su herramienta discursiva principal. Le llaman “guerra cultural” cuando, en realidad, sólo pretenden aplastar al contrario porque siguen viendo al comunismo como el enemigo principal y a la corriente woke como todo lo detestable que hay que eliminar.

No cabe duda de que los reflejos seguirán siendo vitales para evitar los peligros naturales y los propios de la vida moderna, pero, al mismo tiempo, la reflexión, el análisis y la ética son cada vez más necesarios para superar las contradicciones de este mundo dominado por las pantallas, por los sembradores de inquinas –Javier Milei y su “odiar un poco más a los periodistas”– y por los fabricantes de amenazas, con Donald Trump a la cabeza.

Que el metrónomo vuelva a su función principal: marcar el tiempo de una composición musical.

Que el estudio, la crítica fundada y el diálogo sean reflejos cotidianos hechos de conciencia y solidaridad.

Marcelo Estefanell es escritor.