La muerte de José Mujica causa una fuerte oleada emocional, no sólo en muchísimas personas que lo veneraban, sino también, por desgracia, en quienes exhiben desde el martes las miserias de su odio. Es natural, aunque se supiera que el desenlace de su enfermedad era inminente, pero a él le habría parecido muy necesario articular, como siempre, la razón y el corazón, para valorar el sentido político de este acontecimiento.

Tuvo méritos indiscutibles y hay que señalar por lo menos tres. El primero fue una profunda sensibilidad social, que lo mantuvo atento a las necesidades de la gente más pobre y marginada, al tiempo que lo hacía receptivo a nuevas demandas de derechos y le imponía un estilo de vida que se hizo famoso en el mundo. El segundo, la voluntad de superar rencores por el trato inhumano que recibió como rehén de la dictadura. El tercero, una noción de patria que lo llevó a buscar grandes articulaciones nacionales y latinoamericanas, y que –muy especialmente en sus últimos años de vida– instaló en él la obsesión de prevenir quiebres de la convivencia democrática.

Todo eso determinó que fuera una figura de humanidad cercana para multitudes, dentro y fuera de nuestras fronteras, y un antídoto potente contra el descreimiento en la política. Pero es preciso detectar algunos malentendidos que acompañaron su leyenda y que él a veces cultivó con astucia política. Aunque los futuros mujiquismos pueden tener poco que ver con Mujica, no nos apresuremos en la distorsión.

Si nos dejamos llevar por la oleada, el Pepe se siente irrepetible y decisivo, centro crucial de la historia política reciente. Quizá sea más justo verlo como un complemento indispensable pero parcial, que llegó cuando hacía falta.

La acumulación histórica del Frente Amplio (FA) no fue sólo el resultado de cuidadosos planes colectivos, sino también una combinación imprevista de aportes diversos, sectoriales y aun individuales. Los esfuerzos anteriores a 1971 fueron potenciados por la unificación y, desde las bases hasta la alta dirigencia, se fueron abriendo caminos nuevos.

Grandes figuras como Liber Seregni, Danilo Astori, Mariano Arana y Tabaré Vázquez sumaron capacidades de superar sucesivas barreras, antes infranqueables. Mujica hizo lo suyo en esa larga secuencia de crecimientos, que a su vez implicó, en cada empuje, cuestionamientos y algunas pérdidas de lo acumulado previamente. Su aporte fue el último envión que el FA necesitaba para llegar al gobierno nacional, pero sin los demás no habría bastado. Él lo sabía y comprendía la inconveniencia de que su Movimiento de Participación Popular tuviera un predominio excesivo dentro del frenteamplismo.

Segundo malentendido: sectores muy fervientes de sus seguidores y de sus adversarios mantuvieron viva la referencia a los años en que fue guerrillero. Sin embargo, aquellos años —marcados por la naturalización mundial de la violencia política— fueron sólo una parte menor de su trayectoria y no los vivió desde la dirección formal o el liderazgo en los hechos del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), donde era una figura conocida y valorada, pero no estuvo entre los jefes más destacados.

Fue la selección de rehenes por parte de la dictadura lo que incluyó a Mujica entre las personas identificadas socialmente como los principales tupamaros. Tras la liberación de ese grupo, con la ley de amnistía de 1985, comenzó a destacarse en las mateadas barriales como uno de los mejores comunicadores, dentro de un colectivo en el que abundaba ese carisma. Esto reforzó el peso de su figura, pero pasó casi una década antes de que empezara a tener una influencia decisiva en las definiciones.

Por lo tanto, no es riguroso relacionar en forma lineal la política a la que se plegó en los años 60 con la que condujo desde la segunda mitad de los 90. Esta objeción vale para quienes insisten, hasta hoy, en adjudicarle una responsabilidad central por todo lo que consideran beneficioso o dañino en la actuación del MLN-T.

Tercer malentendido: Mujica puso en práctica, en forma deliberada y racional, desde orientaciones estratégicas con largo alcance hasta maniobras tácticas de cortísimo plazo, pero no todo su incesante despliegue de mensajes fue producto de la premeditación. A menudo —y quizás al ver que sus ideas tenían éxito— se permitió hacer política como quien escribe poesía, como un futbolista inspirado e incluso como un trovador repentista, dejando fluir lo que se le iba ocurriendo.

Fue una práctica riesgosa, que en más de una ocasión le causó problemas y se los causó al país, pero “la fortuna favorece a los audaces”, como señaló hace más de 20 siglos el poeta Virgilio. Muchísima gente creía en Pepe y él creyó también. Se dejó ser como era y conocimos sus muy humanos defectos, sus contradicciones y sus errores. Pero a la vez, se atrevió a compartir sueños altos, sin miedo al vértigo ni a la caída bochornosa. Esa audacia, infrecuente y escandalosa, nos dejó mucho de su mejor legado y nos desafiará por muchos años.