¿Qué tienen en común una activista obrera, una sufragista encarcelada, una periodista empedernida, una madre soltera, una convencida antimilitarista, una fundadora de un movimiento cooperativista radical y una candidata a convertirse en santa de la iglesia católica? Muy simple, todas estas mujeres comparten un mismo nombre: Dorothy Day.
Esta mujer, testigo del siglo XX en un Estados Unidos convulso, conflictuado por las brechas sociales, se convirtió, a lo largo de su vida, en una persona extremadamente multifacética, que logró mantener, habitando sus múltiples identidades, una coherencia profunda: la búsqueda incesante de la verdad, de la justicia social, del amor. Fue y es un símbolo de la rectitud moral en medio de las contradicciones de un mundo que parecía perder el rumbo entre guerras mundiales, crisis, revoluciones y represión.
Cuando en 2015 el papa Francisco habló ante el Congreso de Estados Unidos, mientras realizaba una exaltación al espíritu de algunos grandes norteamericanos dedicados a la búsqueda de la justicia, se limitó a mencionar a cuatro figuras: Abraham Lincoln, Martin Luther King Jr., Thomas Merton… y Dorothy Day. Pocos, incluso dentro del círculo católico, reconocieron entonces su nombre, soterrado por años en la historia oficial de la política estadounidense. Sin embargo, allí se estaba evocando una vida dedicada íntegramente a las luchas sociales, una vida de contradicciones, cuyo recuerdo tiene una actualidad incontestable y es ejemplo del convencido amor por el prójimo que hoy tantos echan en falta. En esa evocación Francisco hacía resonar una campana olvidada, que hoy, diez años después, sigue teniendo enorme vigencia.
Dorothy Day nació en el estado de Nueva York, en un tiempo en que afloraban los conflictos ideológicos y sociales en todos los niveles de la sociedad. Se encontraba en el corazón de Estados Unidos, un país que se había declarado en contra de la esclavitud luego de la guerra civil, pero que era víctima del espíritu enfermo del racismo institucionalizado. Un país que espetaba las libertades civiles en su declaratoria de la independencia pero que dejaba a la mitad de su población, a las mujeres, fuera de las decisiones políticas, sin derecho a votar y muy limitadas en sus derechos laborales. El país de la oportunidad, próximo entonces a convertirse en una potencia mundial, que apenas unos años antes había masacrado a los mártires de Chicago en su lucha por la jornada laboral de ocho horas (que hoy recordamos todos los 1° de mayo) y que unos años después, a unas cuadras de donde viviría Dorothy, enterraba al centenar de mujeres víctimas del incendio de una fábrica textil en Greenwich Village, aquel marzo de 1911.
Hija de una familia evangélica que apenas llegaba a fin de mes, Day vivió varias mudanzas durante su infancia y adolescencia, debidas a la búsqueda y pérdida de trabajo de su padre, quien finalmente logró asentarse en Chicago como periodista deportivo. Era una lectora apasionada y solía pasear por los barrios del sur de la ciudad, donde se amontonaban los hogares de los trabajadores y de la comunidad afro, desplazada de las zonas céntricas. Ya desde joven sentía una preocupación, quizá innata, por la vida en los márgenes de la sociedad, por los oprimidos, los y las que eran tratadas injustamente, olvidando su condición humana en pos de su condición racial, de género o de clase.
En 1914 obtuvo una beca para estudiar en la Universidad de Illinois, que la llevó a alejarse del hogar paterno. Pero rápidamente descubrió que esa vida no era para ella. Dedicaba la mayoría de su tiempo universitario a lecturas por fuera de la currícula, adentrándose muy rápido en la literatura de Dostoievski y, después, hacia textos políticos de corte radical, estudiando a los marxistas y anarquistas que surgían en su tiempo. Allí comenzó a vincular sus preocupaciones sociales con una ideología política, que nunca casó con partidos pero sí con ciertas banderas. Fueron esas preocupaciones las que la convirtieron en una estudiante reacia, que despreciaba el ambiente elitista del campus, y que la llevaron a abandonar su formación académica tras tan sólo dos años de estudio.
Volvió a Nueva York, donde comenzó su trabajo como periodista en medios de corte socialista como The New York Call y The Masses, fuertemente perseguidos por las autoridades del gobierno.
Tenía una pluma ágil y cargada de imágenes crudas, que usaba para describir las manifestaciones de las mujeres sufragistas por el derecho a voto y las pésimas condiciones de vida de la clase trabajadora oprimida en la ciudad. La mayoría de sus artículos constan de entrevistas a personas de la calle y sus preocupaciones diarias, sin ir a lo abstracto de un discurso político, sino comprometida con lo que ella consideraba era la voz más importante: la del pueblo llano. Su oposición a la participación de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial fue categórica, publicando múltiples artículos al respecto. En abril de 1917 una de sus crónicas comenzaba diciendo: “El pueblo de Estados Unidos no quiere la guerra. La federación Emergency Peace lo ha demostrado con su peregrinación a Washington. La minoría de los habitantes de las ciudades de Nueva York, Nueva Jersey, Maryland y Pensilvania están firmemente convencidos de que no quieren la guerra. La mayoría no sabe muy bien por qué las naciones de Europa están luchando o por qué Estados Unidos debería intervenir, salvo por una vaga y efímera idea de honor nacional”.
Pronto su periodismo se convirtió en activismo social, llegando a publicar un par de entrevistas a León Trotsky, que se encontraba próximo a regresar a Rusia de su exilio, pero poniendo en duda su postura antiparlamentaria y, en algunos casos, violenta. Cuando su periódico fue intervenido bajo cargos de “sedición” por las autoridades federales, logró salir impune, con la excusa de ser demasiado joven e ingenua para estar implicada en la toma de decisiones editoriales. Un par de meses después, sin embargo, fue apresada por su participación activa en las manifestaciones de las feministas frente a la Casa Blanca para ganarse el derecho al voto. Quizá fue entonces, mientras las prisioneras hacían huelga de hambre para gestionar su liberación, que se asentó una fuerte convicción rebelde, cuasi anarquista, que, hasta cierto punto, se prolongó hasta el final de su vida en la forma de lucha contra la autoridad de los poderes establecidos.
Tuvo un desarrollo espiritual modesto en esos tiempos formativos. Sus círculos políticos eran radicalmente materialistas y anticlericales, y las autoridades de colectivos religiosos poderosos en Estados Unidos (como el Ejército de Salvación) más bien se contraponían a ella en sus visiones jingoistas de la política exterior. Sin embargo, su corazón tenía un hambre espiritual sufrido, que apenas saciaba con visitas nocturnas y solitarias a la Catedral de San José en la Sexta Avenida, en pleno Manhattan. Se quería convencer de la existencia de Dios por la belleza del mundo, pero las injusticias, las luchas, la inequidad la empujaban a la duda, y luego a la desolación.
Incluso así, años después diría que desde su irreligiosidad ya identificaba en la iglesia católica al baluarte de los pobres y los migrantes en América, al único lugar donde familias de clase baja de todas las razas se reunían sin conflicto y recargaban sus esperanzas: “Todos hemos conocido la larga soledad y hemos aprendido que la única solución es el amor y que el amor viene con la comunidad”.
Luego de una corta experiencia trabajando en un periódico de Nueva Orleans, vendió los derechos para realizar una película de su primer libro The Eleventh Virgin (una autobiografía novelada), y con ese dinero compró una cabaña en Staten Island, donde se mudó con su pareja Forster Batterham. Batterham era un botánico y convencido anarquista que renegaba de la existencia de Dios y creía en que no debía traer niños a un mundo oscuro como el que ellos veían en las calles de la ciudad.
Lo que transformó definitivamente la vida de Dorothy fue su embarazo con Batterham. Años atrás, su primer embarazo había terminado en un traumático aborto, que ella creía que la había dejado estéril. “Durante mucho tiempo había pensado que no podría tener un hijo, y el anhelo de un bebé en mi corazón había ido creciendo”, confiesa en su autobiografía, La larga soledad; “sentía que mi hogar no era un hogar sin uno”.
El nacimiento de Tamar Teresa Day en 1926 no fue nada menos que un milagro para ella. Para Batterham, sin embargo, aquello era una traición a sus convicciones, y la relación se dañó, rompiéndose definitivamente cuando Day decidió unilateralmente bautizar a su niña en la iglesia católica, temerosa de que creciera con los sufrimientos que ella misma había tenido por su proceso espiritual.
Fue el nacimiento de Tamar lo que marcó el quiebre en la biografía de Dorothy, que comenzó a integrarse en la vida de las comunidades religiosas y a vincular su lucha social con su nueva identidad católica. Esto coincidió con la crisis de 1929, que la llevó a trabajar para dos periódicos católicos en Washington –la jesuita America Magazine y la tomista Commonweal–, siendo testigo (y a veces parte) de grandes manifestaciones y huelgas de hambre donde los trabajadores pedían nada más que trabajo y vivienda.
Conoció entonces a Peter Maurin, un migrante francés que recorría el país en actitud mendicante, haciendo un voto de pobreza y castidad propio, por fuera de la estructura eclesiástica. Compartía con él una visión de coherencia entre la doctrina católica y las reivindicaciones sociales, y fue él, a través de su militancia en comedores y bibliotecas populares, quien la convenció de realizar el proyecto de su vida: The Catholic Worker.
Desde la cocina de su casa lanzaron el 1° de mayo de 1933 un periódico que se convertiría luego en un enorme proyecto social. Se trataba de una plataforma de protesta y de encuentro espiritual, que construía la idea de una sociedad basada en un único concepto fundamental: el amor fraternal de toda la humanidad. Una campana disonante con el resto de publicaciones de su tiempo, que encontró inmediatamente un gran éxito en los lectores del noroeste de Estados Unidos.
En The Catholic Worker, Maurin hacía un llamado a volver a una hospitalidad cristiana, a recibir a cualquiera que golpeara la puerta de la casa buscando ayuda, como estaba expresado en los evangelios. Fueron las mismas personas en situación de calle las que llevaron sus palabras a hechos, cuando llegado el invierno de ese año comenzaron a golpear la puerta de la cabaña de Staten Island pidiendo un refugio contra la nieve, y, esclava de sus convicciones, Dorothy los recibió como si fueran hermanos suyos.
En pocos años, el periódico se convertía también en un hogar para los desamparados, particularmente las mujeres, que eran rechazadas de los trabajos en caso de no estar casadas, y no eran recibidas en los refugios del Estado.
Hacia 1936 The Catholic Worker era un movimiento de nivel nacional, con hogares en todo el país, donde quienes eran recibidos y quienes trabajaban allí se confundían, siendo un espacio de hospitalidad, sin ningún ingreso económico más allá de las ganancias de la publicación, que adquiría adeptos semana a semana.
Confrontada por fundamentalistas cristianos sobre la base bíblica de su accionar (es increíble que fuera necesario explicarlo), Day respondió: “No nos conformamos con que haya tantos [pobres]. La estructura de clases es obra nuestra y existe por nuestro consentimiento, no de Dios, y debemos hacer lo posible por cambiarla. Instamos a un cambio revolucionario”.
Pronto los hogares se convirtieron en comunas agrarias, donde se trabajaba y se ponía todo en común, replicando lo expresado en Hechos 2:44-45: “Todos los creyentes se mantenían unidos y ponían lo suyo en común: vendían sus propiedades y sus bienes, y distribuían el dinero entre ellos, según las necesidades de cada uno”. Estas comunidades comenzaron a separarse de la sociedad y a constituirse independientemente, con la equidad como regla y no como excepción.
Sus posturas firmemente en contra de todas las guerras, sus preocupaciones respecto del antisemitismo creciente en la Alemania nazi previo a 1939 y su esceptisimo sobre la defensa de la religión del dictador Francisco Franco le granjearon muchos enemigos, incluso dentro de una iglesia que no sabía posicionarse en su momento histórico. El ingreso de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial llevó a que algunas comunidades fueran clausuradas y muchos de sus participantes fueran presos o reclutados forzosamente.
Day advertía que Estados Unidos se estaba convirtiendo en un país militarista y mostraba una preocupación que fue ratificada cuando, una vez terminada la guerra, el mundo se sumió en la paranoia de la Guerra Fría. Su militancia pacifista es anterior a la desobediencia civil de Martin Luther King Jr., pero compartió método. En un panfleto de 1955 se expresaba: “En el nombre de Jesús, que es Dios, que es Amor, no obedeceremos esta orden de fingir, de evacuar, de escondernos. No seremos perforados en el miedo. No tenemos fe en Dios si dependemos de la bomba atómica”.
Estas acciones la llevaron a ser reprimida, perseguida y encerrada de nuevo por sedición, en varias ocasiones. Tuvo choques muy fuertes con el Ku Klux Klan, que estaba en su auge a principios de los 60, siendo incluso tiroteada por miembros del grupo supremacista blanco. Su convicción la llevó a arriesgar su vida e integridad física en múltiples oportunidades, sin pensarlo dos veces antes de lanzarse a lo que ella consideraba era lo mínimo necesario para cualquier persona con humanidad. Decía: “Lo que queremos es cambiar el mundo, hacer que sea un poco más fácil para la gente alimentarse, vestirse y cobijarse como Dios manda. Y, luchando por mejores condiciones, clamando sin cesar por los derechos de los trabajadores, de los pobres, de los indigentes –los derechos de los pobres dignos e indignos, en otras palabras–, podemos, hasta cierto punto, cambiar el mundo; podemos trabajar por el oasis, la pequeña célula de alegría y paz en un mundo acosado. Podemos arrojar nuestro guijarro al estanque y confiar en que su círculo, cada vez más amplio, llegue a todo el mundo. Repetimos, no hay nada que podamos hacer salvo amar”.
Participó en el Concilio Vaticano II que reconfiguró en muchos aspectos la relación de la iglesia con el mundo, y fue elogiada por el papa Juan XXIII por su militancia incansable por la paz cuando este publicó “Pacem in terris” en 1963.
The Catholic Worker continuó su trabajo en la construcción de comunidades cristianas, ya hacia 1970 a nivel continental. No sin duras objeciones, particularmente desde las iglesias evangélicas, que veían un peligro en el modo de vida simple, contemplativo y comunitario que ofrecía esa lectura del evangelio desde el espectro católico. Decía Dorothy: “¿Tiene Dios un modo fijo de rezar, un modo que espera que cada uno de nosotros siga? Lo dudo. Creo que algunas personas –muchas personas– rezan a través del testimonio de sus vidas, a través del trabajo que hacen, de las amistades que tienen, del amor que ofrecen a la gente y que reciben de la gente. ¿Desde cuándo las palabras son la única forma aceptable de oración?”.
Dorothy, por su parte, continuó publicando libros y artículos, dando charlas en universidades y barrios de todo el país, luchando contra la Guerra de Corea, la de Vietnam, y todas las guerras, y granjeando, en vida, la reputación humilde de una santa. Se convirtió en una verdadera santa feminista. Muchas veces las cárceles estadounidenses se llenaron de militantes de su movimiento por negarse a las conscripciones, al racismo y a la violenta política interna y externa del país.
Ante la represión de las autoridades policiales, ante el beneplácito de la política con la inequidad y la violencia, Day y su movimiento tomaron la postura radicalmente cristiana de militar el amor y la esperanza, de dedicarse a trabajar en lo pequeño, en las comunidades, los barrios, las personas todas, desde sus situaciones concretas, con sus pequeñas voces en todo el planeta: “Cuanto mayor me hago, cuanto más conozco a la gente, más convencida estoy de que sólo debemos trabajar en nosotros mismos, para crecer en gracia. Lo único que podemos hacer con los demás es amarlos”.
Ante la represión de las autoridades policiales, ante el beneplácito de la política con la inequidad y la violencia, Day y su movimiento tomaron la postura radicalmente cristiana de militar el amor y la esperanza.
El 29 de noviembre de 1980 falleció en Nueva York a los 83 años y fue enterrada en el cementerio de Staten Island, a unas cuadras de aquella cabaña donde todo había comenzado décadas atrás. Las autoridades de la iglesia norteamericana comenzaron su proceso de canonización inmediatamente, aunque sigue tramitándose por las oficinas de la Santa Sede hasta el día de hoy.
El recuerdo de su vida y militancia tiene una actualidad especial en las circunstancias en las que se escribe este artículo. El recientemente electo papa León XIV viene de Chicago, donde vivió y estudió Day, y ha dedicado los primeros tiempos de su pontificado a las dos preocupaciones de esta gran mujer: la justicia social y la paz mundial.
Una paz mundial que muchos creen imposible, por la que muchos han abandonado las esperanzas. El mundo nos ha convencido de que debemos contentarnos con este ciclo de guerras y crisis constantes, con la desunión hiperindividualista que impera hoy más que nunca, con la incapacidad para realizar los grandes cambios necesarios. Ante esto, Dorothy Day nos dice, desde las páginas de la historia, que no bajemos los brazos jamás: “La gente dice: ¿qué sentido tiene nuestro pequeño esfuerzo? No pueden ver que debemos poner un ladrillo cada vez, dar un paso cada vez. Un guijarro arrojado a un estanque provoca ondas que se extienden en todas direcciones. Cada uno de nuestros pensamientos, palabras y actos es así. Nadie tiene derecho a sentarse y sentirse desesperanzado. Hay demasiado trabajo por hacer”.
Santiago Pérez es estudiante de Relaciones Internacionales en la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.