Vivimos en un momento de transformaciones profundas. Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el crecimiento de la economía global se ha desacelerado sostenidamente. Ya no hablamos de crisis puntuales, sino de una transición estructural del sistema económico internacional. En este escenario, nos enfrentamos a una paradoja: mientras el mundo se prepara para una nueva revolución industrial —la quinta, basada en la inteligencia artificial, la automatización y la biotecnología, el cambio de matriz energética y la búsqueda de tierras raras—, nuestra región parece anclada en obstáculos estructurales que le impiden ser protagonista de ese cambio.
Nos encontramos frente a una reconfiguración de los bloques económicos, de las cadenas globales de valor y suministro. Estados Unidos, por ejemplo, ha vuelto a implementar aranceles proteccionistas, algo que nos remite a los años 30, a la Gran Depresión, pero que hoy, en pleno siglo XXI, adquiere nuevas formas. El proteccionismo, la disputa tecnológica entre potencias y las nuevas tensiones geopolíticas nos obligan a repensar el papel que América Latina quiere y puede jugar.
En este contexto, la integración regional vive quizás su peor momento desde la década del 60. La Aladi, el Mercosur, la Comunidad Andina, la Celac: todos estos mecanismos enfrentan una crisis de rumbo. ¿Qué pasó con el sueño integrador de nuestros pueblos? ¿Qué lugar les damos a la cooperación, al multilateralismo, a la construcción de soberanía regional?
Coloquemos aquí en contexto el ejemplo de Reino Unido: a cuatro años del abandono de la Unión Europea (UE), se sume en plena crisis. No ha podido revertir los impactos de la transición hacia una economía autosustentable. En cierto aspecto, lo que ocurre es que han perdido soberanía, es decir, han realizado grandes esfuerzos por obtener acuerdos bilaterales beneficiosos, pero no tienen el poderío suficiente para poder satisfacer todas sus necesidades.
A su vez, la política neoliberal de incentivos fiscales a la inversión extranjera directa (IED) no ha logrado captar inversiones fuertes en la isla. El motivo principal es que las empresas no sólo invierten por beneficios fiscales, sino que apuestan a aquellos mercados que tienen una salida comercial amplia y poder comercializar con la menor cantidad de aranceles posibles, por ende, el problema fue desintegrarse y abandonar la UE.
Por otro lado, no han podido liderar su estrategia de una Commonwealth fuerte y diputar el espacio hegemónico del sistema internacional, ni siquiera se asoman como un jugador fuerte del multilateralismo.
Ahora bien, el 19 de mayo, Reino Unido firmó un acuerdo de Asociación Estratégica Integral con la UE, y se vio obligado a retomar su acercamiento con el bloque regional por motivos sociales, económicos, militares y geopolíticos. En el actual contexto de la guerra de Medio Oriente, debe acercarse a la OTAN. En esta línea han cedido el estrecho de Gibraltar para el control de la UE y la pesca de su mar territorial.
Es un ejemplo que puede tomar la clase política y los gobiernos con ideas neoliberales que piensan y opinan que la salida de Uruguay del Mercosur sería beneficiosa para negociar acuerdos bilaterales a nuestro antojo.
Ahora bien, ¿cuál es nuestra OTAN? En parte, lo fue la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), que no era sólo un proceso de integración de defensa, sino que tenía entre sus premisas ser el faro de la integración en infraestructura, salud, democracia.
Sin ir más lejos, en materia de salud, tenía acuerdos importantes con la Organización Panamericana de Salud (OPS), hecho que podría haber sido de gran ayuda para enfrentar la pandemia de covid-19. Hoy sería de excelente ayuda mediando por la democracia en Venezuela, contribuiría a resolver el conflicto democrático que atraviesa. Hay una realidad innegable y es que a las naciones sudamericanas les sirve más una Venezuela integrada y en la región, que respondiendo a los intereses estadounidenses o al bloque China-Rusia.
Si nos ponemos más ambiciosos, esta Unasur podría proyectar una moneda propia, capaz de darle soberanía y autonomía a la región. El patrón monetario internacional (dólar americano) no afectaría las negociaciones interbloque, burlaría las sanciones económicas impuestas a países como Venezuela e impactarían en menor medida las barreras arancelarias impuestas por Estados Unidos.
Sería un acierto integrar esa Unasur al Caribe, generando un bloque económico fuerte, que dispute su espacio en los peldaños más altos del multilateralismo y del sistema internacional, que su voto como bloque sea fuerte, obligando a los países hegemónicos a negociar económica y geopolíticamente con nuestra región.
El problema aquí es entender que la integración no es un proceso comercial, es un proyecto integral en materia económica, política, social, geopolítica, militar, medioambiental. Integrarse requiere dejar de lado ideologías, las mismas que hicieron que la Unasur esté disuelta. La integración es un proyecto de estados y no de gobiernos.
La integración no es un proceso comercial, es un proyecto integral en materia económica, política, social, geopolítica, militar, medioambiental.
Nuestros estados latinoamericanos y caribeños deben superar barreras estructurales. Algunas ya las conocemos: escasa infraestructura multimodal, baja inversión en ciencia y tecnología, fragmentación política. Otras son más recientes: la falta de perfiles profesionales adaptados a los desafíos tecnológicos, la desconexión entre las estrategias productivas y los instrumentos financieros disponibles, o la ausencia de una narrativa común sobre hacia dónde queremos ir como región.
En este sentido, hay ejemplos que podemos mirar con atención. El sudeste asiático logró corregir políticas, invertir en tecnología y formación de recursos humanos, y articular alianzas público-privadas para impulsar sus industrias. Nosotros, en cambio, no hemos logrado avanzar con la misma convicción.
La CAF, la Cepal y otras instituciones regionales han señalado que el comercio intrarregional tiene un potencial enorme: es más diversificado, involucra más a las pequeñas y medianas empresas, y permite una mejor difusión tecnológica. Sin embargo, seguimos sin poder traducir ese potencial en políticas concretas. Es urgente vincular más estrechamente a las pequeñas y medianas empresas (pymes) con las cadenas de valor regionales, apoyarlas con financiamiento y conectarlas con grandes empresas translatinas que puedan arrastrar innovación y empleo de calidad.
En uno de los continentes más desiguales del planeta, la integración productiva puede ser una herramienta poderosa para reducir brechas sociales. Pero para eso necesitamos infraestructura, inversión y planificación estratégica.
Hoy, más que nunca, necesitamos definir prioridades. Con China, por ejemplo, no podemos seguir diversificando sin foco. Necesitamos proyectos prioritarios, estratégicos, que articulen nuestras capacidades industriales con las oportunidades del mercado chino. Lo mismo vale para la UE: avanzar en acuerdos birregionales exige garantizar que nuestras cadenas de valor tengan trato de origen y que se fortalezcan los encadenamientos productivos euro-latinoamericanos.
Hay que mirar también hacia el Asia-Pacífico, donde se define gran parte del comercio global. Iniciativas como el Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico pueden ofrecer oportunidades, siempre que sepamos negociar desde una posición regional. Si México y Brasil logran avanzar en una convergencia gradual entre la Alianza del Pacífico y el Mercosur, podríamos tener un bloque más sólido y con mayor capacidad de incidir en la gobernanza global.
Aquí, la Aladi tiene un papel fundamental. Puede ser el articulador de políticas que fomenten la inclusión social por medio del comercio. No es una utopía: si apoyamos a las pequeñas y medianas empresas, si invertimos en educación técnica y digital, si promovemos la sostenibilidad ambiental como eje productivo, podemos construir una nueva narrativa de desarrollo para América Latina.
En lugar de depender de decisiones externas, debemos convertirnos en protagonistas del nuevo orden mundial. Hoy, lamentablemente, somos más tomadores de decisiones que diseñadores del sistema. Pero tenemos con qué revertir esta situación: recursos naturales, talento humano, diversidad cultural, historia común.
No se trata sólo de firmar tratados o sumar siglas a nuestro alfabeto institucional. Se trata de que esos acuerdos respondan a una estrategia. Hoy, los acuerdos bilaterales pueden tener sentido si son parte de una visión integradora. Y hay que entender también el nuevo juego geopolítico: Estados Unidos y su consenso de Washington intenta recuperar el terreno perdido ante China y su consenso de Beijing de la Franja y Ruta de la Seda en América Latina. Nosotros debemos dialogar con ambos, pero con autonomía. No podemos repetir errores del pasado ni quedar atrapados en la lógica de, en palabras de Rui Mauro Marini, la dependencia estructural.
Es importante no solapar procesos de integración, es un error conceptual sentenciar abiertamente la necesidad de más integración, la definición debe centrarse en una integración efectiva, eficaz, eficiente, justa con los estados más débiles, contemplando las asimetrías regionales, solidaria con el medioambiente y valorando que nuestra riqueza está en la renta de la tierra; para ello debemos darle sostenibilidad en el tiempo a nuestro recurso más preciado.
América Latina tiene que recuperar su voz. Tiene que apostar por una integración pragmática, con objetivos concretos y con mirada de futuro. Una integración que promueva industrias verdes, empleo decente, tecnología al servicio de la gente y comercio justo.
Por todo lo dicho dejamos una pregunta: ¿será posible construir una América Latina unida, productiva, inclusiva y con voz propia en el concierto global? A priori, la respuesta optimista sería sí, pero para eso debemos pasar del diagnóstico a la acción. Y ese es el desafío que hoy nos convoca.
Adrián Larroca es licenciado en Relaciones Internacionales e Integración Latinoamericana por la Universidad Federal de Integración Latinoamericana.