Ya van más de dos semanas de alerta roja por frío para las personas en situación de calle, y es probable que la declaración se mantenga, pese al pronóstico de temperaturas más altas en el próximo fin de semana. La situación puede parecer ilógica pero es fácil comprender sus motivos, y nadie sensato plantea que se desactiven las medidas dispuestas para evitar muertes y proteger derechos básicos de gente vulnerable.

Emergencia cotidiana

El Poder Ejecutivo apeló el 23 de junio a la ley aprobada en 2009 para crear el Sistema Nacional de Emergencias (Sinae), “cuya finalidad es la protección de las personas, los bienes de significación y el medio ambiente, ante el acaecimiento eventual o real de situaciones de desastre, mediante la coordinación conjunta del Estado con el adecuado uso de los recursos públicos y privados disponibles”.

Es la primera vez que se aplica la norma por un fenómeno climático tan ordinario como el frío invernal, aunque su texto alude con amplitud a la “prevención de riesgos vinculados a desastres de origen natural o humano, previsibles o imprevisibles, periódicos o esporádicos; a la mitigación y atención de los fenómenos que acaezcan, y a las inmediatas tareas de rehabilitación y recuperación que resulten necesarias”.

El asunto es que la población en situación de calle había aumentado la última vez que se realizó un censo, en 2023, y es probable que sea aún mayor en la actualidad; que una parte de ella no utiliza, por distintos motivos, los refugios habilitados por el Ministerio de Desarrollo Social, y que la presencia de este en territorio se debilitó en el anterior período de gobierno. A su vez, los recursos del Sinae permiten operativos potentes, con medidas de cumplimiento obligatorio para las personas en peligro y los funcionarios convocados. Está clara la necesidad de mejorar los dispositivos específicos para los meses de invierno, pero interrumpir las medidas extraordinarias en este momento, para reinstalarlas dentro de unos días, implicaría inconvenientes y peligros obvios.

Por otra parte, también es evidente que no basta con proteger a quienes están hoy en situación de calle. Hay que trabajar para que puedan salir de ella, para prevenir que la cantidad de personas aumente y —aunque suene utópico decirlo— para que el problema se resuelva por completo. Eran unas 3.500 en 2023 y no sabemos cuántas son ahora, pero la operación en curso del Sinae muestra que su número es todavía manejable.

Desastre naturalizado

El gran escritor inglés China Miéville publicó, hace poco más de 15 años, un libro fascinante ambientado en dos ciudades sobre el mismo territorio cuyos habitantes se “desveían” mutuamente (La ciudad y la ciudad, 2009). Uruguay, y ya no sólo Montevideo, convive desde hace muchos años con el peligro de un fenómeno similar. No sólo hay una parte de la población hundida en el desamparo, sino que además han disminuido los vínculos básicos entre ella y personas como la que escribe esta nota o las que la están leyendo. Estamos en el mismo lugar, pero nuestra convivencia se disipa.

En las últimas décadas, coyunturas sociales especialmente graves determinaron irrupciones de una ciudad en la otra. Carros tirados por caballos, niñas y niños mendigando en boliches, gente que toca timbres, se sube a los ómnibus, aborda a transeúntes o hace como si cuidara coches, para pedir lo que le puedan dar. Algunos de estos síntomas dejaron de manifestarse y otros persisten.

En general, la población que duerme bajo techo y abrigada no ve ni sabe dónde pasan la noche esos otros. En cambio, las personas en situación de calle no se van: quedan acurrucadas bajo cartones o trapos junto a lo poco que tienen. Están a la vista, y aunque mucha gente haya perdido la capacidad de verlas, son una acusación difícil de ignorar. Por culpa o por piedad, por indignación o por miedo, se reclama que dejen de estar, pero la cuestión no es, o no debe ser, que alguien se las lleve para facilitar el olvido de su existencia.

Es pertinente que intervenga el Sinae, aunque no haga tanto frío, porque estamos ante un desastre de origen humano. Detrás de cada situación de calle hay una historia que requiere atención múltiple y especializada, pero también hay una plaga de indiferencia. Hay carencias del sistema carcelario y del de salud, de las políticas sociales, laborales y de vivienda, pero también hay un proceso de disgregación que empobrece la vida de cada persona. Aunque la desigualdad agrave el impacto para una parte de la población, la pérdida de humanidad es colectiva.

Sabremos que la emergencia ha terminado cuando hayamos construido una sociedad donde ver a alguien viviendo en la calle sea un escándalo impensado e inaceptable, una conmoción que conmueva, un llamado del deber. Cuando no respondan sólo los organismos estatales, sino también la solidaridad personal y la grupal, la palabra y la mano tendida, reconociendo conciudadanos.