Quienes escribimos estas líneas somos técnicos y vecinos del Complejo Municipal Sacude, un espacio sociocomunitario cogestionado por la Intendencia de Montevideo junto con vecinos de la cuenca de Casavalle. Sacude está enclavado en una zona históricamente olvidada y descuidada por los diversos gobiernos de turno desde los años 60 del siglo XX.

Es cierto que en las últimas décadas de este largo período existieron esfuerzos desde el Estado y se implementaron múltiples programas y proyectos que llegaron a estos barrios. Se concretaron cambios espaciales y de infraestructura relevantes, y se intentó incidir en el mejoramiento de la calidad de vida de muchas personas. También es verdad que dichos intentos fueron totalmente insuficientes e inconsistentes para revertir una inercia de más de seis décadas de postergación y omisiones.

Hoy sigue siendo una zona de Montevideo, y también del país, donde se concentran y encuentran múltiples desigualdades, que dan como resultado indicadores sociales críticos que evidencian la vulneración de derechos y se entrecruzan de diversas formas.

Desde este lugar, donde habitamos como vecinos o trabajadores, no estamos en condiciones de arriesgar acerca de la proyección futura de la desigualdad global. Mucho menos, de plantear alternativas para la inmoral situación actual, cuando el 1% más rico de la población ostenta más riqueza que el 95% de la población mundial (Oxfam Intermón). Tampoco vamos a referirnos a cambios decimales en el índice de desigualdad (Gini) o a variaciones estadísticas que cuantifican la realidad de nuestro país. Nuestro aporte será desde un lugar de cercanía y cotidianidad con la desigualdad, mejor dicho, con las desigualdades.

Antes de ingresar a ese terreno espeso, gris y desafiante, sería injusto omitir la innumerable cantidad de historias hermosas de vecinos organizados de forma más o menos formal, y de organizaciones e instituciones de la zona que desde hace mucho tiempo vienen resistiendo contra la velocidad y potencia que arrastran a muchas personas a la periferia de la periferia, lugar donde caen muchas veces sin regreso, en la vulneración de derechos más absoluta y descarnada. Esas hermosas historias de resistencia son protagonizadas por comisiones de barrio, asociaciones civiles, grupos y colectivos de vecinos que llevan varias decenas de años, en muchos casos trascendiendo varias generaciones, organizándose para que llegue la luz a sus barrios, luchando por que haya más y mejores líneas de transporte, concretando policlínicas barriales, sosteniendo clubes deportivos, espacios culturales y actividades sociales. Cómo no mencionar lo que han hecho en momentos críticos, durante estas largas décadas, en crisis económicas o pandemias, las organizaciones de base que dieron calor y alimento, “salvando vidas”, a miles de personas y cientos de familias que quedaron desamparadas de sus derechos más básicos.

El grado de deterioro y fragmentación social que viven estas zonas en relación con la “ciudad integrada” es cada vez más visible, más extremo, más desigual, más inmoral.

Esto no ocurre en cualquier barrio, en cualquier zona del país. Esta es una primera gran desigualdad a favor de la periferia de las ciudades, una desigualdad de la que poco se habla y que nada visibiliza. En estos barrios, con recurrencia y naturalidad, muchas familias ofrecen un espacio de su pequeño terreno, o una habitación de su mínima vivienda, o una changa, aunque quien la ofrezca no tenga trabajo, con la intención de dar una mano real o una oportunidad concreta. Pero esto, obviamente, no alcanza, es más, cada vez alcanza menos.

El grado de deterioro y fragmentación social que viven estas zonas en relación con la “ciudad integrada” es cada vez más visible, más extremo, más desigual, más inmoral. Quienes habitamos y trabajamos en la cuenca de Casavalle estamos obligados a decirlo, cuando sufrimos en “carne viva” una y otra vez las muertes, violaciones y abusos a nuestras mujeres, adolescencias e infancias, que no tienen otra opción que mantenerse en esa espiral de crueldad, ante la supuesta “falta de recursos” del Estado y la lentitud o ineficiencia judicial, que las desampara.

No podemos callarnos cuando hay nula o mínima respuesta a los problemas de salud mental y de consumo problemático de sustancias. Vemos cómo se reproducen en las esquinas, entre las tinieblas y las latas, personas que hasta poco tiempo atrás eran parte de nuestras instituciones y de sus familias.

No podemos dejar de denunciar la naturalización de la fragilidad educativa, de niños hipermedicalizados, o la situación de aquellos que se escapan de las escuelas sin lograr entrar a clase, o la realidad de quienes terminan el ciclo de primaria sin saber leer y escribir.

Quienes trabajamos y vivimos en estos barrios convivimos con la desigualdad en carne viva cuando nos enteramos de niños que intentan suicidarse o de adolescentes y jóvenes que lo logran, para evitar el sufrimiento. Vivimos con la desigualdad en carne viva cuando habitamos el barrio, en circuitos que construimos y reconstruimos a diario, para evitar las balas que obligan a las infancias a refugiarse debajo de las mesas en las escuelas o en los cuartos más seguros de sus viviendas, como si se tratase de un estado de guerra. O cuando no podemos habitar los espacios públicos que brillan por nuevos, pero muchas veces están solitarios por el miedo y la inseguridad.

Podríamos seguir compartiendo situaciones tan frustrantes como estas, sabiendo que es tan sólo la punta del iceberg. Seguros también de que, debajo de la línea de flotación, lo que no vemos o no queremos ver es mucho o muchísimo peor.

Para hacer frente a la desigualdad estructural que determina todas estas violencias es impostergable redistribuir la riqueza y es imprescindible diseñar e implementar una verdadera política de Estado (con un fuerte compromiso de los tres niveles de gobierno) que acompañe de manera permanente todas esas trayectorias individuales, familiares, colectivas y comunitarias vulneradas, que tienen un destino tan predecible como preocupante. Ya no basta con esperarlos en nuestras instituciones: hay que irlos a buscar, porque muchos de ellos ya no llegan.

No hay más tiempo y no debería haber más excusas. Es un momento que requiere valentía política, institucional y presupuestal. Si esto no sucede, pasarán otros cinco años que se sumarán a esta inercia desastrosa y desesperanzadora, y las desigualdades en carne viva nos seguirán interpelando. Y con razón.

Germán de Giobbi, Alejandra Silva, Ana María Pereira, Blanca Castillo, Denis Gómez y Mariana Melo integran la Comisión de Cogestión del Complejo Municipal Sacude.