Si bien han cobrado interés en la discusión pública reciente, los altos niveles de desigualdad en el acceso a los recursos económicos no son un problema nuevo en América Latina ni en Uruguay, sino que constituyen un rasgo estructural de estas sociedades. Por ello, los cambios distributivos requieren un amplio conjunto de transformaciones que actúen sobre el corto y el largo plazo. El ciclo de caída de la desigualdad de ingresos de la década pasada y la posterior crisis resultante de la pandemia de covid ilustraron una vez más las posibilidades y límites de las reformas orientadas a la redistribución combinadas con elevado crecimiento económico.

De cara al debate actual, podrían destacarse los siguientes aspectos:

  • El crecimiento económico por sí solo no reduce la desigualdad de ingresos y por sí solo es menos efectivo para la reducción de la incidencia de la pobreza monetaria.
  • Las transformaciones sustantivas en los niveles de desigualdad tienen como prerrequisito el aumento de la participación de la masa salarial y de remuneraciones laborales en el PIB. En el período de crecimiento verificado entre 2006 y 2015, ello fue posible por el aumento del salario mínimo, la restauración de la negociación salarial tripartita y un sustancial aumento del empleo de baja calificación.
  • Varios logros resultaron efímeros o al menos volátiles, particularmente en lo relativo a la incidencia de la pobreza monetaria, y se revierten parcialmente en contextos de crisis, en tanto no afectan de forma permanente dimensiones que van más allá del ingreso y se asocian a la vulnerabilidad de los hogares.
  • Desde 2009 en adelante dos importantes reformas con claras consecuencias distributivas que requerían una mayor profundización quedaron prácticamente intactas: i) el sistema de protección social y, en particular, su vertiente no contributiva; ii) la progresividad del sistema tributario, particularmente en el componente de rentas del capital e imposición a la riqueza.1 Lo primero se traduce en la fragmentación en las políticas orientadas a la población de menores ingresos, así como en una creciente estigmatización de quienes reciben transferencias, constatada en varios estudios. Con respecto al segundo punto, los datos disponibles indican que, pese al proceso redistributivo, el 1% de las personas de mayores recursos mantuvo constante su participación en el PIB en el período de auge económico. Así, la redistribución se produjo entre el 99% restante. A su vez, los estudios disponibles indican que la riqueza está fuertemente concentrada.2
  • Al mismo tiempo que cayó la desigualdad de ingresos (con las salvedades planteadas en el punto anterior), la segregación residencial creció considerablemente.3 Las políticas de acceso a la vivienda, mucho más costosas que las transferencias de ingreso, se desplegaron en mucho menor medida.
  • Durante las crisis, Uruguay descuida recurrentemente a los sectores más vulnerables de su población, y esto se repitió en 2020-2021.4 Ello acentúa la desigual distribución del peso de las crisis entre los distintos estratos sociales, con efectos de largo plazo en diversas dimensiones del bienestar, entre las que se destacan, por ejemplo, los desiguales logros educativos. La estrategia adoptada en 2020-2021, más allá de la expansión del seguro de desempleo, fue insuficiente para contrarrestar la caída de ingresos y la pobreza. Por otra parte, no se acudió a una mayor contribución de los estratos altos para enfrentar los costos de la crisis. El impuesto covid gravó a los funcionarios públicos de altos ingresos, dejando fuera al sector privado y a quienes perciben rentas del capital. Aunado a la sobrecarga de cuidados, el desempleo y el deterioro de los ingresos, esto contribuyó a una mayor carga del peso de la crisis en las mujeres.5
  • La evolución del peso de la masa salarial y de remuneraciones laborales en el PIB durante la última crisis muestra un crecimiento de las rentas del capital, posteriormente revertido, pero con consecuencias sustantivas en las condiciones de vida de un amplio conjunto de la población. Esto pone de manifiesto, una vez más, la regresividad del impacto de la crisis y la falta de políticas públicas que mitiguen estos impactos. A ello se agrega que, según los datos de la Encuesta Continua de Hogares, la desigualdad dentro de las remuneraciones laborales se agudizó.

En línea con varias contribuciones al debate público reciente, el repaso anterior sugiere que quienes tienen mayor control de la riqueza y perciben ingresos por ello han mantenido sus situaciones de privilegio en contextos de crecimiento, pero también de crisis. También es necesario destacar que las políticas implementadas entre 2006 y 2019 favorecieron el aumento progresivo de ingresos y la reducción de la pobreza, pero no redistribuyeron la riqueza en sus diferentes variantes.

La creciente concentración de los recursos económicos (riqueza, ingreso) y del peso de las rentas del capital en el PIB de los países, que se verifica a nivel internacional, ha dado mayor visibilidad al debate sobre sus consecuencias negativas, que se traducen en una fuerte concentración del poder sobre las decisiones económicas y menor justicia distributiva, con los correspondientes riesgos para los sistemas democráticos. En varios trabajos, Ingrid Robeyns advierte los riesgos de la continuidad de este proceso y retoma la discusión del limitarianismo sobre los niveles máximos de riqueza individual que las sociedades deberían tolerar, al tiempo que sugiere un conjunto de medidas para reducir esta concentración, que complementa otras propuestas.6 Esta discusión tiene otras aristas relevantes que han sido menos exploradas, como los posibles efectos del limitarianismo en la disuasión del consumismo y otros fenómenos emulativos.

Como lo demuestran muchísimas experiencias, pero entre otras la de América Latina y Uruguay en la década pasada, los cambios en la desigualdad de recursos no se logran a través de una sola medida, sino que requieren un paquete amplio de aspectos que permitan afectar toda la distribución del ingreso. Si bien este debate es imprescindible, no debe obstaculizar la discusión de reformas específicas (o debería alimentarse de ellas).

Quienes tienen mayor control de la riqueza y perciben ingresos por ello han mantenido sus situaciones de privilegio en contextos de crecimiento, pero también de crisis.

Algunas medidas son relevantes no sólo por lo que aportan a la reducción de la desigualdad de corto plazo, sino por la señal de reorientación que implican. El creciente debate local sobre la tributación a la riqueza lo ilustra.7 Reformas de este tipo son necesarias con independencia de la recaudación y del uso específico que se les dé a los recursos generados.

Por supuesto que la redistribución de la riqueza requiere muchas más medidas, no sólo de índole tributaria. A la vez, no debería olvidarse que existe una enorme desigualdad dentro de lo que a grandes rasgos podría llamarse el 99% inferior, que las remuneraciones laborales se hicieron más desiguales luego de la pandemia, y que quienes están en situación de privilegio en ese conjunto no deberían sentirse exonerados de contribuir. Dependiendo de las formas en que se argumente y de posibles medidas posteriores, las reformas propuestas pueden reforzar esta responsabilidad, pues las personas percibirán que el sistema grava más a quienes tienen más, pero se debería evitar exonerarlos, con la excusa de que “no son ricos”.

Como se sabe, los discursos que representan los intereses de los sectores de altos ingresos o riqueza tienen una enorme prevalencia en el debate público, y convencen de que algo que es inconveniente para ellos lo es para toda la sociedad. Así, varias encuestas de opinión indican que, en general, las personas presentan aversión a los impuestos progresivos, aun cuando sus ingresos estén por debajo de los mínimos imponibles. Esto requiere que las políticas redistributivas que se adopten deban acompañarse de argumentaciones claras.

En un conocido pasaje de la “Teoría de los sentimientos morales”, Adam Smith hace notar cómo las preocupaciones individuales opacan las preocupaciones sociales, indicando los límites del concepto de simpatía: “Supongamos que el enorme imperio de la China, con sus miríadas de habitantes, súbitamente es devorado por un terremoto, y analicemos cómo sería afectado por la noticia de esta terrible catástrofe un hombre humanitario de Europa, sin vínculo alguno con esa parte del mundo. Creo que ante todo expresaría una honda pena por la tragedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas reflexiones melancólicas sobre la precariedad de la vida humana y la vanidad de todas las labores del hombre, cuando puede ser así aniquilado en un instante. Una vez concluida esta hermosa filosofía, una vez manifestados honestamente esos filantrópicos sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo o su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como si ningún accidente hubiese ocurrido. El contratiempo más frívolo que pudiese sobrevenirle daría lugar a una perturbación mucho más auténtica. Si fuese a perder su dedo meñique mañana, no podría dormir esta noche; siempre que no los haya visto nunca, roncará con la más profunda seguridad ante la ruina de 100 millones de semejantes, y la destrucción de tan inmensa multitud claramente le parecerá algo menos interesante que la mezquina desgracia propia” (TSM, p. 260, Alianza Editorial).

Las entrevistas recientes a Juan Carlos López Mena muestran que su “dolor de meñique” puede cobrar una creciente atención pública y preocupación sobre los posibles efectos sistémicos de una tributación más progresiva, mientras que la pobreza y otras formas de privación no visibles tienen un carácter abstracto, favorecido por la segregación residencial.

Si bien en Uruguay parece existir un marcado consenso sobre la importancia de reducir la llamada pobreza infantil, los acuerdos son menores cuando se pone de manifiesto que ello necesariamente implica una importante canalización de recursos y depende en buena medida de políticas redistributivas. No debe olvidarse que, especialmente en el plano monetario, la insuficiencia de recursos en hogares con niños resulta de las dificultades para generar ingresos de adultos jóvenes, especialmente de las mujeres. Cuando la discusión sobre políticas se reduce a la infancia, lo anterior se invisibiliza y el vínculo con la desigualdad queda oculto. Esto no sólo separa dos discusiones que deberían estar unidas, sino que también permite eludir las verdaderas responsabilidades.

Andrea Vigorito es economista y profesora titular de la Facultad de Ciencias Económicas y de Administración de la Universidad de la República.


  1. Véase Midaglia, C, Antía, F, Carneiro, F, Castillo, M, Fuentes, G & Villegas Plá, B (2017). “Orígenes del bienestar en Uruguay: explicando el universalismo estratificado”. Documento de Trabajo (online) /FCS-ICP; 01/17. 

  2. Véase De Rosa, M (2025). Wealth Inequality in the South: Multi‐Source Evidence from Uruguay. Review of Income and Wealth, 71 (1), e12683. 

  3. Véase Rodríguez-Vivas, M (2019). iecon.fcea.udelar.edu.uy/es/publicaciones/produccion-del-iecon/item/die-0419-segregacion-residencial-en-montevideo-su-evolucion-por-variables-estructurales-para-el-periodo-2006-2017.html 

  4. Véase Salas y Vigorito (2021) https://www.colibri.udelar.edu.uy/jspui/handle/20.500.12008/27070 

  5. Véase Amarante et al. (2023) fcea.udelar.edu.uy/difusion/novedades-dpto-economia/7534-la-pandemia-en-uruguay-cual-ha-sido-el-costo-para-las-mujeres.html 

  6. Véase Robeyns, I (2022). Why limitarianism. Journal of Political Philosophy, 30 (2), 249-270. 

  7. Véase, por ejemplo, De Rosa y Vilá (2025). pitcnt.uy/sites/default/files/2025-07/Consideraciones%20de%20impuesto%20riqueza.pdf