Nunca fue raro que la derecha evocara una presunta Edad de Oro a restaurar, pero ese relato abunda especialmente hoy, sobre todo desde que se popularizó la consigna Make America great again (MAGA). Con ella, Donald Trump estimula la esperanza de que Estados Unidos vuelva a ser el centro de un imperio proteccionista, con enormes fábricas, buenos salarios, grandes posibilidades de ascenso social y una cultura hegemónica conservadora. En nuestra región tenemos la insistencia de Javier Milei en que Argentina fue alguna vez “potencia mundial”, antes de decaer hasta el desastre por culpa del “colectivismo”, el peronismo en general y el kirchnerismo en particular.

Los dos presidentes fechan su referencia imaginaria de bonanza en el penúltimo cambio de siglo: el estadounidense habla del período 1870-1913, entre la Guerra de Secesión y la Primera Guerra Mundial; el argentino sostiene que su país era “el más rico del mundo” en 1896 y se mantuvo en el top ten hasta el final del mismo período.

Ambas narrativas distorsionan lo que realmente pasaba en el tramo final del siglo XIX, omiten factores fundamentales de los cambios y fantasean con la posibilidad de reproducir circunstancias irrepetibles. Hay abundante bibliografía que señala esas debilidades, pero aquí vamos a considerar otra característica común: el deseo de dejar atrás, como quien despierta de una pesadilla, el siglo XX. Borrar de un golpe el marxismo, el Estado de bienestar, los movimientos de liberación nacional contra el colonialismo, el psicoanálisis, el feminismo, la teología de la liberación y un largo etcétera que incluye hasta la globalización de la economía.

No hay dos sin tres

El diario El País publicó el sábado pasado un insólito editorial titulado “Bicentenario en perspectiva”. En él se afirmó que “los historiadores que seguían la línea socialista-mercantilista de [José Pedro] Barrán y [Benjamín] Nahum, afortunadamente ya superada desde hace algunas décadas”, con “sesgos ideológicos” y escasa “honestidad intelectual”, compartieron el error de “despreciar lo que aconteció en el siglo XIX” uruguayo.

La tesis del editorialista es que en ese siglo nuestro país “prosperó como ningún otro de América Latina, siendo el que más crecía en términos proporcionales a su población”, y que “las estadísticas de producto, cuya reconstrucción tenemos disponible desde 1870, muestran que hacia esa década alcanzamos el mismo ingreso por habitante de los países ricos de la época, Estados Unidos, Francia o el Reino Unido”.

Después, según la exposición mitológica, vino “el avance del estatismo y el proteccionismo que llevó a paralizar nuestra economía” a mediados del siglo XX, en un país que “creyó que la prosperidad ya estaba dada y que se dedicó a repartir lo que ya existía descuidando los mecanismos de la generación de riqueza”. Así, “al prodigioso crecimiento anterior al golpe de 1875 le sigue un período mucho más largo en que nos fuimos alejando consistentemente de los países más ricos del mundo porque seguimos rumbos esencialmente equivocados”. Son muchas coincidencias. Demasiadas.

Una trama vetusta

El desvarío es, más que contagioso, coordinado. Hay un libreto publicitario y una ideología en común, que hoy es alimentada por una red internacional pero tiene antecedentes añosos. Instituciones como el Centro de Estudios para el Desarrollo, al que se integró este año el expresidente Luis Lacalle Pou, forman parte de un proyecto compartido, pero las “nuevas derechas” no son tan nuevas: actualizan posiciones más que centenarias. Investigaciones en curso revelan una genealogía regional que, en el caso uruguayo, no se limita al viejo tronco del que procede El País.

En una nota publicada en octubre de 2016 por el medio sanguinettista Correo de los Viernes, Santiago Torres recordó que “Jorge Batlle explicaba con mucha claridad cómo había operado en él –hijo de una larga tradición dirigista– la transformación liberal”. Su primer suegro, “Raúl Lamuraglia, un conocido industrial argentino que debió exiliarse en Uruguay durante los años del primer peronismo, [...] lo invitó a asistir a una serie de conferencias que en Buenos Aires brindaban los dos grandes popes de la llamada ‘escuela austríaca’: Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek”.

En 1954, Lamuraglia había puesto la casa (una quinta en el Gran Buenos Aires) para una reunión en la que se organizaron el golpe de Estado militar contra Juan Domingo Perón y el bombardeo de Plaza de Mayo, con financiamiento del industrial exiliado. Uno de los participantes fue Alberto Benegas Lynch padre, venerado por Milei e integrante de la Academia Nacional de Economía de Uruguay.

Tiene gracia que el mismo sábado 10, junto al editorial mencionado, El País haya publicado una nota de opinión del senador Javier García en la que este acusa al actual gobierno de “regresista” por revertir algunas medidas adoptadas durante la presidencia de Lacalle Pou. ¿Qué adjetivo habría que inventar para quienes proponen que Uruguay retome su rumbo de hace un siglo?