La desigualdad es el principal obstáculo para que Uruguay sea un país de oportunidades. Mientras el 1% más rico concentra fortunas que crecen en silencio, miles de familias apenas logran llegar a fin de mes y el Estado ha sabido postergar apoyos y políticas donde más se necesitan. La propuesta de aplicar un impuesto del 1% al 1% más rico no es un gesto ideológico: es una necesidad urgente y concreta para que la justicia social también se refleje en justicia fiscal.
El debate sobre los superricos no es exclusivo de Uruguay. Desde que Thomas Piketty publicó El capital en el siglo XXI, la discusión sobre impuestos a grandes patrimonios ocupa un lugar central en la economía mundial. Hoy incluso organismos internacionales poco sospechosos de radicalismo, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial o la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) plantean el tema. Países como España, Francia y Brasil han implementado impuestos a la riqueza en los últimos años, entendiendo que el crecimiento sin redistribución sólo agrava las fracturas sociales. Uruguay no puede quedarse atrás.
En nuestro país, la situación de la infancia y la adolescencia muestra con crudeza lo que significa un Estado que no llega donde debería. Los problemas son múltiples: baja cobertura en primera infancia, proyectos comunitarios cerrados, barrios enteros donde la ausencia estatal alimenta la exclusión y la violencia. La salud mental enfrenta un déficit dramático: más medicalización, más intentos de autoeliminación, internaciones largas sin acompañamiento. Y los adolescentes que cumplen 18 años en el sistema de protección quedan prácticamente librados a la soledad y el abandono.
Estos no son hechos aislados: son señales de un Estado que ha priorizado el orden fiscal y la imagen de prolijidad por encima de garantizar derechos básicos. Y las consecuencias son visibles: niñas y niños sin acceso a cuidados de calidad, jóvenes que enfrentan la adultez sin red de apoyo, familias enteras que viven en la precariedad.
Mientras tanto, los más ricos permanecen intactos. Ninguna contribución extraordinaria, ninguna medida que toque sus privilegios. Esa es la verdadera injusticia: se ajusta a quienes menos tienen, mientras se blinda a quienes más concentran. Por eso el 1% al 1% es una propuesta de sentido común: que quienes tienen más aporten un poco más para sostener derechos básicos de la ciudadanía.
El verdadero riesgo para la democracia no es que un rico transfiera su dinero al exterior, sino que miles de niñas y niños crezcan sin derechos garantizados.
Algunos sostienen que la recaudación sería modesta. Pero incluso con cifras moderadas, el impacto sería enorme si se destinara a políticas estratégicas. Con lo recaudado se podría abrir y sostener más centros CAIF, garantizar el acompañamiento de adolescentes que egresan del sistema de protección, fortalecer la salud mental en centros de 24 horas, o cubrir el déficit en primera infancia.
Otros advierten sobre fuga de capitales o freno a la inversión. Sin embargo, la evidencia muestra lo contrario: países que aplicaron impuestos similares no vieron colapsar sus economías. Y en Uruguay, donde la riqueza está fuertemente concentrada en tierras, inmuebles y activos financieros, el margen para la evasión es mucho menor de lo que se afirma. El verdadero riesgo para la democracia no es que un rico transfiera su dinero al exterior, sino que miles de niñas y niños crezcan sin derechos garantizados.
La pregunta no es si podemos hacerlo, sino si estamos dispuestos a hacerlo. ¿Vamos a seguir protegiendo privilegios mientras los demás pagan la crisis con desigualdad, precariedad y frustración?
Un Frente Amplio que aspire a seguir gobernando muchos años no puede esquivar este debate. Al contrario: debe colocarlo en el centro de su propuesta de transformación. Porque sin justicia fiscal no habrá justicia social. Y porque si algo enseña la experiencia reciente en políticas de infancia, es que sin recursos no hay derechos.
Gravar con un 1% al 1% más rico no es revancha contra nadie. Es un consenso republicano: todos contribuyen según su capacidad, y los que más tienen ponen un poco más para que nadie quede atrás. Es el mínimo gesto de equidad que una sociedad democrática puede exigir a sus élites económicas.
Se puede, y se puede ahora. No hay excusas técnicas ni tiempos políticos que valgan. La desigualdad no espera. Y cada día que pasa sin dar este paso, son más los niños, niñas y adolescentes a quienes el Estado les falla. Uruguay necesita un nuevo acuerdo de justicia fiscal porque se puede, porque es justo y porque es ahora.
Fabricio Soria es el secretario nacional de comunicación de Casa Grande y vicepresidente del Ecomité del Frente Amplio.