Fuertemente marcado por la civilización tibetana pluricentenaria, el Reino de Bután y sus 800.000 habitantes en las alturas del Himalaya, entre China e India, se embarcan, al igual que numerosos países, en un proyecto modernista: construir en Geylegphug una “ciudad del futuro” que combine budismo y capitalismo, energía verde y beneficios financieros, utopía verde y plataforma industrial. A priori, qué hay más virtuoso frente al reinado, raramente cuestionado, de la evidencia irreversible del crecimiento, los empleos, la soberanía… y los efectos de modas cientificistas sobre el telón de fondo de la vampirización de las herramientas digitales. ¿Debemos, sin embargo, permanecer resignados o constreñidos ante el tsunami de este tipo de modernidad triunfalista y su búsqueda perpetua de novedad, cuando emergen debates sobre el decrecimiento y la desaceleración, además de otras formas de desarrollo respetuosas del Antropoceno?

Desde el siglo XVIII, la modernidad se había afirmado como un horizonte insuperable de progreso, de emancipación y de racionalización. Heredera del Siglo de las Luces, de la revolución industrial y del capitalismo conquistador, caracterizaba una ruptura asumida con la tradición y el “viejo mundo”. Esta dinámica política portaba en sí una suerte de obsesión: estar siempre por delante, incluso a riesgo de una pérdida de referencias, de un desmoronamiento del vínculo social y del desequilibrio ecológico. Políticamente, la modernidad se había enorgullecido de una salida del orden antiguo liberándose notablemente de los poderes religiosos. El Estado-nación, el sufragio universal, la separación de poderes han reemplazado la autoridad religiosa o el monarquismo absolutista por una legitimidad racional y democrática. De modo que lo político ha podido convertirse en gestor del cambio más que garante de un proyecto común. En el plano social, la modernidad era igualmente sinónimo de emancipación para mujeres, minorías, personas que se convirtieron en ciudadanas disponiendo de derechos y libertades individuales.

Al término de estas rupturas, hoy en día la mayoría de los dirigentes permanecen así cautivos de la aspiración modernista marcada por el paradigma del progreso triunfalista y su frenético llamado al consumismo. Arrullados por el sueño prometeico, el porvenir y el futuro podrían finalmente pertenecernos gracias a esta modernidad hegemónica. Como una asunción del credo libertario y técnico, esta invocación encantatoria nos prometía la libertad imponiendo la urgencia que acelera el curso del tiempo tanto como la anomia.

Este tipo de fetichismo por la novedad se ha inscrito como un motor del consumismo. Esta dinámica neófila explica que los productos y los objetos sean deseados incluso antes de existir.

Pero ¿estamos acaso constreñidos a la imposición de seguir este curso de la historia? Nada es menos seguro que se trate de reflexionar sobre ello. En realidad, los discursos dominantes sobre la modernidad se han vuelto necesarios por la producción estructural del capitalismo, que necesita una renovación constante del acto de compra para mantener la demanda, es decir, el consumismo. Este tipo de fetichismo por la novedad se ha inscrito como un motor del consumismo. Esta dinámica neófila explica que los productos y los objetos sean deseados incluso antes de existir, argumento constante en las estrategias mercantiles movilizadas en el dominio de los modelos de consumo que reposan sobre la estacionalidad o tiempos publicitarios. La estética de lo nuevo está así fundada sobre una experiencia de la irreversibilidad que desconsidera, por otra parte, los efectos deletéreos de toda innovación, señalada por la expresión “destrucción creadora”, de Joseph Schumpeter.

Este tipo de discurso en cierto modo intransigente suscita al mismo tiempo un anatema para aquellos que rehúsan conformarse con él: se opondrían a la innovación positivista y promoverían el “modelo amish”, con su símbolo de la lámpara de aceite. ¡Ay de aquellos que cuestionan la promesa de esta suerte de progreso exponiéndose a las burlas sobre la obsolescencia y la caducidad de paradigmas pretendidamente superados! Pensadores como Zygmunt Bauman, Bruno Latour o Hannah Arendt han cuestionado esta obsesión de lo “nuevo” supuestamente liberador, sometido a un imperativo de rendimiento.

Pero ¿cómo salir de sus avatares deletéreos sin renegar del progreso? Se trata hoy de repensarlo porque la obsesión de lo nuevo por lo nuevo, del progreso por el progreso, del crecimiento por el crecimiento nos ha conducido a callejones sin salida. Y rehabilitar la memoria, las raíces, las lentitudes no significa ser reaccionario; muy al contrario. Es quizás el comienzo de un verdadero progreso garantía de una posmodernidad de nuevo tipo, aunque nos falten cruelmente brújulas para orientarnos y descifrar la complejidad de las posiciones en juego, fuera de los senderos trillados de los sesgos cognitivos favorecidos por la sociedad de los algoritmos. Según el sociólogo Danilo Martuccelli (L’esprit de modernité, histoire, inventaire, actualité, 2025), la modernidad puede así verdaderamente llegar a ser lo que ha intentado duraderamente y lo que ha pensado ser, “una civilización con la conciencia inquieta de su porvenir”, cualesquiera que sean sus épocas.

Alain Garay es abogado del Colegio de París.