El comienzo del juicio a Jair Bolsonaro en Brasil es un hito histórico en la protección de las democracias. Por un lado, contra la impunidad del golpismo latinoamericano; por otro, contra la presión imperialista de Donald Trump. Esta doble relevancia no debería pasar inadvertida.
El valor de las normas
Bolsonaro es acusado de liderar una organización criminal que procuró su permanencia en el poder, desconociendo los resultados electorales de 2022. Una investigación de la Policía Federal brasileña halló incluso evidencia sobre planes para asesinar a Luiz Inácio Lula da Silva, a su compañero de fórmula Geraldo Alckmin y al entonces presidente del Supremo Tribunal Electoral, Alexandre de Moraes.
Que semejantes atrocidades pasen a la Justicia es, para bochorno regional, novedoso. Aunque la historia de América Latina está llena de golpes de Estado, quienes los dieron o trataron de darlos casi nunca fueron condenados por ello.
Tras el fin de la Guerra Fría, fue un gran avance que en varios países se juzgara a dictadores por crímenes cometidos con el poder que usurparon, pero no se los juzgó por el hecho de usurparlo. En 1986, la Suprema Corte de Justicia uruguaya declaró que no le correspondía recibir una denuncia contra Juan María Bordaberry por su responsabilidad en el golpe de Estado de 1973, presentada por el entonces diputado frenteamplista Nelson Lorenzo. En Brasil, hasta los esbirros y sicarios más viles de la dictadura quedaron impunes.
Así se prolongó una larga tradición que asume al golpismo como un recurso extremo de la política, en vez de reconocer que la niega y trata de clausurarla.
Esa tradición ha tenido consecuencias nefastas. En el terreno del análisis abstracto se puede plantear que la guerra, entre los Estados o dentro de ellos, es la continuación de la política por otros medios. Pero si confundimos la descripción de los hechos con su legitimación, nos deslizamos hacia un abismo ético en el que todo es política, todo es guerra y todo vale. Los derechos ajenos son prescindibles; el engaño y la calumnia se amparan en la libertad de expresión; la violencia colonialista es una práctica más en la economía de mercado; la tortura forma parte de la investigación científica.
Cuando el “nunca más” queda en una expresión de deseo, la impunidad devalúa las normas sociales y causa perturbaciones profundas de la convivencia. Un país que no juzga el golpismo va rumbo a la situación indeseable y peligrosa que el francés Émile Durkheim llamó anomia.
Más allá de las normas
El actual presidente de Estados Unidos también fue acusado de cometer delitos muy graves para no entregar el poder al cabo de su primer período de gobierno. Al igual que a Bolsonaro, se le investigó por desacreditar al sistema electoral y alentar actos violentos contra las instituciones, cuya expresión más notoria fue el asalto al Capitolio en 2021. Sin embargo, a diferencia del brasileño, Trump logró retrasar el proceso, postularse para un nuevo mandato, ser electo y quedar exento de enfrentar a un tribunal. Este avance hacia la anomia tuvo consecuencias en cascada.
De regreso en la Casa Blanca, Trump ha violado a menudo los límites de sus competencias, con órdenes ejecutivas que se saltean la aprobación del Parlamento desde la política migratoria hasta la comercial. El mes pasado dio un paso más hacia la autocracia, al anunciar un arancel adicional del 50% para todas las exportaciones brasileñas a Estados Unidos, con el propósito de lograr que cesara “inmediatamente” la “caza de brujas” contra Bolsonaro y se le permitiera ser candidato a la presidencia el año que viene. Ellos se juntan, pese a que caben dudas de que un dios lo haya criado.
El efecto de la presión estadounidense estuvo muy lejos del deseado. En Brasil hay un fuerte sentimiento nacionalista que llevó a cerrar filas contra la agresión, la popularidad de Lula aumentó, Bolsonaro quedó señalado como cómplice de un intento de dañar a su país para salvarse, y el juicio contra él comenzó como estaba previsto.
Hay un vínculo muy hondo entre la resistencia de Brasil a la embestida de Trump y el proceso judicial que esta buscó impedir. El sistema de convivencia democrática requiere la igualdad de las personas ante las leyes nacionales y también el respeto por normas internacionales que le pongan límites a la voluntad del más fuerte. En ambos casos, es necesario construir alianzas amplias para cuidar lo básico.
A su vez, esas alianzas sólo se fortalecen cuando amplían y enriquecen la democracia, de tal modo que los pueblos experimenten sus beneficios, desde lo económico hasta lo cultural, y estén cada vez más comprometidos con una ética del bien común.
El golpismo no nace de la maldad. Hay sádicos en el terrorismo de Estado y delirios de grandeza en el imperialismo, pero los conflictos de fondo que motivan esas prácticas no pertenecen al campo de estudio de la psicopatología, sino al de la economía política. Contra los Trump y los Bolsonaro, la mejor defensa es construir más derechos y más justicia.