¿Por qué preocuparnos por la desigualdad y no sólo por la pobreza? ¿No deberíamos levantar el piso para los que están más abajo y dejar que otros hagan toda la riqueza que quieran? Esta es una pregunta importante, con la que mis estudiantes suelen interpelarme en mis clases en Colombia, donde vivo y enseño, a pesar de haber nacido y de seguir investigando y viviendo a ratos en Uruguay. Hay varios argumentos normativos sobre esto muy importantes, es decir, razones morales y filosóficas por las que se considera objetable. Me voy a dedicar aquí, sin embargo, a algunos argumentos empíricos que respaldan mi respuesta negativa a las anteriores preguntas. En concreto, es que, si bien disminuir la pobreza es un objetivo prioritario, hacerlo está en primer lugar generalmente relacionado con disminuir la desigualdad (sabemos que no se logra sólo con crecimiento y efecto goteo) y, además, no es suficiente para que todos tengamos bienestar como individuos y como sociedad. La desigualdad tiene un efecto independiente distinto al de la pobreza sobre todos los individuos, de distintas clases sociales, y sobre las sociedades como colectivo.

La desigualdad mata (como se titula el libro del famoso sociólogo europeo Göran Therborn). Mata más a quienes están más abajo en la distribución, dándoles atrofia, desnutrición o menor esperanza de vida, por ejemplo. En contextos desiguales, las muertes por desesperanza (sobredosis de drogas, alcoholismo o suicidio), como dicen los premios Nobel de Economía Angus Deaton y Anne Case, suben por frustración, desesperación o quién sabe por qué mecanismo. Aún más, la desigualdad afecta la salud también de los más privilegiados. Sólo tomando sociedades ricas, aquellas más desiguales tienen problemas de salud en toda su población, no sólo en los más pobres. La salud percibida y el estrés de los más ricos también es peor. Esto lo estudia el epidemiólogo Richard Wilkinson y ve también otro montón de resultados negativos de la desigualdad aun en sociedades que uno calificaría como sin problemas dado su PIB per cápita. A mayor desigualdad, mayor índice de encarcelamiento, menor confianza en los demás, más homicidios, menor salud mental, entre otros. Y nuevamente, esto también afecta a los más privilegiados, directa e indirectamente. Vivir en una sociedad más desigual es generalmente vivir en una sociedad más violenta, con circulación restringida en las calles, donde la gente vive con miedo, donde los gastos en seguridad crecen y donde los bienes públicos no son usados por los más privilegiados.

La desigualdad inhibe la generación de capital humano, es decir, nos hace perder talento. ¿Cuántos niños y niñas posibles médicos, científicas o profesores de Literatura habrá en las regiones y barrios más pobres de Uruguay? ¿Cuántos no llegan a serlo debido a la falta de oportunidades en sus lugares de origen? Además de frustrar individuos, esto hace que la torta de todos no crezca lo suficiente y tengamos menos para repartir al final. Los efectos de la educación sobre el crecimiento económico están más que probados.

La desigualdad tiene un efecto independiente distinto al de la pobreza sobre todos los individuos, de distintas clases sociales, y sobre las sociedades como colectivo.

En otro orden de ideas, la desigualdad relativa, más que la absoluta, afecta el modo en que nos situamos y sentimos respecto de los otros. Saber que hay gente que tiene mucho más que nosotros nos afecta, frustra e impacta negativamente nuestro bienestar. Por dar un ejemplo sencillo, que saco de un libro de Keith Payne sobre este tema (The broken ladder), ver la primera clase al abordar un avión no es un detalle trivial: activa y refuerza nuestra percepción de desigualdad. Payne argumenta que la percepción de desigualdad se dispara cuando la diferencia de estatus es visible y cercana, sobre todo si la comparación es inmediata. El diseño de muchas aerolíneas –hacer que los pasajeros de clase económica pasen por la sección de primera clase– es un ejemplo claro: antes de llegar a tu asiento, pasas por un pasillo donde ves butacas más grandes, mejor comida servida en vajilla real y pasajeros instalados con más espacio. Esto no sólo recuerda a las personas que están “abajo” en la jerarquía que otros tienen más, sino que puede afectar el estado de ánimo, aumentar la irritación y hasta empeorar la conducta colectiva (por ejemplo, más conflictos con la tripulación o entre pasajeros). En resumen, ver la primera clase al subir al avión funciona como un recordatorio vivo y tangible de la desigualdad, y nuestra mente reacciona a esa señal comparativa. Esto es lo que la sociología de los 60 llamaba deprivación relativa.

Finalmente, la desigualdad económica provoca y refuerza la segmentación y la segregación de nuestras vidas, nuestros espacios, nuestras escuelas, nuestra salud. Esto trae nuevos efectos negativos, otra vez, para todos. Vivir y jugar en un barrio pobre y segregado, concurrir a una escuela pobre y segregada afecta nuestras posibilidades en la vida, con un efecto adicional al de la pobreza de la familia. En cambio, los ambientes barriales y educativos heterogéneos, es decir, donde distintas clases sociales coexisten, son generadores de oportunidades. Pero, además, la falta de interacción entre desiguales produce estigmas, miedos y falta de empatía por las vidas y destinos de los otros. Produce también que los bienes públicos se deterioren cada vez más, porque aquellos sectores medios y altos que podrían usarlos comienzan a abandonarlos.

El argumento de que la desigualdad nos afecta negativamente a todos, si bien diferencialmente, es importante para pensar en la posibilidad de coaliciones redistributivas (como dice Merike Blofield). Si entendemos que la desigualdad es un problema en sí mismo, más allá de la pobreza, y que es un problema que nos afecta colectivamente, podremos actuar para disminuirla, sea por cuestiones morales o altruistas o sea por cuestiones de autointerés.

Me interesa mucho generar pedagogía en este sentido porque no se trata de unos contra otros, más allá de que es a partir de luchas sindicales, derechos reivindicados y estados redistributivos que se ha logrado disminuir la desigualdad en países que admiramos por su calidad de vida, como Finlandia o Noruega. Se trata también de que la desigualdad es negativa para la vida en comunidad.

María José Álvarez Rivadulla es profesora titular de Sociología en la Universidad de los Andes, Colombia.