“Como mínimo de derecho humano, el derecho de habitar: el derecho a gozar de tierra vivienda sin precio ni permiso”. Carlos Vaz Ferreira, Sobre la propiedad de la tierra, 1918.

El Isma se despertó con varios policías armados en la puerta trasera de su casa, dentro de su predio y sin entender qué estaba sucediendo. Venían con una orden de desalojo para un padrón contiguo al que habita desde hace ocho años en Punta Negra, pero no para el suyo. En ausencia de autoridades políticas o trabajadores de los servicios sociales del Estado, intentó explicarles la confusión a los encargados policiales del operativo, pero no lo escucharon. Lo detuvieron por “desacato”, esposado y con grilletes, fue trasladado a la seccional 11 de Piriápolis.

La suya no es una situación aislada, en diferentes lugares de la costa de Maldonado y desde hace varios años –pero con un recrudecimiento fuerte a partir de la pandemia– el poder político departamental, en connivencia con los intereses económicos inmobiliarios, el sistema judicial y el aparato policial, hace todos los esfuerzos por recuperar carteras de tierras con fines especulativos y en beneficio de un puñado de privados, que producen un problema social a través de la concentración irrestricta del suelo con utilidad habitacional.

Ojalá, piensa uno, fueran destinados los mismos esfuerzos en resolver las condiciones habitacionales del conjunto de la población en un departamento que, por tener una importante zona costera –y por ello un valor económico en incremento constante de los bienes inmobiliarios– desplaza a sus habitantes y residentes para aumentar ilimitadamente el lucro de la tierra, en detrimento de los intereses sociales, ambientales y culturales de los territorios que comprende.

Frente a la defensa irrestricta de propiedad privada ¿dónde queda el derecho –inherente a la personalidad humana– de que cada quien llegue al mundo con un espacio de suelo para habitar por el solo hecho de detentar la vida, con condiciones dignas, porque es una necesidad biológica, cultural y social tanto del sujeto particular como del conjunto de una sociedad?

Derechos y deberes

Es importante no desconocer que existen normas y principios del derecho que nos rigen y dan un marco de convivencia como sociedad, tan necesario como saludable en un sistema de Estado y en este momento histórico. Pero también parece sensato atender al postulado de que la ley debe tener coherencia y asidero con lo que sucede en el mundo real: no es la realidad la que se ajusta al andamiaje jurídico, sino al revés. Los representantes políticos tienen la responsabilidad de adecuar la legislación a las condiciones que tenemos como país, lo cual obviamente comprende y atañe al problema habitacional.

Si bien nuestra Constitución establece que todas las personas somos iguales ante la ley, la desigualdad estructural que afecta a nuestra sociedad en el acceso a bienes y servicios, a oportunidades y posibilidades materiales para el desarrollo de la vida, ponen en serio cuestionamiento la efectiva aplicación de las normas.

Para el caso concreto, hay sendas discusiones sobre el alcance del derecho a la vivienda ampliamente reconocido en la legislación, tanto internacional como nacional. Las interpretaciones más literales, concretas y pragmáticas identifican a la vivienda como un derecho explícito de efecto real, o al menos tendiente a su concreción práctica: esto es, que efectivamente todas las personas en situación de vulnerabilidad habitacional, lleguen a tener en su vida una vivienda digna y decorosa, segura y permanente.

Sin embargo, hay interpretaciones más abstractas –por increíble que resulte lo que prosigue– que plantean el derecho a la vivienda como un derecho “intencional”, “aspiracional” o “programático”. Entiéndase, como una expresión de deseo que queda bonita en el papel, que resulta políticamente correcta y que estamos obligados a reconocer por los tratados internacionales, pero que no tiene –ni pretende tener– un efecto más o menos inmediato en la realidad habitacional de la sociedad ni mucho menos ser considerada como un principio de responsabilidad política ineludible por gobiernos y gobernantes.

Esta última tendencia interpretativa no hace, sin embargo, una interpretación tan laxa del derecho de propiedad, al que obviamente concibe como un postulado literal de efecto real, ni intencional ni programático. De hecho la literalidad de este derecho no es prácticamente discutida, ni puesta en tela de juicio, aun siquiera cuando existen en muchos casos omisiones a las obligaciones de dueño que establecen nuestros códigos jurídicos, tales como cuidar y no dejar caer en el abandono. No todo son derechos, también hay deberes. La obligación de cuidar y propender a mejorar, en base a la propiedad privada, un territorio y su entramado social, recae muchas veces en personas que acceden a un espacio habitacional a través de la posesión, un mecanismo legal en nuestro país para ocupar el lugar del dueño en ausencia de este.

¿Por qué el Estado, es decir, el conjunto de la sociedad, debe cuidar la propiedad privada de algunos pocos incluso en la más absoluta ausencia de estos? ¿Qué hacer cuando una propiedad no es reclamada de ninguna forma por sus propietarios originales y podemos disponer de esta como sociedad para resolver la situación habitacional de otras personas que no son dueñas de nada? ¿Por qué hay más esfuerzos destinados a proteger los derechos de quienes tienen decenas o centenas de terrenos, que a mejorar la situación –y proteger en el goce de sus derechos– a quienes nada tienen?1

Al derecho y al revés

“Respetar: Los Estados no deben ejecutar o promover de cualquier otra manera el desalojo forzoso arbitrario de personas y grupos”.2

El caso concreto de Punta Negra y en general de toda la zona costera del Municipio de Piriápolis pone de manifiesto una tensión “disfuncional”3 entre el derecho a la propiedad privada (defendida a cualquier costo social por aquellos que la detentan) y el derecho a un espacio habitacional. Pero ese no es el único conflicto que se expresa: detrás de la tensión explícita sobre la vivienda y de forma menos evidente, hay un trasfondo velado sobre el derecho de acceso a los territorios en zonas balnearias y una tendencia fáctica a la elitización de las zonas costeras.

Mientras que viejos fraccionamientos y terrenos concretos acumularon deudas impagables con el Estado (es decir, con el conjunto de la sociedad) y sus propietarios no asumieron nunca ninguna acción de responsabilidad en relación a estos inmuebles, ni gesto alguno de aprehensión material sobre los mismos, otras personas fueron llegando, desarrollando allí sus espacios de vida y generando condiciones de cuidado del lugar, asumiendo las responsabilidades propias de dueño que establecen los artículos del Código Civil respecto a la posesión, habitando la tierra y habitando un entramado socio-territorial.

Esto configuró, por una parte, soluciones habitacionales para personas y familias prescindiendo autónomamente de las escasas y deficientes soluciones que ofrece el Estado, pero, por otra parte, fue consolidando comunidades con identidad propia y vínculos de pertenencia. Los desalojos desmiembran estos entramados y dejan a más personas y familias en situación de vulnerabilidad habitacional, engrosando las listas de personas y familias sin vivienda para las cuales no hay propuestas alternativas. Muchos de estos terrenos una vez desalojadas las personas en posesión, algunas de las cuales habitaron estos lugares por varios años, vuelven a caer en el más absoluto abandono por parte de sus “dueños”.

El desplazamiento forzoso que producen los desalojos tiene un impacto negativo en múltiples dimensiones: en la persona de quienes pierden su vivienda (y espacio de producción, en muchos casos, de bienes o servicios con fines de sustento económico, afectando no sólo la vivienda sino también el medio de vida); en la comunitaria, en tanto estas personas y familias enteras son parte del entramado de una red social, que se ve afectada directamente –económica, cultural y moralmente– cuando le quitan elementos de su integración de forma arbitraria; en la social, en tanto más personas quedan en una situación de vulnerabilidad habitacional a la que el Estado no puede dar respuesta suficiente, empeorando una problemática nacional que ya reviste dramática gravedad.

La reivindicación del reconocimiento al derecho a habitar es una propuesta superadora de un modelo regido por el (sin)sentido de preservar un derecho a la propiedad para el cual los territorios no son más que un medio de enriquecimiento, especulación y acumulación ilimitada, en beneficio de unos pocos. Muy pocos. Las grandes mayorías de nuestra sociedad padecen la precariedad habitacional y son relegadas a espacios del territorio “de segunda” que no revisten interés para los capitales privados. Pareciera necesario detener por un momento ese juego de dudosa legitimidad, barajar, cortar y dar de nuevo.

Sería imperioso revisar y armonizar el cuerpo jurídico relativo a la vivienda, contemplando la realidad y reduciendo la ambivalencia interpretativa. Asimismo, sería saludable también que el Estado y los actores políticos reconocieran su fracaso en la resolución de esa problemática social tal y como ha sido abordada hasta entonces, para que el reconocimiento de la imposibilidad sea el origen de la concepción de otras posibilidades novedosas como estimular, favorecer y fortalecer los procesos ciudadanos de autogestión habitacional. Dicho de otra forma, sabemos que no pasa solamente por dar pescado cocinado sino por enseñar a pescar proveyendo de cañas, anzuelos, carnadas y por supuesto, de un espacio en el arroyo.

Urge ponerle límites claros a la propiedad privada inmobiliaria. Ello no implica ni desconocerla, ni bregar por su abolición. Significa (re)definir criterios de caducidad y utilidad social, cuando no hay cumplimiento de las acciones mínimas de cuidado y las obligaciones inherentes a la propiedad que establecen las leyes. Significa la recuperación social de espacios privados abandonados que representan un problema de –por lo menos– dos dimensiones para el Estado como sociedad: el desorden territorial provocado por el mismo abandono y la imposibilidad de disponer del espacio territorial para que personas y familias puedan habitarlo, mejorando las condiciones sociales de nuestro país y su población en general.

Para el problema abordado y las interrogantes abiertas que quedan planteadas no hay respuestas simples ni soluciones mágicas. La sociedad en su conjunto debe darse espacios amplios de discusión sobre este tema y revisar las bases estructurales, tanto en términos legislativos como materiales, en aras de un proceso nacional hacia un país más justo. Es momento de ir al hueso, porque la propuesta de modelo del statu quo no se sostiene más.

Esta nota fue publicada en el Suplemento Habitar.


  1. “Pero para los sectores de menores ingresos, aun en situaciones normales, el valor que adquieren los bienes por su función de intercambio y reserva de valor bajo el régimen de propiedad privada, suele superar las posibilidades de quienes los necesitan en función de uso”, en https://www.fder.edu.uy/node/155 

  2. Ibid. 

  3. Señala el profesor Arturo Yglesias (2008): “tanto desde la teoría como desde la práctica se aprecian ciertas 'disfunciones' entre la propiedad privada y el 'derecho a la vivienda' también consagrado por la Constitución de la República” en https://www.fder.edu.uy/node/155