El problema de las personas en situación de calle en Montevideo ha alcanzado niveles alarmantes y sigue empeorando año tras año. En sólo dos años el número de personas en esta situación ha crecido más de un 28%, y en los últimos 20 años se ha multiplicado casi por siete. Las respuestas del Estado han resultado insuficientes para frenar esta tendencia, y la política pública desplegada sigue mostrando limitaciones en su diseño, alcance y efectividad para prevenir y revertir esta crisis social. Además, las medidas legislativas de tipo punitivas, como la Ley 19.120 de faltas y de conservación de espacios públicos y la 18.787 de internación compulsiva, han contribuido a generar un contexto que perpetúa y agrava el problema, volviéndolo aún más complejo y excluyente, con graves consecuencias en la salud y en las oportunidades de reintegración social para las personas.

El problema de la situación de calle urge ser reconocido como una grave violación a los derechos humanos que tiene sus raíces en la acumulación de fallas y fracasos del Estado. La voz de colectivos organizados de personas con experiencias de calle como el Ni Todo Está Perdido (Nitep) ayudan a combatir el estigma, la violencia, la discriminación y a poner de manifiesto que la situación de calle es una clara violación al principio de dignidad humana consagrado en los artículos 1 y 22 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Son necesarias políticas integrales de prevención y atención basadas en apoyo social, sanitario y de alternativas habitacionales sostenidas acordes a las necesidades, problemas previos de las personas y a la etapa de su ciclo vital en que se presentan las experiencias de calle.

Sin embargo, la propagación del paradigma de que el sinhogarismo es el resultado de una elección individual sigue impregnando el discurso público y la concepción sobre la génesis del problema. Esto tiene implicancias concretas en el diseño de un único programa de atención para abordar el problema, en cómo se define conceptualmente “la situación de calle” o el “sinhogarismo” y en la forma de medirlo.

El último censo, realizado en 2023, reveló que 2.756 personas visibles y contabilizadas como personas sin hogar estaban en situación de calle la noche del relevamiento en Montevideo: 1.375 durmiendo a la intemperie y 1.381 en centros nocturnos del programa Calle del Ministerio de Desarrollo Social (Mides). Pero las cifras reales son más preocupantes, ya que otras 2.259 personas, aunque no se consideran oficialmente “personas sin hogar”, viven en alojamientos temporales de corta, mediana o larga estadía, proporcionados por el Estado.

Además, más de 11.000 personas pasaron por el sistema de refugios nocturnos sólo en 2023, pero nadie sabe cuántas personas adultas transitan entre la calle, los refugios, en condiciones marginales ocultas, en otras soluciones temporales e inestables, como casas de familiares o amigos, hoteles, pensiones o en instituciones de cuidado. Muchas de estas personas y otro tanto están en riesgo de quedarse sin hogar tras ser desalojadas, salir de hospitales, centros de reclusión o instituciones de cuidado, o al llegar al país en condiciones habitacionales precarias sin vínculos ni oportunidades. En otras palabras, hay muchas más personas viviendo en situaciones de inestabilidad y vulnerabilidad habitacional que podrían ser consideradas personas sin hogar que las que reflejan las cifras oficiales.

A pesar de esta realidad, persiste la idea de que la situación de calle es el resultado de una elección personal, malas decisiones individuales, problemas de consumo y/o de salud mental o falta de voluntad para salir adelante. Este discurso, que responsabiliza a las personas por su situación, desvía la atención de los verdaderos factores estructurales, institucionales y vinculares detrás del problema: pobreza intergeneracional, trayectorias de vivienda marcadas por la segregación sociohabitacional extrema, experiencias de victimización temprana por parte de cuidadores, desafiliaciones tempranas, violencia de género, falta de apoyo al salir de la cárcel o de instituciones de cuidado adolescente, violencia institucional reiterada, servicios inadecuados a las necesidades de las personas, circuitos institucionales que fomentan episodios reiterados de calle, ausencia de políticas de prevención y una segregación sociohabitacional cada vez más profunda.

El modelo de refugios ha mostrado ser una respuesta limitada para tratar el problema, ya que constituye sólo una de las varias medidas de atención y prevención que debería incluir una política integral de combate al sinhogarismo. Este modelo, basado fundamentalmente en la provisión de alojamiento nocturno y un mínimo de atención, ha mostrado que su uso extendido junto con otras instituciones (cárceles, hospitales) y la calle genera que las personas queden atrapadas en un circuito institucional difícil de poder salir. A esto se suman denuncias por recortes en los equipos técnicos y sobrecarga de trabajo, falta de cupos, condiciones inadecuadas de higiene y alimentación, derivaciones a refugios en barrios aislados de la ciudad, malas condiciones edilicias de los centros, entre otros.1

El acceso a una vivienda digna y sostenida sigue siendo una deuda pendiente. Aunque el problema de la situación de calle no puede reducirse únicamente a la falta de vivienda, las trayectorias de las personas en esa situación están marcadas por la precariedad y la exclusión habitacional. Pasar de una pensión a otra, de un refugio a la calle o de la casa de familiares a una solución precaria forma parte de un ciclo de exclusión que es muy difícil de romper sin una red de apoyo institucional y políticas de vivienda efectivas, reales y de acceso sostenido. El censo de 2023 también reveló que hay más de 55.000 viviendas desocupadas en Montevideo -el 9,3% del stock-, mientras miles de personas duermen en la calle, habitan (intermitente o sostenidamente) en refugios o de forma invisible y no oficial.

El problema de la situación de calle se ha convertido en un asunto social persistente y crítico que convoca a nuevos replanteos sobre la naturaleza del asunto y es apremiante un cambio de enfoque que exige respuestas urgentes, coordinadas, efectivas y reales, que tengan en el centro a las personas con experiencias de calle.

Es necesaria una política integral que incluya el acceso sostenido a una vivienda digna con apoyo de acuerdo a las necesidades de las personas; accesos a subsidios de alquiler, junto con acompañamientos individualizados de la mano con acceso a programas de reinserción laboral y sanitario. Es fundamental también implementar políticas de prevención coordinadas que actúen a tiempo en el ámbito sociosanitario, garantizando un acceso rápido y efectivo a diferentes soluciones de vivienda y brindando apoyo y acompañamiento sostenido a personas egresadas de instituciones de cuidado y carcelarias, que brinden un apoyo adecuado en términos de salud mental, vínculos sociales, capacitación y acceso a oportunidades. Además, es crucial una coordinación interministerial que permita ofrecer respuestas habitacionales y de apoyo adaptadas a las necesidades y problemas previos de cada persona, considerando factores tales como la edad, el género, el historial de violencia padecido, las condiciones de salud, la existencia de vínculos cercanos, etcétera.

Por último, pero no menos importante, es fundamental garantizar una política de prevención y un apoyo adecuado en etapas clave como la adolescencia, identificando y abordando factores de riesgo (sufrir violencia y abusos, pobreza extrema, problemas de salud mental de cuidadores, experiencias de encarcelamiento de alguno de ellos, ausencia de soporte familia y comunitario, desafiliación del sistema educativo, entre otros) que pueden conducir a experiencias de calle tempranas. El trabajo coordinado con instituciones de cuidado, salud, las familias, el sistema educativo y el entorno cercano comunitario es sustantivo. Esto permitiría evitar la pérdida acumulativa de derechos y prevenir que experiencias aisladas de calle se transformen en una experiencia de larga duración o reiterada, que pueda conducir a una creciente exclusión y pérdida de derechos en aspectos centrales de la vida, cada vez más difíciles de restituir con el paso del tiempo.

La situación de calle se ha transformado en una crisis social innegable. Es momento de abordar las profundas desigualdades, las causas estructurales y las fallas institucionales que conducen y perpetúan el problema. Como señala Nitep, “la calle no es un lugar para vivir ni para morir”. No hay derecho.

Esta nota fue publicada en el Suplemento Habitar.